jueves, 21 de agosto de 2008

La fenomenología de la imaginación material de Gastón Bachelard

Cuando un biólogo está por entrar al laboratorio se cubre con un traje blanco, se pone una mascarilla, a veces un casco. Parece un astronauta. Trata de no contaminar los materiales, los manipula a través de otros instrumentos en los que se ha eliminado todo vestigio de vida, de residuos orgánicos. Esa es la imagen de un científico típico en su trabajo normal con la materia. Está tratando de ser objetivo. ¿Cómo lo hace? Lo hace cubriendo su cuerpo, tratando de que su cuerpo no contamine la muestra con su presencia. No elimina su subjetividad: sin ella nada podría conocer. Lo que elimina del experimento es su cuerpo, su propio cuerpo, su cuerpo propio.
Gastón Bachelard nos habla de la ciencia como producto de una represión primaria, de un proceso de despsicologización por el cual el yo fenoménico se suprime en aras de la objetividad científica. El yo deja de lado todo elemento onírico, y con ello, las cosas tal como son experimentadas por el cuerpo “desde adentro”, por ese cuerpo interior que sufre al verse retratado crudamente desde afuera en exposiciones como Bodies, exposiciones para las cuales el cuerpo propio es también expuesto cuando se saca la piel y se ve lo que tiene adentro. Pero hay dos adentros distintos. Uno es el despliegue de una superficie que está debajo de otra superficie, una revelación que no revela, porque se le pierde de vista el sentido más íntimo de la intimidad. Pero a la imaginación material que nos hace sentir el fluir del agua en el cuerpo que se baña en la fuente de un pueblito de Alemania tal como está retratada en una novela del siglo XIX, esa exposición le duele. Le duele porque cree, erróneamente, que está siendo expuesta en un sentido de “ser expuesta” que nunca será equivalente a “estar ante los ojos”.
Pero volvamos a la represión primaria. Aquí tenemos un salto de decisión, un salto cualitativo que nos hace pasar de la subjetividad a la objetividad. ¿Quién hace el salto? Una voluntad de universalidad, esa misma que, según Husserl, dio inicio al proyecto científico de los griegos. Esa voluntad decide suprimir su propia individualidad en aras de una autosuperación que la lleve al dominio de lo universal, de la universalidad del concepto. Se anula a sí misma, y permanece como suprimida, para que pueda aparecer frente a ella lo otro de sí misma. La universalidad no se alcanza con la percepción de un solo hecho. El hecho científico, como dice Bachelard, es el hecho que se repite. Pero ¿qué ocurre con el hecho de “la primera vez”, con esa experiencia de inicio que jamás será de nuevo posible, porque, como decía Bergson, la segunda vez es para la conciencia segunda vez, y nunca podrá compararse con la primera? Esa experiencia de origen, esa experiencia originaria que permanece eterna en la memoria como un arquetipo que inaugura el tiempo pero va más allá del tiempo, no tiene concepto, no es un objeto científico. El concepto, surgido como correlato del acto que se dirige hacia lo común en los sentidos sedimentados y reactivados con cada nueva experiencia, ese concepto universal sustituye a los arquetipos vividos y sentidos. Sustituye a los arquetipos que se distribuyen siempre en torno a los cuatro elementos: tierra, aire, agua y fuego. Pero esos arquetipos, en su valor cognoscitivo, sobreviven en el arte, y de vez en cuando retornan en el nivel conceptual cuando los paradigmas de la ciencia se encuentran en crisis.
A veces también la ciencia sueña. Sueña con metamorfosis en la teoría de la evolución, sueña con huevos originarios en la teoría del Big Bang. La ciencia tiene sus mitos cosmogónicos, que cuidan sus fronteras, para que no sean traspasadas por dioses más antiguos que el espacio y el tiempo, que la fuerza y la materia.
Hablando de materia, los cuatro elementos son el fundamento, para Bachelard, de la materia tal como es vivida por el cuerpo, cuando la modela la piel desnuda, sin la mediación de los trajes de blanca pureza de los científicos objetivos. Es el agua que dibuja pequeños ríos en la piel bajo la ducha, o que late en las venas cuando corremos en los días calurosos. Es la tierra que modela el alfarero, reiterando la historia del alfarero Dios que nos hizo de barro. Es la consistencia aérea del que se eleva hasta la cima de las montañas dejando por el camino todas las cargas, todos los amarres. Es el fuego de la vida que nos consume y nos renueva en la pasíon amorosa, cuando nos quema la piel. A todas esas materialidades apela la literatura cuando es buena, es decir, cuando tiene un sentido, algo más que ser lo no útil y lo útil fuera de contexto, como ocurre en el arte de vanguardia y de postvanguardia. Un cuerpo íntimo que se suprime para que el saber objetivo pueda ser.
Bachelard no convierte el arte en concepto para recuperar la imaginación material en el ámbito de la epistemología. La sigue en su verdad, en su revelación, la va prolongando y en ese su continuar el poema nos muestra su sentido racional, como Hegel, en la Fenomenología de Espíritu, nos deja ver en cada actitud del espíritu de un pueblo su sentido de Dios, del Mundo y de los hombres.
La primera obra en la que Bachelard desarrolló su idea de la imaginación material fue Psicoanálisis del Fuego. En ella era su intención desarrollar ciertas intuiciones de la Psicología de Jung, la misma en la que el último Husserl encontró el sentido de lo inconciente y de la libido. Más tarde, la lectura de la obra de Husserl hizo de Bachelard un ardiente defensor del método fenomenológico. Ese método fue aplicado por él a este campo inédito que Husserl había dejado sin trabajar. Husserl entendía por imaginación el dominio del espacio y del tiempo como-sí, el “había una vez en algún lugar” de los cuentos de hadas. Pero lo que realmente apela a nuestra fantasía, el olor de las galletas recién horneadas de la mamá de caperucita, los grandes órganos de los sentidos del lobo, que son “para oirte mejor, para olerte mejor”, la pesdez en el estómago del lobo y su sed cuando el leñador reemplazó a la abuela y a caperucita por un montón de piedras, todo eso que nos hace vivir de chicos un cuento infantil y nos hace ver en él una representación de nuestros sueños nocturnos, el modo en que ponemos el cuerpo cuando oímos una “buena” historia, todo eso quedó fuera de consideración cuando Husserl desarrolló su concepción de la imaginación. Son estos los elementos que Bachelard rescató en su fenomenología de la imaginación creadora. Bachelard descubre en su indagación una serie de leyes de la imaginación que no han sido muy tenidas en cuenta, y que, sin embargo, operan, camufladas, en la propia ciencia, por ejemplo en la biología. Una de ellas nos dice que la verdad se esconde en el interior de una cáscara de nuez. Para la imaginación material pequeños espacios ocultan un mundo. Esto es muy claro, por ejemplo, cuando la biología busca los secretos de la vida cada vez más en lo pequeño, cada vez más en lo profundo, en alguna clase de centro o núcleo donde se encierra un tesoro que es un secreto. Ayer lo buscaba en el ADN del núcleo de la célula. Hoy lo busca en el interior de las mitocondrias.
Con su idea de imaginación material, Bachelard trata de responder a un interrogante que Freud se había formulado: ¿por qué si el arte surge de la neurosis, me da placer leer una tragedia griega y escuchar a un neurótico obsesivo me da asco? Bachelard, siendo psicólogo, se animó a poner entre paréntesis las explicaciones que da la psicología profunda del proceso de sublimación de las pulsiones que da origen al arte, y describe el fenómeno estético en su esencia, mostrando que los elementos sexuales son puramente superficiales. Cuando un escritor describe el agua como los cabellos de las ninfas rosando su piel desnuda, lo que cuenta es el intento por darle forma física a una sensación pura generada por una materia en movimiento en contacto directo con el cuerpo tal como se vive “desde adentro”. Bachelard nos habla de una sublimación pura, una sublimación que no sublima nada, porque es el origen mismo del ser a partir de la nada, ubicado en los tiempos inmemoriales, origen que tiene sus dioses, dioses llamados “la casa”, “el nido”, “el caracol”, “la semilla”, “el árbol”. Esa sublimación es el origen de la alegría más pura, la alegría de encontrarnos en un mundo familiar, en un mundo con sentido, en un mundo maravilloso y encantado. Bachelard advierte que no hay lugar para esa alegría en el psicoanálisis. El psicoanálisis se ocupa del sueño que angustia a la conciencia despierta, no del ensueño que alegra al alma adormecida.
Bachelard distingue el sueño del ensueño. Ensoñar es una actividad estética en la que ponemos todo el cuerpo. La buena literatura es un soñar despierto. Vemos con la imaginación, sentimos con ella, sentimos la materialidad misma de lo que soñamos. Y eso es así porque a la lectura del poema la acompaña un atisbo de movimiento, una realización imaginaria de nuestro propio cuerpo. Cuando nos vemos maravillados por lo que leemos, el cuerpo, nuestro cuerpo vivido, nuestro cuerpo íntimo, el que pesa en el agobio cotidiano y se aliviana en el paseo por el parque, se involucra con lo que estamos leyendo.
Bachelard co-crea con el creador, acompaña su ensueño, que le remite a su propia infancia. Sólo en la infancia sentimos de manera tan intensa como al leer la literatura buena. La literatura buena nos transporta al origen mismo de nuestro mundo, un origen que es nuestro origen, que es el surgimiento de nuestra subjetividad, nuestra propia cosmogonía. Nunca volvemos a sentir con todo el cuerpo, como al principio, en nuestra infancia. Los objetos se crean ante nuestra mirada maravillada, antes de la aparición de los conceptos que recibimos por vía de la educación, cuando se nos impone una segunda creación del mundo. Cuando pensamos al mundo surgiendo de la nada, a un mundo cuando las cosas no eran como son ahora, cuando pensamos en paraísos perdidos, pensamos en el mundo de nuestra infancia.
Una de las leyes más importantes que Bachelard descubre es que los arquetipos son intentos de dar forma a algo que es puramente material, y esa materialidad está en una sensación corporal determinada. Lo aéreo nos remite a la sensación de volar, a la que el poeta le agrega alas para concretarla. Pero cuando soñamos que aprendemos la ciencia de volar las alas son innecesarias, porque el volar es una sensación de levedad y de desprendimiento del suelo que nos sostiene. Igualmente, cuando en las ensoñaciones de la Tierra soñamos con laberintos que nos oprimen, es la sensación de opresión la que se envuelve en la imagen del laberinto. Primero sentimos la opresión, después fijamos esa materia del ensueño dentro de la forma del laberinto.
La lección que Bachelard nos enseña es cómo, si usamos la fenomenología como método, podemos ver las cosas por primera vez, liberados de la carga de las teorías que nos hacen silenciar la maravilla de nuestro primer contacto con el mundo, un mundo que es siempre nuestro mundo. Superada la concepción representacionista del conocimiento, ampliada la noción de objeto, la fenomenología, en Bachelard, recupera el papel liberador que tuvo para la metafísica en Scheler y otros discípulos de Husserl de la primera época, recuperando la idea de que hay una verdad incluso en la poesía. ¿No será allí donde debemos buscar al mundo de la vida, en la medida en que ese mundo poético es el que vivimos más intensamente?

miércoles, 20 de agosto de 2008

Es una historia de soles nacientes-Gastón Bachelard

De la multiplicidad que somos
El pulpíto muscular que tiene Amanda en el cuello ya se desarrolló lo suficiente como para acordar con la cabeza un pacto simbiótico. O sea que ya puedo sentar a Amanda en mi pierna y ella se queda herguida, como si lo hubiera hecho siempre. Es que los animalitos llamados órganos que vienen casualmente de los mismos genes pero crecieron cada uno por su lado, como los colores del arco iris, tienen poco cuidado de avisar a la telita conciente de Amanda lo que tienen planeado. Amanda se sorprende porque su lengua acaricia uno de sus dedos metido quién sabe por qué adentro de su boca, y del roce surge en ella el conocimiento de un sabor de carne que no come ni comería nunca porque eso sería comerse a sí misma, y así, convertido en un puro roce de piel de Amanda contra píel de Amanda le permite algo insólito, un primer conocimiento de sí misma.

De la nostalgia del primer mes en el tercer mes
Cumplió tres meses, y me da una angustia, porque de pronto hay que tenerla sentada, y era tan lindo verla acostada agitando las piernas mientras me sonreía. Ahora le reclinamos el cochecito, y ella se queda ahí, con los ojos grandes, con el cuerpo rígido, extasiada y a la vez temerosa de ese cambio de visión. Además, como no aprendió a sostener la cabeza, hay que tirarla de las manitos hacia delante. Pone entonces la cabeza contra el pecho, y hay que llamarla para que enderece la cabeza, y se le bambolea girando en torno al cuello que parece que se le va a caer. Ya siento nostalgia del segundo mes. Amanda ya no es la misma. Se sacó una película de sueño y ahora me sigue con la mirada, me sonríe, me habla con la mano metida en la boca, palpando la lengua, con una “a” aguda, vibrátil, como si con los dedos sintiera sorprendida la emisión de sus propios sonidos. La mano y la lengua se reconocen mutuamente mientras la conciencia de Amanda me mira y me agradece.

De los problemas internos y externos, y cómo se enlazan
Amanda tiene un pliegue en una rodilla. Dice la doctora que puede ser signo de un problema en la cadera. Ese decir hizo ondas muy feas en mi remanso. Pensaba que el único problema era el golpe de los albañiles del vecino contra la medianera, a veces hasta las once de la noche.
Juan fue a hablarle al albañil, pero ese hombre es un presidiario que pica piedra para salvar su vida, porque se le vence el plazo de entrega de la obra, y vive entre los escombros y no sabe ni la hora. Tiene el pelo y la barba desgreñads y sucios de polvo, y cuando Juan lo reta agacha la cabeza como un chico travieso que fue golpeado por su padre.
De la elección del presidente no hago comentarios porque fue lo mismo que nada. Juan dice que todos los países florecen y después decaen, que lo nuestro no es distinto a la caída de Israel a manos del Imperio Romano, y que las familias generalmente sobreviven a sus naciones de origen. Que cuando ya no exista Argentina…porque todo lo sólido se desvanece en el aire. Y somos portadores pasajeros de entidades flotantes tan frágiles como un pensamiento semiconciente en una madrugada de insomnio.

De la exacerbación simultánea de la risa y del llanto
Ahora que Amanda puede vernos desde el cochecito, porque está reclinado y ya no hay solo techo y aledaños sino paredes y todo lo que pasa sobre ellas, se ríe y llora más que antes. Cuando se ríe su entrecejo se pone liso, las cejas bajan hacia los lados, se le acentúan unas arrugas debajo de los ojos, se hinchan sus cachetitos y abre la boquita mientras se estira como al desperezarse. Cuando llora porque se le cansa el cuello lo hace con lágrimas, como si sufriera mucho.
Anoche Juan le estaba dando un poco de mamadera en el moisés y ella apartó con sus manitos la mano de Juan, abrazó el extremo superior del biberón apoyando sobre el plástico sus manitos a medio ovillar y mantuvo la tetina en la boca casi sin chupar. Un trofeo que después la hizo hablar con abundancia de “aes” y “ues”.

De las diversiones pequeñas de una nena pequeña
Amanda se yergue sobre sus manos y levanta la cabeza con el temblor de una tortuga que estira el cuello despavilada después de la hibernación. Como si estuviera sorprendida de reencontrar algo que recuerda vagamente de una vida pasada, que tal vez sea simplemente la vida de ella antes de levantar la cabeza, su vida de los primeros días cuando sólo había luz y mamá. La sostengo con las manos de las axilas y la bamboleo de un costado al otro, y ella rígida como tijera, con una permanente sonrisa de muñeca, fascinada con su pequeño parque de diversiones. Después la lleno de besos y la pongo de nuevo sobre mi cuerpo y ella lanza quejiditos de satisfacción. Antes de dormir llora mucho. Cada vez más siente el dolor del sueño fuerte, ese que la lleva a través de la noche. En el cochecito se mira las manos, mira a las manos mover los conejos plásticos rojos y amarillos de un móvil que le compró la abuela, los mira con seriedad, hasta ponerse vizca. Se sonríe cuando el papá, con una voz inusual de gaita aguda, le dice “quélinañeña”. Ahora que volvió el frío con su ristra de gripes y neumonías no la sacamos de paseo. Y es un conflicto. Porque debería conocer el mundo.

De las situaciones límite
La menstruación no se me detenía. Fuimos con Juan al hospital, a la guardia. La doctora seca y seria nos hizo un papel para un análisis. Decía “peligro de aborto”. Yo me puse como un papel. Me puse a llorar. Pensé “el DIU es abortivo”. Pensé “si me quedo embarazada de nuevo me mato y Juan tiene que cuidar a Amanda”. Juan decía “pase lo que pase te amo”. Yo le decía que iba a tener que abortar porque ahora otro bebé no quiero, y si nace el bebé va a saber que no lo quiero, y Amanda va a sufrir también. Juan decía que no podía entender cómo de un momento a otro se puede caer la felicidad, y todo porque él es calentón y no quiere usar preservativos. Pero el análisis dio negativo con respecto al posible embarazo. Todo había sido producto de un desequilibrio hormonal que me hizo producir un exceso de tejidos. Fue en el momento en que el presidente anunciaba que iba a pasar a retiro a militares y policías y a hacerle juicio a la Corte Suprema. El mismo momento en que Fidel Castro daba una conferencia en la Facultad de Derecho.

De las metáforas y su acción recíproca
¿Amanda es como una muñeca, o las muñecas son como Amanda? Cuando salgo a las siete para darle a Juan un beso de despedida, esas mañanas frías y ya sin amanecer temprano en las que va a dar clases a Lanús, me detengo a mirar el reflejo plateado del foco de luz sobre el empedrado gris. Sus reflejos hacen el efecto de la luna sobre el río. Ahora, bien, si yo quisiera explicar el efecto de la luna sobre el río, podría decir que es el mismo que hace el foco de luz (por otra parte, muy parecido a aquél de la cocina de la casa de mi abuelo) sobre el empedrado. En un caso la calle se me hace cósmica, y en el otro el cosmos se me hace barrio.

De cómo sigo siendo la bebé que fui
Amanda habla y grita y hace gorgoritmos de canilla mal cerrada, de pava hirviendo, y a la vez sonríe, y levanta la cabeza para seguirme con la mirada. Su sonrisa abre dos surcos a los lados de los ojos, que sin hundirse, se complacen en dejarse envolver por los cachetes redondos. Cuando se cansa apoya la cabeza en el reborde del cochecito de paseo, igual que yo cuando volvía en el subte cansada del trabajo. Entonces cruzaba los pies, igual que Amanda, y era bebé. Esa entrega es volver, como al temblar de miedo, o al sobresaltarme en medio del sueño.

De lo que no escuchaba y ahora escucho
Con tanto trabajo de albañilería en la casa de al lado aprendí a escuchar los golpes en las casas en construcción, las percusiones en los temas musicales que pasan por la radio.

Del olvido de la metáfora
Nosotros hablamos, decimos, para entenderlos, como metáfora, que los animales tienen también su lenguaje. Después olvidamos que eso es solo una metáfora, y nos preguntamos si algo nos distingue de los animales, después de todo. Decimos que las ballenas cantan y que los monos son inteligentes, y al dar todo eso a la naturaleza nos quedamos nosotros sin nada. Pero veo a Amanda y no sé, es tan humana, a pesar de no cantar, de no tener lenguaje. Esos ruidos que inventa, que no tienen ningún fin informativo, que es solo un modo de su placer, la sonrisa que los acompaña cuando yo le digo “qué lindo” con voz aflautada.
Ahora analiza con detalle su móvil de conejitos rojos y amarillos. A veces deja una mano sobre el borde del cochecito como esperando una donación de algo que agarrar, puede ser mi dedo, al que gusta pellizcar, o una bolsa de plástico, a la que gusta rebolear, pero todo con la mirada puesta en otra parte, sólo ejercicios para manos. Se mete la mano en la boca y trata de palpar el sonido que emite su boca, la ondulación de su lengua, y así se presentan: mano, esta es la boca, boca, ésta es la mano, y hacen las pases, aunque a veces a la mano se le va la mano al entrar tan hondo que le dan arcadas, y la cara se enoja, y yo tengo que poner orden.
El sábado la llevamos de paseo, bien abrigada, con la funda para pies, mirando hacia nosotros. Todo le parecía interesante, con el interés que despierta el movimiento de las olas cuando uno apoya los ojos sobre el horizonte del mar en Mar del Plata. El paseo de dos cuadras se nos hizo enorme, porque la calle estaba vacía, salvo por unos obreros sucios que bailaban una cumbia en un taller abierto de chapa y pintura. La vereda era irregular, y veíamos en Amanda el reflejo vibratorio de las baldosas rotas, las mal encajadas, las levantadas por las raíces de los árboles, o las viejas baldosas llenas de surcos. Nuestro tiempo era el tiempo de Amanda, pero con sensación de riesgo, un retorno a nuestros paseos de bebés, pero del otro lado, del lado preocupado de los padres.

Del silencio y su relación con el ruido
Al lado cesaron los golpes. De vez en cuando se escucha un ruido fuerte, aislado, como un eco, como si no pudiera irse del todo esa realidad que ya era sustancia, una especie de líquido que se dilataba y se condensaba alternativamente, que esperábamos siempre en la forma de pequeñas percepciones de estilo leibniziano.

Del necesario esparcimiento de los niños pequeños
Llevamos a Amanda a pasear al shopping. Sus ojos se llenaron de pliegues de ropas y caras en movimiento, brillos de vajilla y de vidrios de vidriera apenas perturbados por sus contenidos, masas en movimiento desplazándose sobre escaleras móviles que se alejan a medida que el cochecito se desliza, o todo se deslizaba y el cochecito era un centro quieto, como saben Einstein y los chicos más chicos. Pero el paseo fue una excepción en su vida, como una mancha en el cielo que nadie vió más que una sola vez, por un momento. Para Amalia fue un accidente entre dos tiempos de sueño. Sólo la continua repetición puede hacerlo realidad.



Del baño (de bañarse)
Amanda se mete la mano en la boca. Eso le da una mezcla de placer y dolor que es su primera picardía y su primera culpa. Cuando está con la cabeza reclinada, sentada en el cochecito, es Juan Pablo II. Cuando está sentada en la bañera es un pequeño buda de marfil. Si le acerco la mano a la boca mientras la baño, me la lame como un cachorro. Cuando se acerca el sueño y está en lucha, en agonía, se hace zancadillas, se saca con un dedo el chupete para obligar a sus ojos a llorar, o se mete un dedo bajo el párpado, o una mano completa en la boca para chuparla. Solo en contados momentos durante el baño es sonrisa de armonía entre su cuerpo ululante, sus pies que espolean el agua para que fluya como el sueño, sus manos que se apoyan en los bordes plásticos de la bañadera, todos los sentidos unidos en un instante sin por qué, como la belleza es para Kant la armonía casual de nuestras facultades de sentir y de pensar.

Del escribir
Juan escribe una novela sobre un paciente que llega a la consulta y se acurruca en la huella dejada por una paciente anterior y huele el perfume y se funde con el calor de ese cuerpo con el cual se cruza sólo un momento, cuando ella sale y él entra.
Yo escribo una carta dirigida al Diario de Poesía para que me expliquen por qué en las pocas novelas donde se menciona un parto no hay ninguna alusión a las pérdidas constantes de sangre, al malhumor y los gritos y peleas.

De lo pequeño bello que se vuelve grande y feo
Todo lo que hace Amanda me gusta: el pis, la caca, los vómitos, los ruidos con la boca, que en un adulto sonarían obscenos, estirar las manos como un Cristo resignado al dolor, rebolear pequeños objetos y tirarlos al suelo. Tiene todos los gestos de un orador político, todos los fluidos que consideramos sucios cuando se trata de personas grandes. Pero llega la época de hablar, de controlar esfínteres, de tener conciencia moral, y la sola mensión a una de esas cosas ensucia la página que estás escibiendo como si le pasaras encima el pañal que acabás de sacarle a la nena.

De la necesidad de una cierta violencia
Amanda es un montoncito de burbujas rosadas de distinto tamaño, y es toda sonrisa cuando la siento en la mesa y la dejo pasar sus manos por mi cara. Me tira de los pelos, intenta arrancarme un ojo, me apresa la nariz como entre tenazas, y yo contenta. Después recorre con sus uñitas cada arruga de mis labios como si tocara la guitarra, y a través de ella me veo como bajo una lupa que descubre cada rasgo de mi piel. Cuando Juan le da de comer le clava las uñas en la mano con que la alimenta, y Juan le sonríe, feliz de ser la piedra para el agua, feliz de sentir su materialidad, su mortalidad, su finitud.

De los orígenes de la intencionalidad de la conciencia
Amanda está por cumplir seis meses. Ya no espera los dones. Su cuerpo se estira, sus manos apuntan a las cosas que desea y espera. Toca los objetos, se complace en sus diferencias de textura: una toalla mullida y rugosa, un plástico liso y pegajoso, una flor más suave y frágil que se deshace entre sus dedos. Cuando emite quejidos lo hace hasta el límite de sus pulmones, y su garganta se ve obligada a toser para reponerse del esfuerzo. Pero ahora articula. Mastica el aire como mastica el alimento semisólido que procesa en sus encías rojas a falta de dientes. Agagagabababapapapa, suele decir, lo que es como la masa antes del corte de los moldes para las galletas, una masa ya ondulada, lista para estallar en palabras. Ella sonríe cada vez que se despierta, se lleva con placer unos dedos a la boca, y espera ser cambiada sobre la cama, sin pedir la leche que sabe que le será dada. Su sonrisa sin dientes es tan elástica e inflamada como no lo es la de ninguno de nosotros los adultos. Cuando le cambiamos los pañales levanta las piernas gordas, se pone de costado y estira los brazos hacia la bolsa de los pañales, la roza con la punta de los dedos, la explora, mide y calcula, y después trata de metérsela en la boca. A veces está explorando con seriedad un juguete para anticipar qué lado encaja mejor en los rebordes de su boca abierta. Es el hueco que busca ser llenado. Con el biberón es distinto. Sabe que es suyo, que siempre está dispuesto, y entonces juega con él, lo rechaza y lo acepta, y ya con eso es la semilla de una mujer seductora.

De la intencionalidad de la conciencia, otra vez
Amanda sacude la cuerda del chupete y lo hace boleadora. Está sentada en el corralito, la cadera grande, la espalda arqueada, la cara gorda y una sonrisa de dos dientes, una sonrisa-ratón que anticipa sus manoteos. Sus manos no esperan, se tienden hacia los objetos, no alcanza el deseo de la mirada, todavía no van solamente, van y esperan, como quien confía, ni resignada ni segura, ni activa ni entregada. Sus palmas rozan todas las superficies, el enigma de las arrugas que se resisten, o de esas superficies tan lisas que son como día soleado, como vida fácil. Arruga el entrecejo, lanza un quejido, después entorna los ojos y deja salir alaridos de su garganta, a veces gritos claros, otras tan delgados como voz de soprano. A veces son ripio oscuro, otras campanas de cristal. Antes de dormirse se arrulla, dice yaya, dice mamamama, papapapa, con los labios apretados hasta perderse, con los maxilares firmes, esa piel tan elástica como la ropa nueva. Ensaya gestos de alegría y enojo, ensaya risas, se anticipa a los motivos de esos gestos, los motivos son un agregado cultural a algo que no tiene más explicación que su propia existencia. Cuanto más toma de mí y de Juan más va siendo ella misma, porque antes era solo unos ojos, y ahora es una persona completa, sólo le falta hablar. Ya no tiene la seriedad del origen. Con los ojos abiertos y la cara hinchada de placer golpea una esfera de plático con su chupete-martillo. Amanda trabaja. El papel de las manos en la conversión del mono en hombre, dice Juan que diría Engels.

Del saber oculto
Iba en el subte y escuché a dos muchachos de rasgos orientales hablando así:
Esta carta muy poderosa, desactiva todas las armas.
Usted no sabe nada de poder, por eso yo le gano siempre a usted.
Usted tiene pocas cartas.
Tengo cincuenta cartas.
Le apuesto cincuenta cartas a que no tiene más de cuarenta cartas.
Tome, cuéntelas.
Yo quise conseguir esta carta en japonés pero sale treinta dólares
¿Para qué la quiere si nadie la usa?
Es una carta de colección.
Cuando estuve en Estados Unidos salía veinte.
Veinte sale en inglés, en japonés sale treinta.
Yo prefiero la carta que desactiva los Wadus, con esa sola tengo el partido ganado.
No, señor, usted no sabe nada de juegos ni de poder
Bueno, tengo que bajarme.
Bueno.
Adios.
Adios.

De lo que hay debajo
Salgo del subte a las cinco de la tarde, y veo una cascada de luz que se derrama escalón por escalón a medida que la escalera mecánica asciende hasta el cielo que es pavimento y vereda. Abajo quedó la lucha por el poder, que según Nietzche siempre queda abajo. Abajo quedaron también los bajorelieves colorinches del nuevo subte, los jaguares, los indios, los botes y los peces, los caciques, los suplicantes y los huacos censurados. Debajo de nuestro país está el otro país, debajo de esas figuras del subte hay otras figuras que estuvieron antes, de gente que estuvo antes. Uno camina sobre tanto abajo que abulta el suelo, que por ahí se cae. Pero arriba está siempre el cielo, el mismo cielo azul, la misma cascada de luz.

De la muerte de alguien, que es todas las muertes
Mi tío se murió. Tenía cáncer de próstata. Se resistió a la internación hasta que ya de la anoxia no podía coordinar ni oponer resistencia. Dejamos a la nena con una amiga y fuimos al velatorio. La gente hablaba, algunos se reían. Estaban solamente los parientes. No tenía amigos. La mujer le sacó todo con el juicio de separación de bienes. Hizo un mal arreglo, violó las cláusulas. Ahora la mujer le va a tener que pagar a su abogado. La habitación donde estaba el tío tenía una burbuja de silencio y de cosa solemne. Ahí solamente se escuchaba algún llanto. El solo mirarlo acallaba las risas y los comentarios tontos. Cuando lo ví me di cuenta de que mi tío ya no iba a estar en las reuniones de los domingos en casa, hablando de sus viajes por el mundo, hablando de su mujer, a la que amaba, a la que le obsequió su muerte, hablando de política, siempre sin escuchar a los demás, hablando aunque nadie le llevara el apunte. El último tiempo siempre con olor a pis, se sentaba en una silla, que era solo suya, reclinaba la cabeza y gemía a veces, o se adormecía, después levantaba la vista celeste y hacía un comentario sobre la nena, lo fuerte que estaba, como si sus visitas al dolor interior no le impidieran tener la amabilidad de cumplir con la mínima cortesía de hablar de los temas cotidianos. Su cuerpo en el ataúd me decía que ya no estaba, porque era un guante, una máscara funeraria, una estatua conmemorativa. Si no lo hubiera visto habría esperado encontrarlo en casa de sus hermanos, en otra reunión de familia. Ahora sé que no va a estar más. A medida que Amanda crecía él se iba consumiendo. Tener hijos es saber que uno no vive para siempre. Hay una vida que queda, pero es una generalidad, un magma. El tío está donde estaba Amanda antes de nacer. Digamos que en Dios.

De qué es estar más allá del bien y del mal
Amanda le tira a Juan de la barba, le tira del pelo, una y otra vez, quiere que algo de eso quede en sus manos. Lo hace sin maldad, se sonríe. Juan la deja hacer. Amanda no es buena, pero tampoco es mala. Está antes del bien y del mal, esa es su inocencia.

Del saber experto de un bebé
Amanda se asoma al borde del cochecito, como al balcón está Julieta esperando a su Romeo. Mira el suelo con deseos de gateo. Estira sus manos, que es estirar su deseo. A veces se tira hacia atrás dándose un golpe en la cabeza, y yo me enojo, y ella, acostumbrada al festejo de todo lo que hace, repite su gesto esperando una aprobación que no llega.
Amanda es experta en cuerdas y nudos. Como los juguetes están atados al cochecito para que no los tire al suelo ahora tiene toda una colección de cuerdas de distintos colores, texturas y sabores que se lleva a la boca con placer. Así su lengua, en intentos infructuosos por desatar los juguetes, tiene un saber experto en topología que su conciencia quizá nunca haga propio. Salvo que se dedique a las matemáticas abstractas, pero yo prefiero que piense en la contabilidad, o el derecho comercial, algo que sea más redituable. Aunque lo más probable es que siga los pasos de su padre.

De la imposibilidad de haber sido un bebé
Amanda pertenece a otra especie. Es una huésped del cielo a la que recibimos como una lluvia, no la fabricamos, sólo le damos abrigo como a una plantita linda que creció casualmente de una semilla venida de jardines exóticos. Juan dice que después de todo yo también fui así cuando era nena. Pero yo no era nena, cuando la nena era, yo no era todavía. ¿Cómo pensarme con sesenta centímetros de longitud, con manos pequeñas, con un chupete tembloroso entre los labios, lanzando grititos de alegría, haciendo pucherito cuando llegan las visitas, dejando de respirar y poniéndome colorada cuando mamá me deposita en la sillita de comer en el negocio de venta de rodados para ver si me sienta bien? No, Juan, no quieras convencerme, yo nunca fui bebé. Igual que la mariposa no es la oruga, Amanda no es más que levemente parecida a nosotros en algunos gestos, pero no tiene esa falta de asombro ante las cosas cotidianas que muestra cualquier ser de este mundo. ¿Cómo explicar si no que siempre haya salido borrosa en las fotos? Todavía es una nube cuántica, que se hace sólida bajo el influjo de nuestra mirada, que todo lo pesa y lo materializa. Sin nosotros se volvería de nuevo nube, como pasa con esos chicos de orfanato que se mueren porque no tienen un padre que los mire y los nombre y les de contornos delimitados por caricias y besos.

De la curiosidad inicial
Amanda tiene un dedo universal que encuentra siempre el nudo y lo desata haciendo que se desarmen las tramas de las cosas, y así aprende. Su dedollave, su dedotijera, su dedo escarbador trabaja despacito, se toma su tiempo, como la gota que lame la piedra. Cuando su boca come, su mirada y su dedo se confabulan en la investigación de las cosas más ocultas, como el plástico debajo de la sábana en el lado de atrás del almohadón que vuelve mullido su cochecito, o la textura de lona de su silla de comer. Sostiene el chupete como Diógenes la lámpara con la que iluminaba las caras buscando un hombre. En la cuna se da vuelta para ver una lámpara de pie y abre los ojos grandes y empieza a temblarle la barbilla y ya se pone a llorar y yo la doy vuelta. Pero ella otra vez se pone a mirar la lámparaterror porque le fascina, porque no todo es bello, pero todo es fuerza de atracción. Todo es una pregunta que no se hace desde más lugar que el dominio del chupete y la familiaridad con el dragón rojo al que le gusta morderle las orejas, o el michi que aprieta entre sus manos con una sonrisa cuando vamos de paseo a esa plataforma de pirulines de colores y verdes concentrados que es el paseo de Agronomía los domingos soleados por la tarde. ¿Sentirá el aroma embriagador de los paraísos, esa picazón dulce en la nariz que te hace flotar en el calor de la nueva primavera? Si lo siente es sólo como estado de ánimo, feliz coincidencia entre su cuerpo y el mundo.

De la importancia de andar erguidos
Amanda toma la leche con cara de indiferencia satisfecha mientras agita su manito en ondas que quieren ser saludo de bienvenida. Cuando la levanto se yergue entre mis brazos orgullosa de tener una columna que la hace vertical como la hierba, como la lluvia, como esas cosas vivas que miran la tierra desde arriba, sin dejar de ser tierra. Amanda es un sexo que espera la metamorfosis del resto de su cuerpo, pero es un cuerpo tan grande que el sexo se va quedando pequeño, secundario, reprimido. Todavía es flexible como una idea joven, se lleva el pie a la boca. Mira todo desde su observatorio cosmológico. Primero los árboles, después las casas, después las personas, después la vereda, después las partes del cochecito, buscando lo escondido, el plástico oculto detrás de la almohadilla que cubre el respaldo. Finalmente cierra los ojos y contempla sus sueños.

De la importancia de los límites
Juan no le pone límites a Amanda, y eso está mal. A veces no me come y yo le grito pero Juan se enoja conmigo, me dice que la deje, que coma cuando quiera. Dice que su mamá lo obligaba a comer y como no crecía le arrancó las amígdalas y entonces sintió culpa y engordó y depués se agitaba con los cachetes colorados cada vez que tenía la clase de gimnasia en el parque de la escuela.

Del dedo que lee
Amanda golpea con sus manitos la bandeja plástica de su cochecito, agarra un sonajero y lo sacude y lo golpea tan fuerte que por rebote sale volando y se queda colgando de su cuerda. Amanda mira y con la mirada dice “yo no fui”. Después me ofrece su chupete para buscar mi sonrisa, y se detiene con el dedo como leyendo el braile misterioso que expresa un mensaje cifrado en los botones de mi blusa.



De los defectos que se heredan
La doctora dice que Amanda, que ahora se sostiene sobre sus piernas con un poco de ayuda, con la cola parada y grititos de placer, es una vaga y hay que estimularla. Dice que es hipotónica. Igual que yo, dice Juan, y se le cae la baba. Qué tipo, éste. Le gusta que Amanda herede sus defectos.

Del poder hacer
Amanda se arquea con las piernas estiradas y gime obligándome a ponerla de pie en el corralito. Dejo que se agarre del borde acolchado. Ella se sostiene sobre los talones de los pies, sin apoyar la planta entera. Flexiona y estira las rodillas alternadamente mientras pega grititos y me sonríe. En su sonrisa hay asombro de poder hacer. Me pide con la mirada que me sienta orgullosa. Yo la premio mostrándole a través de la ventana la sombra lila del jacarandá, una sombra palpable de flores caídas, un espejo en el que se refleja la copa del árbol que está en la vereda. Miro a Amanda y también tiene algo de espejo, un espejo de flores en el que Juan se refleja, y yo también, un poquito. Como los electrones que pasan por rendijas pequeñas, los genes se interfieren y en vez de una simple mezcla generan ondas de difracción en el cuerpo de Amanda.

De la importancia de saber esconderse
El corralito de Amanda tiene un sector cubierto para protejerla de los barrotes cruzados contra los que podría golpearse. Cuando está sentada oculta detrás del sector acolchado pregunto: ¿dónde tá la nena? Y Amanda inflama los cachetes, junta los labios como un viejito sin dientes y con su mejor sonrisa se asoma a su ventana para que pueda verla. “Acá tá la nena” digo con un grito, y ella grita y muestra sus tres dientitos, hace una caída de ojos y vuelve a esconderse. Cuando no la llamo se asoma igual en espera de mi asombro, que en realidad es de ella.

De las leyes del movimiento
Ahora agarra el chupete, lo gira sobre su eje, lo vuelve a poner en su boca, y así varias veces, convirtiendo la cuerda que lo sostiene en un tornillo de tela. Sigue leyes muy claras de rotación con las manos, de movimientos pendulares con las piernas, de flujos y reflujos de marea cuando se sacude sobre el cochecito tratando de impulsarlo desde adentro. Como si las formas típicas del movimiento de los astros se combinaran para hacerla micromundo.



De la importancia de una alimentación equilibrada
La doctora dice que la nena está muy flaca. Tanto esfuerzo para cambiar la alimentación láctea por la sólida, y no le alcanza. Yo la quería alimentar sanito, verdura, carne molida, y ahora la doctora rubia cara lánguida me dice que hay que darle crema de leche, postres, vainilla pisada con leche y otros materiales de engorde. Espero que en las dos semanas que faltan para la consulta de emergencia engorde lo suficiente o me tiro por el balcón. Juan ya lo sabe.

De los estudios de física
Amanda volvió al ritmo habitual de engorde. Una alegría se difundió despacio por mi pecho como un caramelo que se derrite. En el corralito Amanda nos regala su sonrisa de cuatro dientes mientras nos muestra, sin dejar de mirarnos con sus cielitos redondos de crepúsculo, cómo va caminando, con un pie por vez, hasta dar la vuelta a la esquina. Nosotros la alentamos y ella sacude las piernitas. También le gusta que pongamos chiches a su alcance para tirarlos al suelo. Después de ver cómo caen, nos mira con cara de yo-no-fui, con la boca abierta en círculo, los cachetes colgando y las cejas levantadas, y genera un discurso que dice más o menos: aia, a, chiche, iá, aó. Juan le contesta en un idioma inventado que quiere ser japonés y ella grita en un agudo para romper cristales con la lengua afuera y un par de dedos en la boca. Está estudiando a la vez la ley de gravedad y la ley de la confianza en que sus padres le van a alcanzar el juguete para seguir tirándolo al piso, y es feliz siendo Sísifo o cualquier otro griego castigado por un dios a hacer siempre lo mismo. Lo es en un infierno que para ella es paraíso porque es la repetición eterna de la misma belleza del instante. Por eso a la noche, cuando hace lo mismo agarrada a la baranda de su cuna, en cuanto llega el sueño grita hasta quedar sin aliento y termina durmiendo en mis brazos como entregada a la fatalidad, después de haber dejado en claro su protesta contra el fin del día. Eso le demuestra que hay dioses más poderosos que sus padres, y uno de ellos es el dios del sueño.

Del descubrimiento del mar
Fuimos el fin de semana largo a un departamento prestado en Mardel ¿Cómo explicar el descubrimiento del mar? Para Amanda las ondas eran viejas conocidas, pero sólo por la alusión táctil de su sonido a chapoteo de útero y agua de bañadera. Pero las tres líneas de conchillas dibujadas sobre la arena, el olor a salado y a arena y ese peso de lo eterno sobre los músculos que te hace sentir hambre y sueño, los trazos arqueados de burbujas que se entierran en la arena, el movimiento perpetuo, lo infinito luminoso, todo eso le hizo dar un discurso de “aes” y “ues” que fue la muestra de un asombro. Asombro que era a la vez el reconocimiento de una íntima familiaridad. Después de todo, la emergencia de Amanda a partir del trasfondo oscuro es todavía reciente. Ella sabe invocar a los dioses de los elementos, porque ella todavía es elemento, la cultura vendrá después del cruce del río Leteo de los seis añitos.

De la posibilidad de que se caiga el universo
Mientras Juan se estupidizaba un minuto con la tele, oyó el ruido de un golpe. Gritó “¡se cayó, la nena se cayó!” Pero, ¿se pude caer un universo? ¿Hacia dónde caería si no hay nada fuera de él, si yo y Juan somos en él? Lloré y la abracé y ella también lloró y supe por eso que estaba bien. A Juan le pegué un coscorrón en la cabeza pero después lo perdoné. No dejamos que se durmiera por media hora. Ella trató varias veces de poner la tapa del biberón sobre la nariz de Juan, y después se durmió.

De la imposibilidad del análisis
Como la nena bajó otra vez de peso hay que hacerle un análisis de orina, por si tiene sistitis. La primera vez que le pusimos el recolector de orina se hizo caca y hubo que tirarlo. La segunda y la tercera vez quedó mal pegado en la zona perineal y se perdió la pis.

Del destino y los mundos posibles
Ahora sé lo que sentían los griegos cuando visitaban el oráculo de Delfos. En el hospital, un sacerdote vestido de blanco lleva las preguntas de los fieles a la pitonisa que se envuelve en los vapores volcánicos de las tinturas para los cultivos y lee al microscopio ese destino del cual a veces es posible escapar, pero que generalmente se cumple precisamente cuando hacés todo para safar de él. Es lo que les pasa a los enfermos terminales, esos que hacen que los médicos se rasquen la cabeza y miren para otra parte. Mientras espero el resultado del análisis la realidad se vuelve cuántica. Soy el gato de Schrödinger, alegretriste, con una nube de probabilidad que dibuja dos destinos alternativos. Me dan el resultado. La nube llueve llanto de alegría. Amanda está sana. En un mundo paralelo, una pobre mujer igual a mí en todo salvo en su destino se va a llorar a su casa la enfermedad de su hija, que se llama Amanda. Me da mucha pena.

Del pasaje de la comida primera a la comida segunda
Mi amiga, ya saben cuál, la única, me dice: ¿Todavía le dan papilla? Tiene que empezar a comer sólido.
Y yo pienso: Qué tonta soy, tengo demasiados conceptos en la cabeza para oir su pedido de comida de papáymamá en su mirada de deseo cuando nos ve comer pollo a la cacerola.
Así que ahora, pedacitos de pollo y de ravioles para que mastique con sus cuatro dientes en un almuerzo que se prolonga por más de una hora, pero es la felicidad de su boca, su grito y su sonrisa, su mano explorando la lengua y los ojitos redondos en alegría tranquila.

De la repetición y de la renovación
Amanda oscila entre la repetición de lo que le agrada, por ejemplo tirar los chiches desde el corralito para que yo se los levante, y la búsqueda de lo nuevo, que se manifiesta en su entusiasmo ante cada chiche nuevo, ante cada nueva payasada de su padre. Ahora Juan agita los cachetes como si tuviera frío, y Amanda le sonríe mientras se agarra de un pié, sentada en el cochecito.
Los dos piensan igual. Cada vez que Juan ve un papel o alguna otra cosa pequeña y peligrosa para Amanda y está a punto de retirarla sin que ella se de cuenta, ya está la nena estirando la mano para agarrarla.

De los arquetipos
Ahora entiendo por qué todo lo vemos a través de un vidrio ribeteado de cultura. El primer Sol que vio Amanda es el dibujo amarillo espiralado en las paredes de su biberón. Ahí también su primer Babau (perro), su primera Flor (quizás su Única), su primera Nube. Su primer Oso es de peluche, Oso es un nombre propio que se desdibuja con el tiempo, se dilata hasta abarcar otros osos, hasta llegar al plantígrado científico que termina por opacar a los otros, que convierte a Oso en una antigua vergüenza, en un error emocional. El Origen está hecho del relieve oscurecido que dejó la ausencia de un juguete.

De la voluntad de verdad
Amanda come ahora con los dedos, con la palma de las manos, con los ojos. Antes de digerir con el cuerpo digiere con la mirada. Primero come con los ojos y las manos, después con los dientes, y finalmente con el estómago. La voluntad de verdad ya se impone en ella sobre la voluntad de vivir. Juan la deja hacer. Yo le grito que no quiero que se ensucie, pero él dice que todo bebé tiene que analizar con los dedos y las uñas antes de incorporar algo exterior a su cuerpo. Él dice que gracias a ella se está reencontrando con su pasado, que Amanda es un espejo que atrasa cuarenta años.

Del alma
Amanda se estira en el cochecito para mirar los chiches que tira al suelo. Abre los ojos y su mirada es clara y despierta, alegre y atenta. En la cama, a la noche, se trepa a mi rodilla flexionada para ponerse de pié y cuando lo logra sonríe con orgullo. Está tan llena de alma que sólo le falta hablar.

De la primera forma de la plenitud
Amanda está en el corralito. Dice: ahíahíahíahí mientras agita una mano como pintando el aire. A la hora de la comida revuelve la papilla en el plato mientras Juan le da cucharadas plenas que come aumentando el placplac habitual de una masticación de pastas blandas en una boca abierta. Se nota que le gusta ese ruido, esa plenitud blanda en la boca. Pasa sus dedos sucios de la mano derecha sobre su brazo izquierdo hasta limpiarlos en él, mira sonriendo a Juan, agarra un poco de esa pasta tamizada sobre su piel y estira los dedos en dirección a la boca de Juan, para que él haga una degustación. Siempre quiere que Juan se ensucie como ella. Hay kilómetros entre ese puente material de comida blanda entre Juan y Amanda y las comunicaciones espirituales de vibraciones sonoras desencarnadas. Pero es un primer paso hacia la música.

De las primeras vacaciones de Amanda
Las vacaciones fueron un fracaso. Amanda mordía conchillas y lloraba y se retorcía cuando yo se las sacaba de la mano, gritaba “mamá” a cada rato, después nos enfermamos todos por algún alimento en mal estado. La nena tuvo diarrea. Juan estaba todo el tiempo oliéndole la cola a ver si se había hecho. Amanda no quería comer, el mar no le importaba, yo le grité a Juan que ya no podíamos tener una conversación en paz, que él sólo piensa en Amanda, que va a tener que pensar en qué lugar va a vivir cuando nos separemos… Ahora sólo queda de las vacaciones los restos de maderitas, plásticos y conchillas que tira el mar sobre la playa. Un día en Miramar, en ese parque dunícola de árboles apretados, con aroma a eucaliptus, con jorobas cubiertas de una vegetación que contrasta con el suelo de arena, con cactus gigantes que se derraman como lonas ajadas alrededor de un tallo erguido, barquitos encallados con sus retoños creciendo a sus pies protejidos del sol, y las paredes de piedra arenisca que bajan a playas pequeñas que se dejan lamer por un mar más bravo que no puede, sin embargo, trepar más allá de una línea definida en la que se queda hasta la ola más alta. También cerca de Sierra de los Padres un jardín grande de pasto bien cortado con una casa grande pero chata en el medio y sobre el pasto una multitud de pavos reales con los ojos azules o blancos de sus penachos erguidos y vibrando para hipnotizar a las hembras, mientras algunos pocos, ya atardeciendo, parecían plumeros vistosos que colgaban de las copas de algunos árboles. Y claro, paseos por la orilla del mar entre multitudes de microcentro porteño, alguna zambullida mientras Juan cobarde sostenía a la nena para no enfrentarse a las olas más grandes, y yo buscando las onditas en las que se preforman las olas que más cerca de la orilla pegan tan fuerte que te voltean, en ese mar que los banderines anuncian eternamente dudoso.

De las comparaciones que no son odiosas
Y estaban esas flores en el jardín de Villa Ocampo, en el barrio los Troncos. Si supiera sus nombres podría ponerlas sobre este papel, hacer un herbario siempre fresco, en el que conservarían sus tonos lila y rosa. No porque un nombre resuma los caracteres de una cosa, sino porque el que lo lee siente que el autor vio claramente la flor, que sabe de qué habla, que bastaría con ir al Jardín Botánico y preguntar por el nombre para que se le muestre esa flor y ahí estaría todo lo que puede ofrecerle una descripción. Y eso sin que deje de ser la contemplación sensible de un universal, de la especie y no del individuo. Algo le dice "es ésta, pero no la de acá, es como ésta, pero es más ésta que las palabras que podrían describirla".

De la cercanía del fin de este diario
Faltan sólo quince días para que Amanda, ahora más llenita, con sus ojos en medialuna por la curva de los cachetes que los tapan un poco desde donde la veo, acostada sobre la mesa mientras Juan la cambia, con su curva de pancita que volvió a crecerle, sus manos que ondulan y se curvan de manera tan femenina, y buscan llenarse de juguetes y bolsas y papeles, con su atención más despìerta y los consiguientes berrinches... faltan quince días para que ese atado de flores rosa, para que esa superpoblación de gestos y sonido guturales que no llueven todavía en palabras, faltan quince días para que cumpla un año. Y este diario, que es su diario, la voz de la que tiene voz pero no palabra, la voz de Amanda, se termine. Quizás siga, pero el cuaderno en el que escribo se quedó sin páginas. Este trozo y los que vendrán los agrego con cinta adhesiva porque son la cola que prolonga lo que no quiere terminar.

Del gesto de la victoria (que no es la V)
Amanda tiene su gesto de victoria. Levanta un brazo, con el cuerpo erguido, y aprieta algún objeto cerrando la mano con todas sus fuerzas. Ahora ya no le alcanza con sus juguetes. Quiere palpar la forma de todos los objetos de la casa. Cuando Juan le dice de alguno “no chiche” se pone a lloriquear, y Juan se desespera por encontrarle un sustituto. Pero cada vez es más difícil distraerla de sus objetivos de conquista.

Del año que vivimos en peligro
No hice un balance de las cosas importantes del siglo que pasó. ¿Qué le podría interesar de aquello a Amanda, es decir, a la posteridad? Se descubrió que hubo una época en que la Patagonia era fértil, había dinosaurios como mezclas de elefantes y reptiles que tenían miles de kilos y comían hojas, otros como lagartos trasvestidos de aves, con la piel llena de plumas y cabeza de cocodrilo. Millones de años después un ave corredora de alas atrofiadas y pico de loro que medía tres metros de altura se alimentaba de caballos del tamaño de un pony. Siguen las guerras en todas partes, la miseria y el hambre. Posiblemente la Atlántida haya estado en Bolivia. La torre de la historia se desplazó hacia Egipto y quedó el hueco. Claro que eso ya lo sabía Francis Bacon. El siglo veinte no hizo más que realizar lo que se habían imaginado para el futuro los hombres del renacimiento. Leí un librito en el que Bacon habla de frutas artificiales con poder medicinal y acumuladores para la energía del sol, academias de ciencia e institutos de meteorología. Ahora sabemos que hubo agua en Marte, que quizás el planeta estuvo lleno de vida, que era azul y no rojo.

Del aprendizaje del no
Amanda dice papá, titititi, baba, mamá. Lo dice más agudo cuanto más feliz está. Ahora que pasó el calor que licuaba la piel y resecaba los pastos del jardín pudo dormir bien y se siente expansiva, da vueltas por el borde del corralito, sacude las piernas, se trepa a los juguetes aplastándolos con los pies y obligándolos a chillar. Su mundo es un chiche de chiches, y Juan tiene que andar limitándola para que sepa que “esto no chiche”, que hay cosas que no son para ella. Es necesario que aprenda que el “no” no es sólo el rechazo de la comida cuando ella no tiene hambre, que también es el rechazo del mundo a su afán de posesión. Ahora sabe que hay dos esferas dentro de la realidad. Una más pequeña, donde está el chiche. Otra ilimitada, abierta, que rodea a la primera, que es el dominio del no chiche, que falta en aquellos que hacen brevajes para la vida eterna y curas milagrosas para el mal de amores.

De la morfología aplicada
Hay una amplia morfología en las caconas de Amanda que ahora conozco a la perfección. Está la caca blanda de color verde, la dura en piedritas de color negro, la semidura en oblea veteada de marrón claro y venitas verdes. También está la oscura y licuada que indica el inicio de una diarrea, y la amarilla y lechosa que acentúa la convicción de que estamos en problemas. Ésta es la que nos obligó a volver de las vacaciones antes de lo esperado.

Del aplauso y su sentido
Amanda aplaude. Aprendió de mi mamá, que le canta “tortita de manteca”. Cuando aplaude parece querer atrapar el aire, aplastar mosquitos, enderezar hojas, rezar con intermitencia. Pero no es un par de manos que piden, sólo agradecen su alegría del día, y eso que ayer fuimos al Centro y se largó a llover y nos empapamos y se me rompió la tira de uno de los zuecos y se me corrió el lente de contacto y las escaleras mecánicas del subte no funcionaban y hubo que cargar con el cochecito. Amanda estaba dormida. No se enteró de nada. Pero a la noche le dolía la pancita y nos tuvo despiertos con sus gritos y sollozos hasta la una de la mañana. Al final se durmió jugando con el reloj despertador en brazos de Juan, con Juan de pié, porque ella no quería que la sentara sobre la cama. Pero hoy sonríe y aplaude porque el dolor ya pasó y ella vive feliz porque no pide nada.

De la vocación inicial
Estamos en la cama. Amanda dibuja con tres dedos mi nariz, mis cejas, mi oreja. Con su dedollave se mete en uno de mis orificios nasales, explora el interior de mi oído, intenta palpar lo cavernoso y oscuro, me abre los labios, recorre mis dientes, intenta separarlos para llegar hasta mi garganta. No sé si anticipa así una inclinación a la Medicina o a la Espeleología. Le encantan las mucosas, las cavernas húmedas, lo que le recuerda a la acuosa consistencia del origen sin luz. Después se sonríe mientras me rasguña la cara, mientras clava sus uñitas en mi nariz tratando de arrancármela. Con su inocencia no distingue en mí el signo del dolor, aunque sí el placer de mi sonrisa, porque cuando sonríe y me imita siente el mismo placer, y su mente y su cuerpo no están separados. En cambio, cuando el dolor “es”, ella “no es”, ella es sólo un cuerpo adolorido. Sólo hay conciencia en el placer, en el juego. Ella tiene ahora la ventaja de que puede tocar la cabezota de sus dioses creadores sin que pierdan el misterio. Como las estatuas griegas que podían ser vistas y adoradas, que no necesitaban estar en sombras para despertar el respeto. Belleza es una diosa de claridad y de luz pero uno sabe que está sólo de visita en los intersticios de la rutina, que es una visita de algo que no podemos entender, que aceptamos como siendo parte de este mundo pero no de nosotros, como la capacidad que tienen algunos para hacer cuentas largas sin usar una calculadora.

De las hojas que caen verdes
Ahora que estamos en medio del verano algunas calles tienen un colchón de pétalos pequeños y verdes desprendidos de los tilos. Hacen que todo se vea como a través de un agua coloreada o un cristal traslúcido, refrescando la luz que cae sin piedad en los intervalos entre lluvia y lluvia.


De lo que mueve
Amanda señala con un dedo, con su dedollave de la mano izquierda, y trata de rozar con los ojos un objeto sobre la mesada de la cocina. Juan le dice “no es chiche”, y ella hace un amague de llanto. Después se agacha, roza con los dedos de una mano el colchón del corralito, salta sobre una parte algo floja mientras sonríe con los cachetes inflados de un blanco refulgente, apoya la cabeza en el suelo y se convierte en un trípode mientras sus manos atrapan y sueltan juguetes. Cuando Juan no le presta atención dice “af-af-af” con expresión de pena en la cara. A la noche se pone de rodillas sobre la cama, se trepa al cuerpo de Juan agarrándose de su remera y señala los objetos en la mesita de luz para que Juan se los alcance uno a uno. Ya no espera a que el viento tire la fruta del árbol. De golpe la mueve una flecha que la arroja con violencia feliz sobre el tronco, que la arrastra hacia la copa del árbol, y esa flecha irradia brillos, no la lastima, se le presenta como su propio impulso. Vista desde afuera, la flecha es una macromolécula que choca con sus células y las pone en movimiento. Vista desde adentro, la flecha es un cosquilleo de deseo, el placer antes del placer, que es placer cuando toca su objeto, y después se desvanece, es borrado por un nuevo deseo. “Shisha”, dice Amanda, “shisha”, y se abalanza sobre el mundo, ese chiche de chiches. Pero Juan le dice “no es chiche”, y Amanda se pone triste.
En el mundo de Amanda hay tres clases de cosas, aparte de los dioses padres y de la papa: no chiches, chiches y chichis. Los chichis viven una existencia intermedia, son no-chiches que el dios Juan cede ante el pedido de Amanda porque no son peligrosos para ella. Generalmente se trata de tuppers, vasitos plásticos, tomates y ajíes arrancados de la huerta. A diferencia de los otros, que ya son asignados por el destino a ser o no ser accesibles para Amanda, los chichis existen para que el mundo no sea rígido e inflexible, para que haya una franja variable que disminuya la sensación de ahogo que produce en Amanda la imposibilidad de acceder a una parte importante del universo.

Del despertar
Me asomo con los pies descalzos a la habitación de Amanda. Son las nueve de la mañana. Las persianas están bajas. En la cama me reciben sus ojos, que se abren y se cierran como las luces intermitentes de los barcos. El cuerpito desnudo se despereza y obliga a los brazos a estirarse. Amanda señala con un dedo al muñeco con forma de pollito que está sobre la cajonera de la cama funcional, y que es casi tan grande como ella. Le digo “¿upi?” y ella estira los brazos hacia mí. Se pone erguida, mientras mi brazo rodea su cintura y palpo su pancita con orgullo. Tiene los ojos bien abiertos. Con una mano se agarra de mi remera, con la otra se aferra al muñeco, y se sonríe porque el muñeco amarillo le hace cosquillas en todo el cuerpo. Amo esa luz alegre, ese cuerpito tibio. Pero a veces necesito alejarme de ella. Necesito dejarla en casa de mi mamá para ir con Juan al cine o a mirar vidrieras o a comprar libros viejos. Porque su belleza me cubre con un ala que me ahoga, es como una mamá pájaro que se pone sobre sus pollitos para darles calor con tanta vehemencia que los aplasta y los ahoga. Cuando estoy junto a ella no me deja leer. Quiere mi libro, y yo se lo doy, y ella lo estruja y lo tira al suelo, o intenta llevárselo a la boca. Yo como un trozo de mazapán y ella me lo pide y se lo doy. Se come un pedacito y el resto lo tira al suelo. Escucho música pero ella tiene sueño. Apago la radio y ella se duerme debajo del ventilador de techo. Pero se despierta llorando y me obliga a sacarla del corralito, a tenerla en alto mientras recorre con sus manos los lomos de los libros de la biblioteca. Todo eso me quita la savia, me pone débil y triste, y la dejo con Juan y me voy a hacer amigas en un curso de cocina para microondas. O la dejo con mi mamá y voy con Juan a tomar un café como en los tiempos de noviazgo, aunque Juan ya no me mira fijo como antes, se distrae con las caras de las otras mujeres que están a kilómetros, tras los ríos violentos que separan las mesas. Pero estando afuera extraño a mi nena, y vuelvo a ella, y la abrazo tan fuerte que hace puchero. Somos elásticos, no se siente la tensión si la cuerda no se estira. Si no se mueve está ahí, pero no la sentimos. Y lo que no sentimos no existe más que como la posiblidad de sentirlo.

Del ahora
¿Qué puedo decir de “ahora”? La nena duerme. Juan duerme. Son las nueve de la mañana. Se escucha un ruido de fondo de la computadora en la que escribo. Por encima de él, un ritmo de tambores africanos lejanos, lo que llega a mí de una música híbrida que combina ritmo de cumbia con sonidos oscilantes de sintetizador y una letra que habla de sexo, de drogas y de muerte. Pero me llega de ella lo auténtico, los tambores africanos. Siempre hay algún foco de música de ese tipo, las veinticuatro horas del día alguien escucha esa música, se desparrama como la luz de fogatas sucesivas, como una molesta llama que a veces no me deja conciliar el sueño. Una llama marrón y violeta, una llama que hace pensar en hongos, babosas y caracoles que procesan las hojas y hacen humus, igual que los cartoneros que revuelven la basura. Por encima de ese ritmo que tarde o temprano pasará a ser natural, inaudible, como el de las hojas al viento, están los automóviles que pasan, y que forman también una segunda naturaleza, el colchón en el que se recuestan los eventos.del “ahora”. También hay una huella de un olor desvanecido a cine. No podría comparar ese olor con nada. Penetró la película que vimos con Juan ayer y ya es carne del recuerdo, la materia de ciertas emociones fuertes que surgieron del cansancio de trepar escaleras resbalosas de piedra negra, de tajear las patas arbóreas de inmensos elefantes cargados de ciudadelas fortificadas, de cabalgar sobre caballos veloces que derribaban enemigos con el solo impulso de sus músculos, impenetrables para las lanzas. Y después las lágrimas de emoción por el reencuentro con los amigos, por el fin de la empresa, y ese hueco feliz, pero hueco al fin, que te hace pensar que es imposible, después de tanta aventura, retornar a la vida cotidiana. Pero falta sólo una semana para que Amanda cumpla un año de vida. Ahora ya sabemos que lloraba a la noche porque quería caminar por el piso de la habitación, sentarse a tocar la madera, apoyar en el suelo los juguetes y acercarlos y alejarlos y revolearlos y ser feliz en el movimiento, en la vivencia de su propia aventura, de la que no podría retornar si no fuera por el sueño que la envuelve para alegría de sus padres cansados de jugar. Sólo una semana y hay que comprar las tapas de empanadas y los chorizos y tantas otras cosas que volverán la tarde del domingo quince de febrero un “ahora” más memorable que éste en el que escribo.

Del cansancio de sí y la búsqueda de aventura
Ahora Amanda parece haber abandonado la búsqueda de la autoconciencia. Su interior la aburre, le parece pobre. Por eso dirige su mirada hacia los objetos que la rodean. Es que uno carece de contenido hasta tanto se haya puesto a prueba con el mundo que lo rodea. Amanda estira las manos, mueve las piernas, quiere tocarlo todo, morderlo todo, absorver dentro de ella al universo para que en su interior haya un universo, para que todas las cosas se asienten en ella durante la primera infancia y engendren un primer lenguaje, una primera opinión, todavía juguetona e ingenua, acerca de las cosas. Recién inicia el vaivén entre ella, los otros y el mundo, tejiendo su espiral, su cuerpo largo, su cola de cometa, su identidad hecha de multiplicidades.

De la moda
Me acuerdo cuando las chicas usaban faldas largas de tela de vaquero que prometían debajo perfume de flores viscosas, de flores en celo. Después vinieron los pantalones negros, las microminis. Ahora se muestra el ombligo, se escapa el borde rojo de alguna bombacha. Los hombres ya no usan pelo largo ni pelo corto ondulado de ejecutivo. Usan los pelos cortados y levantados como cerdas de cepillos y se lo tiñen de azul o amarillo patito.

De la belleza de Amanda
En el segundo nivel del shopping, contra la baranda que da a las escaleras de la entrada, frente a una multitud de fantasía, un chico dawn canta usando un micrófono falso mientras escucha en un discman un disco de karaoque. Amanda camina ligerito sobre el piso pulido. Lleva un mordillo en cada mano. Por momentos la sostengo con las dos manos, otras veces con una. Ella guía mis pasos. Sonríe. A veces se detiene, se poya en mí y mira para arriba, hacia mis ojos. Camina como un monito ágil. Camina tanto que no doy abasto y Juan tiene que reemplazarme. Por momentos se sienta en el suelo, cambia los mordillos de mano, y después hace fuerza con los brazos para que la levante y poder seguir con su exploración interminable. Amanda camina ligero. Después se detiene de golpe. Todos pasan a los costados pero no le importa. Como el chico dawn de allá arriba, no le importa el público, no compite con nadie. Dos de cada cinco personas se detiene a mirarla, le sonríen, se dicen unos a otros “qué linda es”. Belleza, a quien siempre rendí culto, me hizo un regalo. Es para festejar y para temer. Es algo inefable, un despertador de sonrisas, una cosita frágil que activa algo bueno en ciertas personas, pero también puede en el futuro traerle envidias y celos, deseos incontenibles y quizás violentos. “La suerte de la fea, la linda la desea”. Habrá que protegerla sin ahogarla, el justo medio en este mundo que es una balanza desequilibrada, repleta de trampas y de pesos falsos.

Del origen del juego
Amanda inventó un juego. Hace que Juan la lleve a caminar, agarrada de las dos manos, Juan detrás, ella mirando el suelo. Se detiene cada tanto para levantar la cabeza y sonreirle a Juan. Lleva un juguete en una mano. Hace saltar esquirlas de luz con sus ojos tan azules y su sonrisa tan roja. Después de dar una vuelta por el comedor vuelve al punto de partida, deja el chiche, escoge otro de los que previamente dejó sobre una silla, y vuelve a pasear con el juguete en la mano. Siempre elige sus juguetes favoritos: el mordillo transparente, o el que tiene colgantes con perfiles de frutas, o el elefante Dante, al que le gusta morderle la cola, o el mordillo con triángulos de colores, o la canastita de goma, o la osita mamá. Por momentos lleva dos juntos de paseo, y en medio del camino se sienta en el suelo, los tira lejos, estira los dedos para alcanzarlos, si no llega lloriquea y mira a Juan esperando, después estira los brazos para que Juan la ayude a levantarse, todo sin ninguna piedad por el dolor de espaldas de su padre.

De la búsqueda del fundamento
Hay una silla que le encanta. Tiene un tapizado de cuerina ajado, con algunas grietas que confluyen en un agujero, igual que un volcán, y el magma es su corazón de goma espuma, al que Amanda trata de sacar usando su dedotijera. Amanda busca siempre lo oculto, el fundamento. Abre las cajas, rompe los envoltorios de los regalos. Pronto va a despanzurrar a los juguetes. No es un retorno. Qué error el de Juan. No busca volver al útero materno. Al contrario, quisiera dar vuelta todos los guantes, para que la luz los ilumine por adentro y ya no guarden secretos. Pero cómo se aburre Amanda cuando ya no hay secretos.

De la necesidad de hacerla feliz
Mi única preocupación es que Amanda tenga una infancia feliz. Sólo la infancia feliz. Con eso es suficiente. Eso crea un fondo pulido y luminoso al que es posible volver siempre cuando la vida se vuelve sinuosa y embarrada.

Del Dios de amanda, que es un payasito
Amanda tiene ya su chiche favorito. Es un chiche difícil de describir. Es un amasijo de colores y pompones. Es un payaso sonriente, con los ojos bolitas negras, las piernas asimétricas, un poco de pelo rojo en la nuca, un bonete que arranca directamente de su cabeza casi calva. Tiene la mitad del traje azul y la otra mitad amarilla, con lunares blancos. Amanda siempre lo lleva de la borla roja que corona su bonete. Casi nunca se anima a caminar sin llevarlo en una mano. Ese payaso es para ella una especie de ídolo, pero en el sentido verdadero del término. Es un pequeño dios que condensa las bellezas de su mundo. Unas bellezas que para nosotros los adultos son de un gusto dudoso. Cintas, pompones, colores chillones, todo lo que Amanda busca está contenido en ese payasito que no vale más de cinco pesos. Es un compendio de su universo. Amanda lo lleva como un arquetipo. El payaso es Dionisos. Es el dios de los chicos. Es un pequeño desorden luminoso. No es una mancha borrosa. Es un montoncito de cristales rotos, una frase de Proust, un conglomerado de caracolitos, un torbellino de retazos de papel glacé dando vueltas alrededor de un desagüe después de la lluvia.

De la belleza de lo gratuito
¿Hay algo más cómico, ridículo, gratuito y bello que inflar un globo de cumpleaños? Hinchar los carrillos, soplar sin resultados, llegar a la mitad y sentir los ruidos locos del desinflado, perseguir al globo mientras se te escapa moviéndose en zigzag. La vida podría verse así, y todas las frustraciones te harían reir. Esos ruidos tan alejados de las melodías, tan parecidos a los sonidos más elementales del cuerpo, esos que Amanda aprende a producir frunciendo los labios y soplando. Igual que los gestos que los cómicos imitan de los chicos, pasarse una mano por la cara, hacer puchero, golpear las superficies planas con la palma de la mano. Todo eso nos hace reír porque nos recuerda que hicimos esas cosas. Nos reímos con vergüenza al oir esos ruidos de globo desinflado, con la vergüenza de haberlos hecho, de haber sido chicos. Con la vergüenza de habernos metido los dedos en la nariz, de habernos hecho caca, con la vergüenza de todo eso que la maduración y las normas sociales nos obligaron a excluir de nuestro cuerpo y de nuestra conciencia. Pero inflamos un globo y todo el pasado retorna a un cuerpo que se afloja y vibra alocado sacudido por una risa orgánica que no tiene nada que ver con el humor, una risa incontenible como el llanto, una risa que rompe los pactos que hicieron nuestros miembros para formar un individuo, que nos devuelve al temblor de la niñez. Y una vez recuperada la compostura nos hace sentir la olla de agua que descansa despues de que el hervor le hizo arrojar la tapa por los aires.

Del primer cumpleaños
Son las siete de la mañana. No puedo seguir durmiendo. Estoy muy excitada. Ayer fue la fiesta y yo me prometí terminar este diario cuando Amanda cumpliera un año. Amanda no sabe que la tierra dio una vuelta completa alrededor del sol desde su nacimiento. Para ella no hubo un ciclo. Hubo caras nuevas y chiches nuevos. Caminó agarrada del payaso, comió chicitos, uno en cada mano, lució un vestidito con fruncidos y bordados, estuvo sentada con otros chicos, le tomaron fotos, bailó a su manera, es decir, sacudió las piernitas al compás de la música y sacudió las manos al compás de los saltos del papá que la tenía en brazos. Aun los amigos más sombríos de Juan no pudieron evitar sonreirle.
La naturaleza dio una vuelta más, como esas que le da Amanda a su chupete cuando tiene sueño.

De la morfología sentimental
Amanda pone su mejilla en contacto con la falsa mejilla de un peluche enorme de cien patas y antenas y anillos de colores que le compramos para su cumpleaños. Es su aprendizaje de las caricias, de la suavidad, de la civilidad y la cultura. Un chico que no tuviera peluches nunca sería capaz de convertir sus arañazos y sus golpes en caricias y besos. A veces me chupa la nariz o me muerde la barbilla, pero no me acaricia ni roza su mejilla con la mía. Sólo un peluche es lo suficientemente blando para amortiguar toda su agresividad.
En esta noche Amanda camina de la mano de su papá. Recorre las habitaciones con las piernitas arquedas, a una velocidad enorme, agitando una mano. Juan le da un suncho que usamos para guardar los billetes cuando vamos de compras, y ella lo arrastra y lo sacude como una carterita mientras sonríe con coquetería. Fuimos una semana más a Mar del Plata. Todo el tiempo llovía y hacía frío y Amanda tuvo que dormir vestida y con saco de lana. El mar hacía olas muy altas de dudosa transparencia que mostraban caminos de espuma y caían haciendo estragos en la playa mansa. Pero Amanda comía todo el tiempo, sobre todo pedazos de pepino y pollo, que son sus alimentos favoritos. Pronto va a abandonar las papillas, va a caminar sola y va a empezar a hablar. Cuando volvíamos en el micro el día estaba hermoso. Había brillos en el agua calma, azul, y las olas eran pequeñas. La gente se bañaba, indiferente a la diferencia entre esas olas pequeñas y las olas bravas de los otros días. Sólo ciertos sentimientos relacionados con la maternidad son capaces de alumbrar los contornos, la morfología verdadera de esas olas, sus diferencias ante la presencia o la ausencia del sol, esa taxonomía sin disección ni ejemplares típicos. Amanda tiene un año, pero aún así no puedo definirla, sólo puedo seguirla, recorrerla con la mirada en sus vaivenes de ola que se tambalea, se cae y vuelve a levantarse. Amanda tiene la misma identidad que el mar, y la única ciencia que puede estudiarla es sentimental. La única ciencia para Amanda es la única ciencia que puede haber acerca del clima y acerca del mar. Una Morfología Sentimental de las Olas de la Vida.

De lo importante
Releo este diario y me doy cuenta de cuánto cambié en estos tres años. Debería pensar con melancolía en el carácter efímero de los placeres. Debería dejar correr una lágrima por cada experiencia que no pude detener, por cada trascendencia que quedó perdida en su instante y que ahora es sólo recuerdo. Pronto ya no va a haber corralito en la cocina, y el hueco va a llamar mi atención convocando a mi imaginación a poner en su lugar un vapor de colores pero sin solidez, conciente de su propia impostura. Pero no lloro. Recuerdo hacia delante, y suspiro. Amanda será grande. Amanda será novia y madre. Eso es lo importante.

La alegría terrestre es riqueza y gravedad-Gastón Bachelard

De mí, como bebé
Los primeros días con Amanda, cuando podía dormirme sentía el fluir de los líquidos en el interior de mi cuerpo, cruzaba los pies como un bebé, me pasaba la manito por la cara. Al escuchar un grito, un llanto, me parecían de bebé. Comprendí que somos bebés, bebés que ríen y lloran y hacen provechito, y lo demás es la ropa.

De los recuerdos del recién nacido
Amanda es un motor inmóvil, que nos mueve sin moverse. Viene de la perfección, del estado de no-ma-falta-nada-para-ser, viene de la eternidad sin día ni noche ni hora de comer, del agua oscura primordial llena de nutrientes, del caldo de cultivo de su ser. Ahora tiene una realidad de leche tibia, y tiene una vida sentimental más activa cuando duerme, porque sonríe recordando calor de líquido amniótico y los golpeteos de latido de placenta, y frunce el seño cuando sueña que la persigue una teta enorme y sin leche a la que ella derrota armada con su chupete llegando a las fuentes de oro blanco de la leche espumosa de los biberones.



De la luz como materia del mundo, y de lo difícil que es de sostener
San Pablo, Grosseteste, los impresionistas, Proust, Einstein y Amanda tienen todos algo en común: la fascinación por la luz. Cuando ve una lámpara, o el recortarse en la penumbra de la luz de la ventana, detiene su llanto, se olvida del hambre, ahí está lo que en su vida uterina faltaba, eso que daba sentido a sus ojos. ¿Cómo pudo saber ahí adentro que llegaría el momento en que el tacto diera paso a la vista, en que la imagen, y más aún el ser y el fundamento de todas las imágenes, la esperaba al final del canal de parto? Hay una vida antes de la luz, que no es caos, es borbotones de sangre, es líquido tibio, es latidos, es ausencia de límites, un desorden tibio y burbujeante donde la enfermedad y las ampollas y el zarpullido no existen. Y cuando se hace la luz se hace la maravilla de otro mundo, pero también el dolor y el trabajo. Y vaya si da trabajo esta nena que se hace caca y pis a cada rato, pero una caca y un pis de leche, de blanca sustancia original, todavía sin la asociación con las bacterias simbióticas que nos dan acceso a los alimentos de la rapiña. Todavía Amanda se alimenta de la sustancia de su propia especie, no tiene que luchar contra la resistencia de la fibra vegetal y animal. Ahora el trabajo es de Juan y es mío, es un trabajo tedioso, agobiante, levantarse tres veces o más en la noche, obligarla a comer lo que ella quiere comer pero no sabe, lo que a veces se olvida, y duerme y sueña que come. Amanda se trastabilla en su propio deseo, quiere ya una leche que si se le da sin barreras la atraganta y la ahoga. Cuánto trabajo educar a esta nena, educar su deseo, sacarla de la vacilación de su entrada a un mundo nuevo sin hábitos y sin justo medio. Tiene que aprender de ensayos y errores, palpar sus límites, chocarse con la negatividad de lo que se resiste porque es otra cosa. No es el interior de mamá donde ese diosecito inmóvil convocaba en torno a él todo lo que necesitaba con mensajeros alados que tienen el feo nombre de hormonas.
A veces me rasguña la teta por su tensión de impaciencia. Entonces me enojo con ella, ¿y cómo no enojarme, si le doy todo y ella me castiga? Pero después le miro los ojos azules y ellos me dicen “te quiero”, me dicen “ya sé”, o “ya voy a saber, pero ahora me manda el instinto, soy un animalito, mamá, algún día seré persona pero eso lleva el trabajo del tiempo, que es el sentido del tiempo, el tiempo es trabajo. Vamos a colaborar juntas, pero vamos a chocar, porque quiero que estés a mi servicio, mamá, te quiero dominar, pero no me lo permitas, porque si te domino voy a ser tu sombra, no voy a desprenderme, no voy a ser yo la que trabaje, me voy a quedar en la insatisfacción de un hambre que se perpetúa porque sólo puede destruir lo que la satisface para destruirse ella misma y después volver a generarse en una monotonía improductiva”.
A veces me quiero ir con mi mamá, Amanda, aunque me llevo mal con ella, ir con mi mamá porque no quiero ser mamá, estaba muy bien eso de ser hija, lo hubiera querido ser para siempre. Pero no hay siempre para el hombre. Si no tenés hijos no te queda ni la pobre eternidad de la herencia, ni la imitación de la eternidad que es la ley en el tiempo.

De la depresión postparto
Juan me ayuda mucho. Dice que tengo depresión posparto, y su conocimiento de la psicología lo hace tolerante con mis caprichos de querer volver a ser la misma, querer que esta experiencia tan hermosa no haya ocurrido, porque me lastima, porque hiere mi Narciso, porque Amanda es más linda que yo y yo estoy hecha una bruja que se irrita y no tiene tiempo para maquillarse ni para depilarse. Pero cuando Amanda me mira con la boca abierta, cuando se sonríe en sueños, cuando queda extenuada de tanto tomar leche, cuando grita “e-la e-la”, cuando le huelo la piel con su constante olor a leche, cuando la veo distenderse sobre su piel mojada por el agua jabonosa durante los bañitos de cinco minutos recordando la tibieza del líquido amniótico, se me pasa el berrinche.

De la humanidad de un recién nacido
La humanidad de Amanda está en sus ojos. Cuando duerme es una ranita contraída de cuarenta centímetros, con una cabezota exagerada. Cuando duerme es un corazón que late y una pancita que respira. Pero cuando abre los ojos aumenta de tamaño, se abre paso en el aire, obliga a las cosas a retroceder, paraliza los muebles y achica las paredes, y hace un combate de igual a igual con la luz que entra por la ventana. Con los ojos enfrenta el fundamento de las cosas, el origen del color y la forma, y lo hace sin temor, como si estuviera destinada desde la sombra uteral a dominar los fenómenos de la luz. Cuando me mira a los ojos me dice “te conozco”, sabe mis debilidades y mis dudas pero me acepta con el cariño incondicional de un enamorado, con el equilibrio que ve las cosas pasajeras con los ojos de la eternidad.

De la vida dura de un recién nacido
Hoy Amanda sufrió simultáneamente dos catástrofes: le agarraron gases y se le salió el chupete con el cual suele superar sus ansiedades en momentos límite. Ella chupa el chupete como si fumara un cigarrillo en espera de que pase la noche triste y un nuevo amanecer la haga creer de nuevo en la vida extrauterina. Es tan dura la vida, hay un constante fluir doloroso en el cuerpo que es compensado apenas por esa plenitud de leche recién bebida porque ésta suele opacarse cuando el exceso se sale por la boca y los cólicos impiden conciliar el sueño. Eso hace que Amanda sea una filósofa que en los momentos sin placer ni dolor medita sobre la eternidad o se distrae de su cuerpo en los meandros espirales del ventilador de techo o en los reverberos del calor de la estufa de tiro balanceado. ¿Qué sería de ella si una inmensa mancha roja no la obligara a distrerse de su vida corporal?

Del origen del temor
Amanda nació flaca y larga, con el seño fruncido, con un dejo de pena. Ahora tiene unos cachetitos redondos, una papadita de luz rosada, y sus ojos a veces son asombro y otras veces son satisfacción. Cuando le doy un beso de nariz después de que toma la leche y me invade su aroma blanco y dulce me parece que recuerdo haber sido una bebé que cruzaba las piernas y estiraba los brazos para desperezarse. Pensar que no le tiene miedo a la oscuridad, ni le molestan los ruidos para dormir, ni se siente a veces separada de su cuerpo, ni se angustia, ni desea estar en un mundo más justo. ¿De dónde salieron nuestras insatisfacciones, nuestros miedos y locuras?

De la expresión de un bebé recién nacido
¿Qué es la oscuridad antes de la luz? ¿Qué es la luz antes de la luz para el ojo que la busca en la oscuridad? Amanda no vivía en la oscuridad en el útero, porque la oscuridad sólo lo es en contraste con la luz. Vivía en la tibieza, en el latir del corazón, en el fluir de la sangre. Sus ojos eran parte del trasfondo de lo posible, en el vacío lleno de lo por venir.
La bebé se sacude como una bailarina flamenca, y en el punto máximo de tensión, con los puñitos cerrados, se relaja de golpe y deja salir entre sus labios algo que parece una revelación pero es solo un provechito. Cuando hace pucherito le pongo el chupete en la boca. Cuando le tiembla la barbilla chupa, después se detiene, le vuelve a temblar la barbilla y vuelve a chupar. Así pasa media hora hasta que se duerme o le vuelve el hambre. Sólo cuando está satisfecha y todavía despierta puede darse el lujo de contemplar un rato el mundo, de desarrollar una pequeña voluntad de verdad, apenas emergente entre las ondulaciones de su voluntad de vivir.

De las mariposas, otra vez
Nuestro jardín se convirtió en un criadero de mariposas. Las veo revolotear mientras Amanda duerme, los vecinos hacen un ruido machacante por su obra en construcción y por la radio dicen que pronto va a haber guerra en Medio Oriente. Las mariposas no tienen oídos, no saben de obras de construcción o de destrucción. Amanda tampoco. Amanda duerme porque para ella cualquier ruido es todos los ruidos, porque para ella no hay causas y efectos, porque vive en esa ingenuidad primordial del todo uno que los filósofos y los poetas buscan donde no está.

Del sentido de lo que no es bello
No todo es bello en el oficio de la maternidad, pero parece tener un sentido más allá de la belleza, o más bien parece tener una belleza que trasciende la belleza, que se anula como tal y se hace sentido.
Fue difícil volver a hacer el amor. Yo pensaba: estando Amanda presente no voy a poder recuperar el sano egoísmo de mi placer. Pero Juan, que sabe que lo mejor es en este caso no pensar, se desnudó e hizo emerger en mí un deseo algo ajado que se impuso a pesar del dolor de la reciente episiotomía y del desplazamiento del huesito dulce.

Del cielo y del infierno
Amanda intenta gatear cuando la pongo dada vuelta en la cuna, pero la cabeza le pesa, como si su vida estuviera en el cuerpo y asomara a los ojos, como si su cabeza fuera su caparazón, su casita ambulante de caracol. Cuando grita y no llego a tiempo para ponerle el chupete, se pone colorada, abre la boca moviendo la lengua y su barbilla vibra y ella patalea. Es como si todo su cuerpo se conviertiera en una garganta abierta. Los éxtasis lácteos son claros y turgentes. Su cara se vuelve sonrisa y cielo despejado. Oscila así entre un diablito y un ángel, y sus dos estados extremos son cielo e infierno. Pero cuando tiene hipo el dolor no se apodera de su ser. Su cuerpo se agita, tanto que hace mover todo el moisés, pero su cara a veces expresa molestia, otras indiferencia, como si el placer de la leche estuviera asomando su punta tirándole una cuerda en medio de los vaivenes de un pecho que es tironeado por una fuerza profunda y desconocida. En esos momentos se niega a ser cuerpo, y asoma la negatividad del espíritu en su paz budista de boquita abierta, sus cachetes lunares y sus ojitos de disco solar.

De cómo un bebé se vuelve un soldado
Juan está indignado por la guerra. Yo miro a Amanda y me pregunto si va a haber guerras cuando ella sea grande. Pienso que sí. Siempre las hubo. Las hacen los hijos de los matrimonios rotos. Los yankees tienen lanzamisiles y morteros, pero yo tengo mi cañoncito de crema pastelera, mi paquetito de ricota. Ella también tiene sus violencias, pero no alcanzan más allá de los límites de su moisés. Todo lo que sale de ella está hecho de leche. No es contaminante. Alegra el paisaje. Es una hermosa decoración para la casa, con su cara cachetona y rozagante. Es una estatuilla de mármol blando animada por espíritus adormecidos, malos cuando patalea, buenos cuando sonríe. Pero esos espíritus son tan pequeños que si son malos no hacen daño, y si son buenos irradian sin necesidad de panfletos, sin necesidad de arengas sobre causas nobles.

Del bebé como un huésped extranjero
Amanda es un refugio de fantasmas, de recuerdos del futuro. Nosotros no hacemos otra cosa que esperar la llegada de su voz, la constitución espontánea de su libertad. Tratamos de orientarla, pero lo que más nos caracteriza en este momento es la espera. La ropa, la leche, los biberones, todo eso no es más que una ofrenda que ponemos a su disposición para que Amanda se haga con ella su propio ser.

De los inicios del lenguaje
Cuando Amanda se asusta pone las manos crispadas como dos estrellas de mar. Ahora que puede mover la cabeza me sigue con la mirada y el mundo se le volvió una semiesfera de puntos de fuerza alrededor de los cuales su mirada pivota saltando de uno a otro como un mono que va de rama en rama. Una vez que comió, su cara se concentra en una mueca de esfuerzo por largar algo importante al mundo, y dice aau, sonriendo después, satisfecha de su logro lingüístico.

De la esencia humana
¿Qué es Amanda? ¿Es un monito, como diría Darwin? Es un bebé orangután, con sus ojos grandes y su nariz chiquita, con sus pelitos rebeldes, con sus manos y pies prensiles que no soportan el roce de las telas. ¿Es un cuerpo en el espacio-tiempo, como diría Einstein? Tiene la fragilidad y el carácter pasajero de todo lo material. ¿Es un perverso polimorfo, como diría ese viejo flaco y barbudo que está en la foto que tiene Juan en su consultorio, encima del diván? Su piel es un órgano para el goce, un receptor de caricias y de besos, una mano tendida hacia el mundo para lo que el mundo mande, sea placer, sea dolor. ¿Es un conjunto de macromoléculas orgánicas, como dirían Watson y Crik? Los bioquímicos pueden analizar las sustancias que forman los productos de su digestión, y decir si está bien de cetonas, de ácido úrico, etcétera. ¿Es energía electromagnética, como diría Maxwell? Cuando escucha un ruido mientras duerme se eriza como la limadura de hierro al pasar cerca un imán de curvas tentadoras. ¿Es un alma inmortal en un cuerpo-cárcel, como diría Platón? A veces se abstrae de sus hipos como si los viera desde una eternidad. ¿Es un burbujeo de fuerzas que luchan por someterse una a otras, como diría Nietzsche? Veo en su cara el esbozo de una sonrisa, de un pucherito, de un asombro de ojos abiertos y de un seño fruncido, como si no supiera entre cuál de esas expresiones optar para fijar los sentimientos recién nacidos que se mueven en su interior, en una pequeña guerra de actitudes opuestas. Amanda es todo eso, y no es nada de eso, y es mucho más que eso, y es lo infinito, y es la nada, y Amanda es Amanda, y no es Amanda, porque también es otra cosa, otra cosa que no es una cosa. Y lo que acabo de escribir ya es bastante ciencia y filosofía como para estar toda la vida arruinándote la vida y dejar de vivir por vivir pensando.

Del invierno y del olor a bebé
Dos disparos de hielo del sur dieron muerte al verano. Llueve mucho. Hay que abrigar a Amanda con la ropa, porque está muy movediza y no se deja con sábanas y colchas. Ahora estamos al fuego de la hornalla. Amanda se saca el chupete con placer, y después llora para que yo se lo ponga en la boca, en un juego de destreza cíclico, interminable. Por momentos sonríe, estira los brazos, revolea las piernas. Por momentos bosteza. Todavía vive en las cercanías del sueño, y su vigilia está casi siempre beteada por el llanto. Parece que reir es algo superior, algo que este cachorrito todavía desconoce. Se mueve entre el éxtasis lechero y el dolor del hambre, en una oscilación que no la rompe porque su horizonte de expansión es muy pequeño, y la rodea el ambiente templado de lo cotidiano, la cercanía de papá y de mamá, el biberón en una mano siempre tendida. Ahora puede orientar los brazos hacia los objetos, puede sacudirlos y asustarse de la cadena de efectos desencadenada por tan poca causa. Un paño con un oso dibujado puede derrumbarse sobre su moisés si lo tironea apenas con la mano.
Como un universo joven, Amanda es una burbuja de leche en expansión constante. Todavía no tiene más límites que la curvatura de su propio espacio. Toda su ropita está impregnada con su olor a leche cortada, y no hay jabón en polvo, de espuma normal o espuma controlada, que pueda impedir que su body rosa y su pantalón blanco le digan al mundo “por aquí pasó un bebé”. La leche que toma con avidez es tan fuerte que sería indigerible para una persona adulta. La fragilidad de los bebés es entonces un mito, y no porque les revolotee alrededor un ángel de la guarda.

De la evolución de las cunas
Mamá me dice que cuando ella era bebé la tenían acostada en un cajón de frutas. Me da ternura pensarla igual a Amanda, haciendo muecas con expresión de asombro, levantando las piernas y moviendo los brazos, feliz de estar en la cocina, al calor de los carbones encendidos, mientras la mamá, vestida con un batón floreado, le sonríe.



De la extraña cosa que es llegar al sueño
Lo más difícil es hacer que se duerma. Toma un poquito de leche, protesta con la mamila en la boca, se la saco y se pone a gritar, el papá la calma diciendo “qué rica leeche”, “despacito, despacito”, “quépachóoo, quepachóoo”. Le sacude un pescado rojo con ruedas amarillas y vientre móvil de plástico transparente con bolitas de colores que le trajo mamá de regalo, y así la distrae. Entonces chupa más despacio, hasta el sueño o el hipo. Juan está extrañamente cariñoso con ella. Se la pasa un buen rato mirándola en la cuna, diciéndole “a-a-a-á, a-a-a-á”, hasta que ella le contesta con una “a” bien pronunciada, que logró desprenderse del “e-lá” de su llanto dulce, y ahora toma vida propia, se hace un medio de comunicación con el papá. Cuando logra decir “a” después de mucho abrir la boca y retorcer las piernas y crispar las manos, sonríe de un modo tal que antes sólo lo hacía en sueños.

Del descubrimiento del lenguaje
Amanda descubrió el lenguaje. Dice aaa, auu, agu, y se sonríe. No necesita más que su propia aprobación a los ensayos de dicción. Le encanta pronunciar sola esas vocales. Pero después se cansa y llora como si la estvieran torturando. Y ni el chupete ni la leche son suficientes. Es que está creciendo, y eso le duele. Porque el dolor es cada vez más claro, cada vez más expresable. Porque la garganta está afinada y es como un cuerno de alce llamando a la batalla.

De la memoria del universo
¿De qué pequeñas percepciones, esbozos del futuro, procedió ese charquito de burbujas emotivas, de burbujas de amor y violencia, que era Amanda en la cuna-pecera con rueditas que pusieron a mi lado en el hospital dos horas después del nacimiento? Cuántas vidas distintas habrán pasado los quarks de colores mientras chapoteaban entre gluones hasta formar los núcleos de los átomos de las moléculas que ahora tienen el nombre de Amanda.

De los mundos que podrían ser peores que éste
Juan escribe:
Hay una inmensidad de mundos posibles en los que Amanda muere o nunca nació. Me duele mucho pensar en los Juanes de esos mundos paralelos. Ayer puse a Amanda boca abajo apoyando su mejilla izquierda sobre el colchón del moisés, y al verla de nuevo estaba mirando para el lado contrario. En uno de los mundos posibles ella se ahogó por culpa mía, porque yo sé que no hay que ponerla boca abajo sin una vigilancia continua.
Juan tiene una manera muy especial de decirle a Amanda cuánto la quiere.

De la muerte, otra vez
¿Algún día se va a morir Amanda? No en los días de mi mundo. Mi mundo se va a terminar antes que Amanda, y en eso radica el sentido de mi vida.

De la Amanda futura en la Amanda presente
Cuando Amanda tiene los cachetes –pétalos de rosa beteados de blanco con nervaduras azules- elevados como pómulos, mientras su boca está abierta y los ojos abiertos al máximo, es una bebé tan bebé que si fuera adulta la expresión resultaría tonta, pero siendo lo que es, dan ganas de besarla toda. Pero a veces su boca está cerrada, sus cachetes permanecen en suspenso sobre el aire que los rodea, los ojos se relajan, no buscan nada, quedan en la semipenumbra entre el interior que bulle como un barro en espera de forma y el exterior lleno de luces y de rebordes nítidos aunque sin utilidad clara para ella. Entonces veo a Amanda adolescente, Amanda sintiendo las dulces oleadas de un calor de cuerpo floreciente.

De lo que mueve a un recién nacido
Hoy Amanda se agarró de mi pelo. Estaba muy nerviosa, tanto como esas noches en la que pega gritos que son intentos de expresar sus malos sueños. También se prendió al cuello de la remera de Juan. Cuando lo hace mira hacia otra parte. No es ella la que agarra. Es un ser más sabio que todavía la ayuda, que maneja los asuntos de los que no es capaz su pequeña película de conciencia frágil, ese mismo ser que proyecta imágenes sobre el telón oscuro de los párpados cerrados durante la noche, que maneja su respiración, el ser que la hace crecer, el ser que algún día la va a poner en brazos de un hombre amado.

Del misterio de la herencia
¿Cómo es posible que de Juan y de mí haya salido algo más lindo que los dos? Belleza atraviesa a Amanda, llena sus cachetes, tiñe de azul sus ojos, moldea su cabezota con curvas suaves, Belleza le da manos y pies de dedos perfectos, una colita redonda, una piel que al tocarla muestra la consistencia de la superficie de un lago soleado. Belleza la hace emitir quejidos que conmueven como una tragedia de Shakespeare, sonrisas tan atractivas y frescas como paisaje de Bariloche, como baño en el mar. Cuando traga la leche hace un glup agudo, apoya una mano sobre la otra, señala con un dedo pero no señala nada, es solo un desperezamiento, una necesidad de expansión que no tiene más objetivo que el placer, el mismo placer que da llorar o reir. Cuando la envuelvo con una sábana a veces levanta los brazos entre sueños y es como si estuviera vestida de paloma. Pero a veces se araña la cara con sus uñas de muñeca, se tira de los pelos, patalea, le da un golpe al biberón y lo hace volar, y el biebrón no es paloma. Me gusta que clave en mí las uñas cuando se agita mientras toma la leche y no alcanza con mostrarle ese pescado de juguete que es para ella siempre atractivo porque todavía no vive en la linealidad del tiempo que pasa y todo es para ella recién nacido, aunque las mismas cosas la afecten siempre de la misma manera. Cuando clava en mí sus uñitas soy el amortiguador para sus penas y me siento almohadón, colchón de plumas, esas cosas blandas que están en el mundo para cobijar nuestras aristas más duras, nuestro lado pétreo e insensible.

De la felicidad en ella y en mí
Amanda sonríe cuando me vé. Sus cachetes se redondean, sus ojos se relajan, y una luna con corazón rosado me dice que es feliz, y yo me derrito al calor de esa felicidad, se me licúan los rebordes que dibujan en mi cara ojeras de cansancio.

De lo que soy para ella
¿Qué soy para Amanda? Una mirada que sigue, que busca, que se sostiene sobre una cuerda floja que desemboca en sus ojos. Una teta que se disuelve en su boca y que siempre vuelve, que se recrea a sí misma para que a ella no le falte leche. Una mano que sostiene el biberón, otra que toca su mano, un hueco en el pecho para que se acurruque como en el útero perdido. Una sonrisa y una vocal que imita y comprende como si ya supiera. La que limpia su cuerpo, la que se queda con lo que ella saca de su interior, la que recibe su don. Soy la que recuerda este momento, la que lo documenta para devolvérselo en palabras, cuando ella ya no sea ella, cuando no sea bebé, cuando ella entienda, cuando para ella sea más importante entender que ser, cuando para ella sólo sea lo que se puede entender.

De lo que se pregunta un bebé
Juan está escribiendo una interpretación de la agarofobia en términos de la alegoría platónica de la caverna. Mientras está frente a la computadora yo me quedo al lado dándole el biberón a Amanda. Juan da vuelta la cara y sonríe. Le estoy explicando a Amanda que hay pájaros que comen gusanitos, y se los señalo por la ventana. Juan me dice que Amanda no se fija en los pájaros, porque se está preguntando qué es lo que yo quiero. Que se pregunta lo mismo que yo cuando no me explico por qué Amanda sacude la cabeza cuando toma la leche y se atraganta y se pone contenta cuando está tan llena que le desborda la leche por la boca. Yo le digo que Amanda no puede preguntarse esas cosas porque todavía no tiene lenguaje. Juan dice que el llanto ya es lenguaje cuando le damos el biberón, porque eso le enseña a asociar el llanto con el hambre. Que su pregunta tiene la forma de una búsqueda del objeto del impulso que se esconde detrás de mis gestos. Que yo le pertenezco, que mi teta es suya, que cuando la dejo a Amanda gritando su hambre sobre la cama porque tengo que ir al baño, ella se pregunta por qué se le niega esa teta que es suya. Yo le digo que es cierto, que cuando nos vamos de su lado para hacer el amor y ella llora y le pongo el chupete en la boca para calmarla ella me mira con dureza. Juan dice que si yo interpreto esa mirada como dureza entonces se va a convertir en dureza. Y tiene razón. Porque cada una es el no de la otra, y la contiene en su interior. Yo quiero saber qué quiere de mí, ella quiere saber qué quiero de ella. Ella quiere estar segura de mi amor. Yo quiero seguir amando a Juan sin dejar de amarla a ella.

De la imposibilidad de definir a Amanda
Amanda resalta entre Juan y yo como la naranja en el árbol. Es redondita, suave, emite sonidos de cristal. Tiene todavía la morfología de una cigota, de una teta, de un átomo. Es un planeta incandescente recién desprendido de sus envolturas de nebulosa, sin esas capas duras de corteza que lo van envolviendo, acercándolo a su muerte térmica, desviándolo de un posible destino de estrella. Nosotros nos volvemos más y más hueso y músculo, tenemos que rescatar nuestros mares del avance de las piedras en libros y en discursos. En ella todavía no se separaron las aguas. Es una gota rosada, es una burbuja de jabón, una mancha de aceite tornasolado jugando a descomponer la luz sobre el suelo de una estación de servicio. Por suerte no crece tan rápido como las mariposas en el jardín.

Del origen de la idea de causalidad
Le hice un móvil. No soy buena para las manualidades. Até un cordel al palo del moisés donde se anuda el tul, le engarcé una flor, una estrella, una luna y una mariposa de cartón, forradas con papel floreado en una cara y con papel glasé metalizado de color plateado en la otra. El otro extremo desciende y se enrosca en una de las manijas de la canasta, como un puente tendido entre el cielo de las ideas platónicas y la realidad que Amanda puede tocar con sus pies.(sus mano todavía no le alcanzan). Se quedó absorta mirando cómo se movían esos espejitos de colores. Después sonrió y empezó a hablarles con muchas aes y ues y aguses. Le levanté el pie para golpearlo reiteradamente contra la manija, hasta que empezó a hacerlo sola. ¿Habrá comprendido la relación entre causa y efecto? No. Ella pensaba que induciendo al móvil a agitarse éste debía persuadirse de continuar en ese movimiento para su placer, y se puso triste cuando se dio cuenta de que mantener el agitamiento de esos brillos y colores requiere un esfuerzo constante. Le parece un capricho de las cosas y le pide a su diosa-madre que le devuelva al móvil su agitación de rama con hojas en día de viento. Pero yo no soy una diosa, también me cuesta trabajo, y cuando me canso ella se pregunta qué hizo para perder mi favor.

De qué es dormir para Amanda
Amanda se chupa un dedo, o más bien una mano, porque el dedo no le alcanza, y piensa: el mundo es un vestido negro con lentejuelas que brillan y se mueven constantemente, y dormir es quedar acostada sobre el negro del vestido y soñar con las lentejuelas, soñar que se hacen tan brillantes que duele o que le dan un calorcito de lámpara halógena.

De la sonrisa y la palabra
Cuando le toco la nariz y le digo “oh”, Amanda sonríe. Su sonrisa concentra todas las vibraciones del cuerpo y de pronto ya no es una lucha de fuerzas contrapuestas, uno de esos temblores que suelen tener las chicas que fuman. Con su sonrisa se prende de la mía, la sonrisa de mi papá, que fue sonrisa en mi abuela. Después de sonreír dice “a-a”, que es su manera de llamarme. Pero el sonido es incapaz de expresar lo que siente, y ante mi cara de sorpresa se pone a llorar. Entonces le doy el chupete y ella masca su frustración. Sin embargo no se rinde. Solo hace una pausa en espera de otra oportunidad.

Del sueño como destino
Le acaricio el pelo, que es duro como el del padre. En la coronilla tiene un torbellino de esos que forman los ciclones y se ven en las fotos satelitales. Mamá dice irónicamente que es señal de nene bueno, o sea, travieso, lo cual se contradice con sus afirmaciones sobre la bondad de los chicos que se chupan el dedo. Después le doy de comer. Le digo “mmm qué rico” y ella me sonríe a través de la mamila. De pronto se sacude y se larga a llorar. Es Morfeo, que frota una de sus alas contra la nuca de Amanda. Pero Amanda es una luchadora y se resiste. Sacude la cabeza de nuevo, llora a lágrima viva, se sabe atacada a traición, por la espalda, o más bien por algo que va más allá de la espalda y a la vez está del lado de adentro. Los ojos se le llenan de lágrimas. Yo intento consolarla con caricias, le hago provechito, le pongo el chupete, pero contra eso que la sacude puedo tanto como contra los delirios del primo Pedro, que fue dejado libre bajo palabra pero por las noches aulla y despierta a los vecinos. Al final le acaricio las sienes, como para acompañarla en su derrota, para que la despedida hasta el otro día, o hasta la otra toma de leche, no sea tan dolorosa. Una caricia que me hace bien a mí más que a ella, que no puede sino ceder ante los temblores que le produce el agitar de las alas del dios del sueño. Amanda es derrotada, sus párpados se cierran, las respiración se enlentece. Me da pena. Y sin embargo, cuando Amanda despierte, va a sonreír como recién llegada de un mundo de mamaderas repletas de leche, de un mundo de bañito tibio.

De la imposibilidad de una comunicación sin lenguaje
Cuando emite una sucesión de “aes” y “ues” de mayor o menor volumen Amanda siente que los rojos son más rojos, que se dilatan sin agrandarse, que se iluminan sin luz, que brillan. Siente que se comunica. Pero es una ilusión. Algo falta. Papá y mamá le siguen el juego, “no me digas”, “¡qué interesante!”. Pero ella sabe que falta mucho para llegar a la palabra. Pero si yo le canto, si modulo una “a” en toda la escala musical, sonríe, porque mi canto, como su balbuceo, es el grito domado, es la contracción en la boca de las ondas dispersas en todo el cuerpomar, en todo el cuerpoviento, el cuerpocopadeárbol, el cuerpocristal que así pasa por un embudo su energía en dispersión y no se quiebra en brillitos, se hace foco de luz, rayo laser. Se hace, en fin, una conciencia.

Del uso de la mano como pasaje del mono al hombre
La mano de Amanda ya aprendió a agarrar. Se cuelga de mi vestido cuando la tengo a upa, se aferra al borde de la manta para que no se suba hasta taparle la cara. Su mano puede tirar de un babero colgado del borde del moisés, agarrarse de una cinta, apoyarse sobre una de mis tetas mientras Amanda toma el biberón con la carita hinchada de placer, o posarse en su mejilla, o arrancar de su boca el chupete para que yo se lo vuelva a poner, jugando a “mamá hace lo que yo quiero”, jugando a “tengo y no tengo”. Pero es la mano la que agarra el dedo de Juan cuando él le toca con la otra mano la nariz haciéndola sonreír tanto que se le arruga el entrecejo como si fuera a ponerse a llorar. Es la mano, digo, y no Amanda, que ni enterada está de lo que su mano está haciendo. Como nos pasa a todos la mayor parte del tiempo.