domingo, 12 de octubre de 2008

Los dinosaurios como entidades imaginarias

Cuando tratamos de delimitar una esencia regional, hay dos maneras de abordar el tema: desde la perspectiva de la fenomenología estática o de la fenomenología genética.
Siguiendo la fenomenología estática, basta con el proceso de las variaciones libres para que fijemos las características esenciales de un tipo empírico, elevándolo de este modo, a través de la libre fantasía, hasta las alturas de la más pura idealidad.
Otra posibilidad es seguir el camino de la fenomenología genética, desmontando las sucesivas capas que han ido conformando esa esencia regional en el sentido que tiene actualmente para nosotros.
Ambos movimientos se presentan como contrapuestos. Uno nos lleva hacia la esfera del logos, el otro a la de los orígenes, es decir, a la elaboración de una personal aché-ología de los objetos que se presentan ante nuestra conciencia.
Siguiendo los esbozos de una microepistemología fenomenológica en la obra de Gastón Bachelard, es posible rastrear la articulación de ambos movimientos en la diferencia entre dos actitudes frente a la experiencia del mundo vivido: una sigue un retorno poético en dirección a la constitución originaria de nuestro mundo personal. La otra implica un proceso de “despsicologización” que nos lleva de “mi” mundo a “nuestro” mundo de objetividades compartidas. En él se funda la objetividad científica a través de la represión de los elementos vivenciales que constituyen lo que Husserl llama el “cuerpo propio”, es decir, el modo en que nuestra vivencia interna de nuestro cuerpo nos pone en un inicial contacto directo con un mundo material, hecho de tierra, aire, agua y fuego, antes de que pongamos detrás de ese mundo resistente, valorado y colorido un “noumeno” de esencias abstractas que lo explique a través de un proceso de “inversión”.
Cuando esa inversión no es fiel a la experiencia originaria, cuando opera por analogías que trascienden las fronteras categoriales en base a prejuicios de pureza, como en la matematización de las plétoras sensibles, lo noumenal meta-físico se convierte en un ropaje de ideas que la fenomenología debe des-velar, quitando capa por capa hasta remitirnos a ese suelo originario de cosmología personal en el que “la Tierra no se mueve”.
La búsqueda de la pureza matemática no es más que una pretención de la vivencia aérea, del sentido de la elevación fría hacia espacios sin oxígeno en los que deja de latir la vida. Lo serpenteante, lo oviforme y otros tipos empíricos regionales ceden ante el círculo, el triángulo y el cuadrado.
Pero lo reprimido retorna, y ese retorno nos muestra, tras el ropaje de ideas, una vivencia de objeto más antigua en las cronologías de nuestra cosmogonía personal, esa cosmogonía en la que el nido es abrigo, la cáscara de nuez es una casa para pequeños misterios, el huevo es el pasaje de lo indierenciado a lo diferenciado.
Pero tomemos un ejemplo concreto, una esencia regional que se nos muestra como “objeto de conocimiento científico”, pero que, como la Tierra, vive una existencia dual, moviéndose entre el mundo de la doxa y el de la episteme. Hablemos de dinosaurios.
La palabra misma sedimenta sentidos que podemos desovillar, porque se sustentan en nuestra visión inicial de ejemplares en los museos de ciencias naturales: dinosaurio significa “lagarto terrible”.
Cuando hacemos el desmontaje de la palabra, un dragón de cuentos medievales asoma en el cuasiespacio de nuestra fantasía. Es la criatura de nuestras pesadillas que reprimimos cuando nos decimos, con una sonrisa titubeante, “los dinosaurios y los dragones no tienen nada que ver, los dragones no existieron nunca, los dinosaurios sí”. Pero entonces, ¿por qué se nos viene a la mente esta relación? ¿Por qué las viejas películas de ciencia ficción que entretenían nuestra infancia usaban iguanas y, a través de un truco cinematográfico, las agrandaban en relación con los protagonistas que viajaban a un mundo perdido en el tiempo (como el del mito), y automáticamente pensábamos ¡un dragón!, o ¡un dinosaurio!?
Entonces, dragones y lagartos forman el suelo de experiencia dóxica ineludible en el que, reprimido o no, se apoya el mundo de los dinosaurios. Los dragones, recordemos, son criaturas infernales, sobrevivientes del diluvio universal, y no hace mucho tiempo la película “Parque Jurásico” habría tenido sin problemas el título “Parque Antediluviano”.
Pero hay evidencia empírica de la existencia real de los dinosaurios, nos dirán los paleontólogos, y nos presentarán la denominación “lagarto terrible” o “dragón” como un “error ya superado”. Efectivamente, hoy en día la mirada de la comunidad científica sobre los dinosaurios ha cambiado, y eso ha tratado de ser llevado al mundo de la doxa a través de representaciones virtuales de los mundos perdidos, con el recurso de las imágenes animadas generadas por programas de computadora, similares a los utilizados por la medicina forense para llenar de músculos y piel a los huesos conservados de algún hombre calcinado.
La película Jurassic Park de Steven Spielberg, basada en la novela de Crichton que rescata las últimas investigaciones paleontológicas, ha puesto en la pantalla dinosaurios moviéndose en manadas, o corriendo como gráciles aves, ha hablado de comportamiento social, de cuidado de las crías surgidas de los huevos, e incluso de homeotermia, contra la idea de “animales de sangre fría” o “poiquilotermos” en la jerga científica. A su vez, el éxito comercial del film reestructuró los programas científicos televisivos e incluso los museos de ciencias naturales en función del mismo modelo. En poco tiempo los dinosaurios han cambiado de sentido y de aspecto, han perdido la coloración gris amarronada con la que debe estar hecho todo lo que apenas ha salido del barro modelado por las manos de Dios, y vemos en Internet dinosaurios de cabezas mutiformes con colores brillantes que parecen fruto de los diseñadores de las vestimentas posmodernas que se exhiben como montajes artísticos en las pasarelas.
Pero así como Husserl se hizo una pregunta retrospectiva por los origenes de la geometría, si hacemos la misma pregunta por los origenes de los dinosaurios nos encontraremos, en primer lugar, con esos huesos que los medievales interpretaban como juegos de la naturaleza inorgánica tratando de emular formas de vida. Redescubiertos en el siglo XVIII, cubiertos, no por carne digital, sino por carne de la fantasía de los primeros paleontólogos, cobró la forma de lagartos de largas colas, afilados dientes y cubiertos de escamas que hizo pensar en la única traducción científica para los dragones de los cuentos: lagartos gigantes, lagartos terribles, es decir, dinosaurios. Saltando fronteras categoriales, los primeros paleontólogos, reconstruyendo por analogía, pusieron a los dinosaurios bajo el tronco filogenético de los lagartos, algo que con el tiempo la comunidad científica ha corregido.
Si seguimos llamando dinosaurios a los dinosaurios es porque, debajo de los comportamientos de aves y las plumas vistosas o las pieles de colores, seguimos encontrándonos con los esqueletos en forma de lagartos superdesarrollados. Esqueletos que ni siquiera son de hueso, pues están petrificados.
Al ropaje de ideas de antaño se ha sumado un actual ropaje de imágenes que debemos desmontar cuidadosamente para recuperar las evidencias primeras y reconstituir los esquemas implicativos que han cubierto escandalosamente. Como indica Horacio Banega, la realidad virtual es un tema fenomenológicamente relevante que sigue esperando un análisis urgente y detallado. Sólo nos queda remitirnos a su antecedente más inmediato, que está sin embargo a miles de años de distancia en el tiempo: la eikoné platónica y el modo en que realiza un “engaño”, algo que fenomenológicamente describiríamos como una especie de desplazamiento categorial olvidado de sí mismo.
Pero este punto se vuelve más problemático si tenemos en cuenta que, para Husserl, como para Platón, las primera evidencias también se dan en una experiencia de imagen, en una experiencia en escorzo de objetos presuntos. Cuando la ciencia misma se vuelve imagen, perdemos la distancia crítica entre doxa y episteme, que sólo puede recuperarse mediante una destrucción-reconstrucción de la historia de la ciencia (en este caso de la paleontología). Es necesario que lo hagamos, porque se trata del deber fundamental del fenomenólogo ir tras el ideal de la completa autoconciencia.
Quienes creen que los dinosaurios son algo más que objetos de la fantasía con los que presentificamos un objeto, llenando los horizontes vacíos a los cuales apunta una experiencia de objeto mínimamente sostenida por algo dado sensiblemente pleno, sufren de una especie de ilusión trascendental como la que Kant atribuía a quienes creían poder conocer más allá de los límites de nuestra experiencia. Es deber del fenomenólogo retrotraer esas objetividades de la fantasía a las operaciones de la conciencia en y a través de las cuales han sido constituidas, y hacernos tomar conciencia de lo ideal y de lo imaginario que se ha sumado a lo percibido ubicándose en torno a una misma X, a un mismo “qué” cuyo “cómo” está casi totalmente vacío. Referidos a un tiempo en el que no había nadie para verlos, los dinosaurios habitan en un lugar intermedio entre el pasado anterior a cualquier conciencia y el "había una vez" de los cuentos de hadas.
Copyright Daniel Omar Stchigel. Derechos reservados.