martes, 12 de agosto de 2008

El mundo está lleno de dioses-Tales de Mileto

De Juan y sus libros
Juan es escritor. Sus libros me dan celos. Les acaricia la panza como a mujeres que se arquean con el roce de sus dedos. Hermosas mujeres marrones y negras, blancas y amarillas. A veces con vestidos lila. Yo les compro la tela y él las viste. No sé por qué hago eso. Será porque me gustan… Mentira. Me molesta que lea tanto esos libros. Él no me entiende. Dice: si fueran mujeres, todavía. Pobre. No sabe que no toda mujer tiene cuerpo de mujer.

De la manera que tiene Juan de amar
Juan corre acostado, y termina jadeando, diciendo que llegó a algún lado. Yo no busco ir, no busco llegar. Yo doy vueltas en círculo alrededor de mi placer. Hasta que me explotan petardos de color violeta detrás de los ojos .

Del temor a la belleza incomprensible
El domingo estábamos paseando por Palermo. Juan hablaba de la xenofobia. Decía que uno teme en el otro la posibilidad en uno mismo. En eso veo a una mujer increíble. Una señora mayor de pelo blanco, delgada. Con la mitad de la cara de color violeta Milka y algo como una lengua que asomaba en su frente. Juan se corrió hasta el borde de la vereda y la miró de reojo. Siguió hablando como si no la hubiera visto. Era un violeta hermoso, brillante. Contrastaba tanto con el pelo blanco, con el rosado pálido en el resto de la cara. Y él no quiso mirarla. Pero yo lo entiendo. Los hombres son así. Siempre metidos en sus libros hembras de carne de papel.
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De los hijos del hombre y de los hijos de la mujer
Le digo que quiero tener un hijo con él. Juan se calla y frunce el ceño. Después levanta los párpados como no entendiendo y yo le beso el bigote y la barba y le agarro con las manos los cachetes redondos.
Dice que los hombres nos envidian. Que ellos tienen hijos de la mente, nosotras del cuerpo. Que a él le extraña, con una extrañeza fea, que su madre lo haya tenido nueve meses en el vientre. Pero yo creo que no es nada raro. Como comer. Una tiene la comida adentro y no por eso se cree fideos o carne de puchero.
Si yo estuviera embarazada me pondría contenta. Sería como estar más gordita, y que la gordura se te haga una flor, una planta de zapallo, un bebé. Cualquiera de las tres cosas sería igual de linda.

De mis amigos, y de uno en particular
Mis amigos son increíbles. Todos raros. Es que tengo un aura de colores vistosos, colores de pródromo de migraña. Atraigo polillas como una tela de algodón bien gorda. Atraigo a los bichos. Hermosos bichos de antenas pegajosas y llenos de patas con las que palpan muchas cosas a la vez y arman un collage tridimensional que pone puentes en todos lados, sobre todo donde no hay ríos que cruzar.
Está Roberto, por ejemplo. Roberto es un morocho de dos metros y doscientos kilos, con unas manos enormes que mueve con una delicadeza tal que podría ser pulidor de diamantes chiquitos. Cuando entra a casa se queda inmóvil y gira despacio su cabeza de piedra oscura para un lado y para el otro, con las cejas de musgo levantadas y un surco de sonrisa entre los macizos de sus cachetes. Tiene ojos chiquitos, como dos gotas de leche. Juan le dice hola, mi amigo le dice hola y mira el aire alrededor y se queda parado ahí y no se saca la campera porque dice que no está aclimatado. Pero nunca está aclimatado. Porque todo ambiente lo pincha con tenedores fríos y él tiembla, pobre. Aunque está lleno de músculos tiembla como una gelatina de manzana colorada.

De Roberto
El primer día de invierno Roberto vino de visita. Se sentó y se quedó mirando el centro de mesa. El centro de mesa es una hoja celeste con nervaduras doradas, una mano que agarra unas frutas artificiales. En él hay una manzana con trazos oscuros y claros, una naranja que parece una pelota de golf que parece naranja, unas uvas que si no sabés que son falsas te las metés en la boca y si sabés tratás igual pero los dedos te dicen que es goma y te sonreís y le decís a Juan que te dan ganas de tocarlas y que son lindas para poner sobre los dedos como piedras preciosas. La cosa es que Roberto miraba y se movía como podía para acomodarse en esa silla que no le alcanzaba. Parecía un león del circo con las cuatro patas sobre un taburete. Juan le preguntó: ¿te pasa algo? Y él dijo: Nancy está embarazada. Nancy es la pareja. Qué bien, dijo Juan y me miró con un signo de pregunta bien claro pegado entre las cejas. Yo apoyé el mentón sobre las manos cruzadas y le sonreí. Creo que Roberto se fijó pero se veía agobiado, como siempre. Movió la cabeza para el lado opuesto a donde estaba Juan. Se llevó la mano a la barbilla para sacarse algo que no tenía. Hizo un chasquido con la lengua. Y dijo con voz de caverna húmeda: no sé. ¿No sabés qué?, dijo Juan. No sé si estoy contento. Juan no sabía qué hacer. Yo miraba que Juan es más bajo que Roberto, que tiene barba candado y es un poco gordo pero no morrudo, como su amigo.
Juan trató de cambiar de tema: Empecé a leer Rayuela.
¿Mmm?, dijo Roberto y le brillaron los ojos como estrellas que titilan y no son estrellas sino un planeta y se llama Venus.
Es muy buena, tenías razón.
Y, sí, dijo Roberto con voz un poco aguda.
Y ahí Roberto se fue todo en palabras como mariposas negras aterciopeladas y murciélagos grandes pero inofensivos:
Cortázar llegó a captar la esencia de la búsqueda metafísica de un centro fijo pero inmanente, ¿entendés? Algo como un eje y nosotros dando vueltas sin saberlo porque si sabemos nos separamos y lo miramos desde afuera y nos perdemos, ¿entendés?
Entonces Juan: ¿y qué se siente ser padre?
Aprovechó el entusiasmo de Roberto.
Roberto frenó en seco, con chirrido, sonrió, largó una lágrima por el ojo derecho y dijo: bien.



De la mamá de Juan
La mamá de Juan es una araña de pelaje suave y sonrisa idem. Tiene un veneno almibarado que paraliza a Juan sin matarlo. Después de hablar por teléfono con ella Juan pone los ojos grandes, dos ojos tristes que irradian melancolía.
Me dice: mi vieja me dijo que está mal pero notepreocupesvoshacétuvida.
Me dice: si por lo menos me lo hiciera adrede pero no, no puedo echarle la culpa.
Entonces me cuelgo de su cuello y le hago morisquetas abriendo los ojos y torciendo la cabeza para un lado y para el otro, y doy saltitos, y él se ríe, y volvemos a la vida los dos juntos.

De que vivimos en el mejor de los mundos
Yo digo que vivimos en el mejor de los mundos. Juan se enoja. Su mamá se enoja. Mi mamá se enoja. Y yo sonrío. No puedo hacer otra cosa. Basta con pensar en que Juan pueda vivir de su profesión. Dándoles pastillas de palabras de colores a las almas descoloridas. Que la gente gaste tanta plata en mirarse el alma, ¿en qué edad antigua, media o moderna se ha visto?

De las almas enfermas
Hay almas enfermas que son tan hermosas. Cuando Juan habla de sus conocidos pone cara seria. Me cuenta cosas tan lindas. Por ejemplo, después de que Roberto se fue, Juan se puso a hablar de un chico de quince años, que piensa a tal velocidad que no puede cazar las moscas tornasoladas de su pensamiento, pasan de largo, como si él pasara de largo frente a él mismo, y la cabeza la tiene tan llena que llega a lo vacío, tan fluida que roza lo eterno. No son éstas las palabras que usa Juan. Juan dice: un pobre maníaco que se tortura con pensamientos que después no puede detener. Yo también a veces me deslizo en una melodía que no puedo sacar de mi cabeza.

De la locura
A veces Juan usa la palabra loco y yo me enojo. Lo hago a propósito, así él se preocupa y empieza a explicar que no lo dice en el mal sentido. Dice que hay locuras neuróticas que no son incurables, la de esos que se meten en sus sueños y se tropiezan con baldosas flojas, o de los locos lindos, suaves y pomposos, que empiezan hablando de las plantas de su jardín y terminan por contarte que cargaron los meteoritos con aminoácidos que demuestran que hubo vida en Marte.
Qué lindos son los mitómanos. Hacedores de mitos. Creadores de mundos. Si uno no cree en el mundo que fabricó, no hizo un mundo, hizo una ficción.

De los mitos y de los recuerdos de los muertos
Juan habla mucho de los mitos griegos. A mí me gusta el de Orfeo, que va a los infiernos en busca de la sombra de su amada. Como el sol está adelante, la sombra de Eurídice lo sigue pegada a sus espaldas, porque es su propia sombra, su propio deseo. Pero cuando Orfeo se da vuelta para mirarla, la sombra de Eurídice se desliza al mundo subterráneo y no la vé más. Es tan triste y tan hermoso. Como cuando a uno se le pegan los recuerdos de los muertos.
Juan no me cree, pero yo ví un día por los ojos de mi bisabuela. Ví en la duermevela un pueblo cayendo a pico sobre la costa acantilada, y una mujer con una canasta llena de ropa y un pañuelo en la cabeza me habló en algo que parecía italiano, y yo traté de contestarle pero no pude.
Cuando Roberto vino y contó que está esperando un hijo, dijo que en la India se habla del cuerpo largo del hombre, algo como un gusano o una cola de cometa o de vestido de novia, como cuando la televisión en colores recién empezaba y las luces dibujaban marcas de esas que te quedan en la retina y tardan un rato largo en irse.

De los escarabajos de Juan
Yo sé que Juan tiene escarabajos en la cabeza. Todos los hombres tienen bichos que brillan y hacen ruido. No son ratones, porque no son grandes ni peludos ni hacen ruidos fuertes. Rozan con sus patitas la piel del lado de adentro y te hacen cosquillas que a veces duelen, como cuando una picazón fuerte se vuelve ardor. Yo lo veo en Juan cuando viene de estar con Paula. No en la cama. Si fuera en la cama los mato.
Paula es una colega de la facu donde Juan enseña literatura moderna. Es una chica que parpadea muy rápido, tiene la cara rígida, sólo mueve las cejas y los labios. Como si se conectaran a distancia en esa cara sin arrugas lindas, sin esas arrugas de risa o llanto. Como Juan es sincero me habla de ella. Cuando le pregunto, me dice que no le interesa y se pone colorado, porque se acuerda que Freud decía que “no” es “sí”. Y yo le digo que su megalito es mío, que su dolmen es sólo mío, también los ojos y el pecho velludo. Que si me engaña lo mato. Y él se asusta, pobre. Es divino cuando se asusta detrás de su sonrisa. Se lo veo un momento, nomás. Cuando levanta las cejas y sonríe de golpe. Por un rato revisa sus cascarudos y la jaula en la que los guarda para que no salten. Como los encuentra dormidos me dice “te amo,” y es sincero.

De mi amiga, y de otras mujeres
Mi amiga Laura vive en la zona oeste. La fuimos a visitar. Juan dice que es muy simple. Yo creo que es feliz. Tiene cara de reflejo de luna sobre aguas mansas.
Roberto a veces habla de sus novias anteriores. Todas locas. Es cierto que las locas son hermosas. Pero son locas. La de ahora también. Es apasionada pero se pone vestidos rotos y hace tartas con pedazos de panqueque frustrado, tartas rellenas de acelga fibrosa mezclada con arvejas hermosamente verdes, pero todo lo sirve frío. Una vez se le escapó a Roberto que Nancy, su pareja, es muy fogosa en la cama. Yo pensé: pobre, la que le espera. Las fogosas de pómulos salientes son las peores. Le va a atar el alma a una estaca con una soga para que dé vueltas alrededor. Es lo que hizo mi madre con mi padre. Lo tenía cortito, pobre. Después se separaron. Mis papás dicen que fue lindo mientras duró.

De lo bello en general, y de Juan en particular
Lindo, puede ser. Pero bello es otra cosa. Bello es el movimiento del agua en un río limpio en Córdoba al lado de casas con techo a dos aguas y jardines con pensamientos.
Juan es un jardín con pensamientos y yo quisiera ser la jardinera de sus sueños. Quisiera que sueñe conmigo, que me deje entrar a esa última intimidad. Él dice que eso no pasa porque no tiene deseos reprimidos conmigo. Siempre sus especulaciones. Pero es sincero y por eso lo amo .


De Nancy y su papá grande
Nancy tiene un papá grande adentro de la cabeza que mira a través de sus pupilas claras y saca un zapato de cuero o un guante de chofer de colectivo cuando ella abre la boca.
Vivir con un papá en la cabeza, vaya y pase. Pero con un papá grande es terrible. Te abraza desde adentro y te deja insatisfecha. Buscás después otro papá grande que te abrace desde afuera, y tu piel se hace feta entre dos panes, y te sentís protejida como una hoja de papel entre dos imanes. El imán de afuera es Roberto. Y ahora viene el bebé, hijo de los dos papás. Y la mamá es un ser habitado, un tubo de dentífrico, un biberón, una casa, un vestido. Cuando hace tartas frías se está vengando, es un boomerang con el que se la devuelve al destino.

Del uso de las palabras
Juan dice que uso las palabras como si fueran cosas. Dice que todo lo que expreso… y no me gusta el café expreso, en fin. A veces no lo entiendo. Habla de las alcancías del lenguaje. Dice: vos metés la palabra a plazo fijo y te da intereses. Chanchito con monedas, la reproducción del capital simbólico. Dice: ponés monedas, les das calor. Cuando rompés el chanchito hay más monedas de las que pusiste. A mayor fe, mayor efecto. Juan dice y yo no entiendo. Si es tan fácil decir lo que uno piensa. Porque yo digo: la cabeza de este tipo tiene hormigas, o está llena de moscas, o de golondrinas, y ya está, lo demás se sobreentiende.

Del uso de las palabras, otra vez
Yo digo la agua. Y digo que la taza está rompida. Digo la agua, o laagua, con una a larga, porque es bueno que se fundan dos palabras, como dos quesos en una misma salsa. Y digo rompida porque la taza no estaba rota y fue rompida por mí. Justo la favorita de Juan. Si le muestro lo culpable que me siento me va a saber perdonar.

De quién es cada quién
En el horóscopo chino yo soy cabra. Juan es tigre. Mi papá es perro. Mi vieja es serpiente. Con eso está todo dicho.

Del puñal en el corazón, y sus consecuencias
Desde que conocí a Juan tengo un puñal clavado en el ventrículo izquierdo. Cuando nos fuimos a vivir juntos dejó de dolerme. Si está quieto no duele. Pero cuando le grito a Juan que no tire el toallón al piso, él me mira serio. No dice nada. Pero sus bichitos se despiertan y cantan en ultrasonido una melodía de alejamiento que hace ladrar a los perros de mi corazón, y el puñal se mueve y duele, y el corazón sangra, pobre de mí. Lo hago a propósito, para sentir que el puñal sigue ahí. Entonces lloro y me meto en la cama y me sube la fiebre. Juan se acerca y me sonríe y me seca las lágrimas con sus labios gruesos.

De la belleza de una nena quemada
En el subte ví a una nena que no tiene cara y algunos dedos tampoco. Sus manos son demasiado cortas para llamarla palmípedo. No tiene rasgos, ni cejas. Su cara es como un médano con surcos de viento. Pero tiene un hermoso mechón de pelo trenzado que es su oasis y digo: es un ser humano, y le doy unas monedas a la madre. La madre está contenta porque Dios hizo que su nena se quemara, la convirtió en un médano chiquito que atrae monedas.

De la belleza de un hombre con un globo en la garganta
En el subte que tomo para ir al trabajo también sube un viejo con un globo rojo en el lado derecho del cuello. Tiene voz estrangulada. Juan dice que debe ser un tumor, pero yo no creo. Más bien es un experimento picassiano de la cara que salió mal. Al probar belleza a veces la vida es cruel. Yo le compro curitas. Antes el viejo vendía revistas para colorear. Pan Triste, la alegría de los niños, decía. Alegría triste. Y el tipo que da pena, con su rojo globo rojo. Se me caían las lágrimas. Era hermosa esa alegría triste. Me quedaba con la boca abierta y se me venía toda la sangre a la cabeza.

De mi oficio de vendedora
Les vendo zapatos a las chicas de Barrio Norte. Vienen del gimnasio y te hablan de la celulitis y otras uñas encarnadas. Se prueban los zapatos y se miran de costado en el espejo. Se compran diez centímetros de cola parada.

De lo que pasó en un cumpleaños de quince
Fuimos al cumple de quince de Jazmina, la hija de mi prima Gloria (y honor, honra sin par, dan ganas de decir, pero no, es una descocada). El salón era soles de colores. Una alegría de mirada de soles. Cuando ví que mi prima tenía un vestido negro igual al mío me agarró la sinusitis. Estornudé y la nariz se me hizo esponja y después uno de esos conglomerados que son piedras con caracoles rotos que el mar escupe con la marea. Después fideos duros tipo macarrón. Empecé a respirar de nuevo por los agujeros de los fideos. El tío Juanjo y el tío Gabi estaban conjugando el verbo vender. Después bailé hasta la muerte. Yo bailo para olvidar.

De otro amigo mío, llamado Jaime
Jaime es un abuelo gordo de barba corta, misógino y con bolsa de Papá Noel cargada de regalos culturales. Cuando habla llueve. Es una nube. Una maravillosa nube pinchada.
Elmacacusresustienefactorerrehache poresoalgunoscreíanqueeraelantepasadodelhombre, dice Jaime
Haeckel, dice Juan, y sonríe con la garganta apretada.
Es que llora, Juan. También la nube pinchada. Sonríen, pero lloran.
Yo no tengo de esos amigos que son todos pétalos de rosa y flor azulceleste de jacarandá.

De la trabajitis y otras palabras
A veces me agarra un ataque de trabajitis esdrújula. Limpio al compás de las palabras anáfora, catáfora, metáfora, acuífera, mandrágora, albúfera, caléndula, pestífera. No es muy lindo pero la casa queda brillante.
Es raro que una conozca tantas palabras que no sabe qué quieren decir. Las demás tampoco, pero nos arreglamos con ellas. Cuánto, señora palabra, dígame cuánto por dejarme usarla…

De la intimidad de los hombres
-Juan.
-¿Sí?
-¿Me prometés decírmelo todo?
-Sí.
-¿Cómo son los baños de hombres?
-¿Qué?
-Vos me prometiste.
Juan me pide lápiz y papel y me hace un dibujo. Debe ser maravilloso verlos de pie frente a esas palanganas, como soldados romanos, mirando a la pared con el orgullo de una misión por cumplir, haciendo crecer las aguas, devolviendo como canales naturales los líquidos y las sales al río en el que nacieron.
Me fascinan los hombres. Siempre con papeles encendidos en la cabeza. Cuando se burlan de nosotras o dicen porquerías se les nota la bronca y el miedo.

De la belleza en dos estatuas de madera
Camino de la facu donde trabaja Juan, hay una herboristería que tiene en las paredes laterales dos bajorrelieves en madera. Representan bailarinas hindúes de senos esferas de caramelo y las piernas y brazos en pose de policía dirigiendo el tránsito en una esquina con semáforo roto en Alem a las seis de la tarde. Tienen la cara de haber hecho el amor y de quedarse con ese gusto a capuccino tapizándote por adentro sin la soda cotidiana que te diluye las esquirlas, las hermosas esquirlas del placer.

De mi oreja
Mi zona erógena más importante está situada en el interior de la oreja derecha. Cuando Juan me la toca con la lengua me vibra la cabeza y me da un tirón alegre en la cintura. Tendrían que imponer velos para orejas, o un corpiño, no sé, algo que esconda esas partes pudendas.

De cómo conoci a Juan
A Juan lo conocí por mi prima Gloria (cabeza ardorosa). Yo había estado saliendo con un contador que me pasaba a buscar a casa en un Gol, y me llevaba a cenar a un restaurante de la Costanera, con velas rosadas en las mesas, estatuas de diosas desnudas (qué envidia, tan lisas las pieles) y un piano de cola en el que un viejo canoso tocaba jazz melódico. Pero el analista nunca me tocó y mi piel decía: podría ser tu hermano.
A Juan me lo presentó Gloria en una reunión de ex alumnos. Yo llevaba un traje sastre sencillo y medias negras. Él estaba con un vaquero gastado, una camisa a cuadros, y tenía unos labios gruesos que me mataron. Me dijo: sos linda. Yo le contesté: lindas son las modelos. Él dijo: al verte me dieron ganas de abrazarte y protegerte. Qué lindo, todo en -rte, pensé. En la segunda cita me regaló un león de peluche. Se me parece mucho, dijo. Yo pensé: leoncito. Me mostró una mano y quiso compararla con la mía. La mía era mucho más chica. Cuando quiso atrapármela, la puse debajo de la mesa. Por la calle me la pidió y yo se la di. Fuimos de la mano a saltos, como chicos. Él empezó a reirse. Se reía de a ratos, como si tuviera tos convulsa. Yo me ofendí y se lo dije. Él dijo: son los nervios. Lo miré a los ojos y vi que no me estaba mintiendo. Del sol se desprendió una flecha de luz de unos dos metros de largo y cincuenta centímetros de diámetro que me atravesó el corazón.

Del temor a tener lo que deseo (o sea, hijos)
Juan me acaricia pero me mira preocupado. Hace dos meses que no usa profiláctico y yo no quedo embarazada. Cuando le pregunto dice: dos meses son poco, mínimo dos años para saber. Pero tiene lagos quietos en las mejillas. Lagos de color violeta.
La primera vez que lo hicimos sin protección me asusté mucho. No sentí nada, salvo una de esas piedras pinchudas que te aplastan el pecho. Cuando tuve el líquido caliente adentro y después empezó a desbordar, me sentí manchada. Juan quería besarme todo el cuerpo, pero lo dejé solo para ir a lavarme. Me caían cosas en cualquier momento. Me sentí derramada. Y después el atraso. Tuve mucho miedo. Juan también, aunque no lo decía. Me hice el test. Creí ver una línea rosa. Se lo di a Juan y me fui a llorar a la cama. Juan me lo mostró de nuevo. No había nada. Sentí alivio. Me sentí triste. Le dije a Juan que las mujeres somos sucias. Hermosas pero sucias. Juan se rió. Juan dijo: es el invento judeocristiano de la culpa.

De un amigode Juan, con fobias y con una visión del mundo
Juan me habló de José S., un amigo con agarofobia, claustrofobia y aracnofobia. Nunca sale de su casa y se la pasa el día estudiando. Juan dice que le trajo escritos interesantes pero sin…Como si la…empezara cuando un hombre aprende a habitar otro cuerpo, a pegarse a otra piel con una mezcla de dos sudores, algo así como el pegatutti de dos colores, blanco y gris, amasados con espátulas desinhibidas.
Es hermoso un ser así, tan sapo de otro pozo, tan anfibio, tan viviendo con la nariz al aire y el cuerpo en el agua.
José S dice:
Dios se indigestó con sus ideas. No las pudo digerir y las vomitó. Su vómito es el mundo. El mundo apesta.
Juan dice:
Se indigesta con sus propias ideas, él es el Dios que vomita y vuelve al mundo apestoso.
Yo digo:
Su problema es que ve el todo y no las partes. Si no fuera por las partes el todo sería insulso, como un montón de arena que de cerca tiene brillos y parece polvo de mica cordobesa.
Juan se ríe y dice:
Los filósofos piensan al revés, creen que lo mezquino se ve así porque nuestra mirada es muy corta. Si viéramos con los ojos de Dios sería todo hermoso, cada cosa en su lugar.
Yo digo:
Eso suena a archivero. Pero lo lindo es sacar las carpetas y mirar las fotos, leer las historias de cada uno.
Yo digo:
Si hay Dios no puede tener ojos. Si tuviera, desde allá arriba vería un borrón, una mancha gris. Pobre Dios.
Juan dice:
Es verdad que José S. no distingue matices, porque para él el mundo es una cáscara hostil, una reversión de su propio deseo insatisfecho. Pero eso no tiene nada que ver con la filosofía.

Del tipo del subte que se parece a Cortázar
En el subte había un tipo tiritando, envuelto en una campera azul. Ya lo había visto antes, pero nunca lo había mirado. Hacía calor. Pensé: tiene fiebre. Me levanté, me acerqué, le ofrecí una aspirina. Me miró serio y volvió a bajar la vista. Se parecía a la foto de Cortázar en la contratapa de la edición de Alfaguara de 62 Modelo para armar. No me pude volver a sentar porque me ocuparon el lugar. Me quedé parada frente al Cortázar ese. Él me miraba los tobillos, las piernas, los tobillos, los botines negros, los tobillos.

Del amigo de Juan, otra vez
Le pedí a Juan que me describiera a José S. No hubo caso. Dice que prefiere mantenerlo en su intimidad, como si mi curiosidad lo pusiera celoso. Es cómico. Le pregunté su apellido, dónde vive. Juan dice que no sabe. Que sólo sabe lo que su amigo está dispuesto a decirle.

De unas torres gemelas
Once de septiembre. José S. debe estar mirando la televisión como un espejo. Tiembla él y tiembla lo que está afuera. Dos medialunas afiladas cercenan los dedos de Dios. Yo me pongo a llorar, al ver el inicio de algo distinto. Juan trata de consolarme de lo que no es dolor. Tanta gente se muere. No, es ese punto del camino que te planta delante de la fugacidad de las cosas.

De otro amigo de Juan, llamado Doménico
Doménico, otro amigo de Juan, pone la boca relajada, con las comisuras de los labios hacia abajo, la mirada lánguida, el resto de la cara rígida. No se apasiona por nada pero disfruta al hablar. Yo estuve en Oxfogd, dice. Fente a la estufa a leña chalaba con mis colegas sobe las relaciones ente significante y significado. Me codeaba con Sir Cal Poppe. Ea sublime.
Me encanta. Para él todo era sublime mientras hacía su cursito en Inglaterra. Me gusta porque es claro, con la claridad del líquido incoloro, inodoro e insípido.

Del lenguaje, otra vez
Juan dice: En José S. habla un lenguaje…Él no lo conoce, no lo entiende. Yo le hago la traducción.
Juan habla igual que Doménico. Doménico analiza el lenguaje, las metáforas de la vida cotidiana. Que las cabezas son ollas, que los pensamientos papas y la inteligencia fuego, y el saber puchero y el aula fuente y los alumnos invitados al banquete, y la educación la deglución, y los conocimientos erróneos alimentos tóxicos, y el educador el purgante.

Del uso de metáforas en la literatura
Juan dice: José trata de razonar con sus fantasmas. Así no puede desarticularlos. Son ordenamientos espontáneos de su oleaje mental y es él el que les da el sentido de seres racionales. Si sigue así lo van a aniquilar.
Pero Juan, estás haciendo metáforas. La cabeza como recipiente de fantasmas felpudos con hilos detrás, tipo pie de pólipo, tipo tentáculos de medusa, y José le habla a su lomo con forma de boca y a unos ojos que son pliegues de baba y nada. No. José S. no está loco. Pero no ve la belleza. Seguro nunca hizo el amor. ¿No me decís nada?

-No seas chismosa.

-Yo no soy chismosa.

-Sí que sos. Sabés que eso no te lo puedo decir.

-Si no me lo decís me voy a casa de mamá.

-Vos no aguantás a tu mamá.

-¿Eso qué tiene que ver?

-Cuando estás con ella siempre se insultan. ¿Te acordás la otra vez? Te tuve que decir…

-Eso no tiene….

…que le pidieras…

…nada…

…disculpas.

…que ver.

De la piel
Doménico dice:
Los conceptos de adentro y afuera se inician en el cuerpo, recipiente cuyo límite es la piel.
Y yo digo:
Yo soy mi piel, mis órganos son menadros de mi piel, mi cerebro un tumor de mi piel. Si me quemo la piel me muero.

De lo que Juan tiene de mí
Juan tiene un poco de mí. Eso me gusta. Me dí cuenta cuando se le cayó la Coca entre las piernas. Cuando le pregunté algo sobre la colega de la facu. Después se puso colorado. Pero la Coca en el pantalón era el rubor antes del rubor.

De lo que vi a través de una ventana
Juan me llevó a la facu donde trabaja. En la sala de profesores me llamó la atención una ventana con surcos verticales. Miré a través de ella. Primero ví sombras. Me acerqué. Ví cinco autos idénticos, cuadrados y rojos, seguidos por cinco ambulancias que los pasaban y no los pasaban, porque en realidad eran un solo auto y una sola ambulancia, repetidos cinco veces en ese acordeón de policarbonato que cubría la ventana. Pensé: así se siente el paso del tiempo cuando una está enamorada.

De los asientos de los colectivos
Me encanta sentarme en esos asientos al revés que tienen algunos colectivos. Esa sensación de mundo que se aleja lo hace todo tan chau, tan hasta pronto, serpentinas, y el barco que se va, y vos estás en el barco que se va.

De los vellos y el combate perpetuo
La lucha contra los vellos es desigual. Siempre ganan ellos. Juan dice que le gusta el mechón que tengo ahí abajo. Me lo toca poniendo la mano como araña pollito y lo estira hasta formar un cono, un sombrero negro. Dice: peludo soy yo. Y es cierto. En los brazos no tengo pelos. Me preocupan los de las piernas. En todo caso, me siento agreste.

De los ciegos del subte
Se agarran dos papas. Se les pone una nariz chata, unos labios gruesos, un par de ojos y se cierran esos ojos. Se cierran para siempre. Así es un ciego que en el subte va guiando a otro ciego. El de adelante lleva un bandoneón grande con apliques plateados. El de atrás, una bolsa de nylon para las monedas. Los dos con la frente en alto. A falta de ojos miran con toda la cara. Miran el calor, las corrientes de aire, la humedad, el disgusto de la gente.

De una muerte muy triste
Un hijo de mi prima María falleció hace dos inviernos. Se ahogó en la pileta de natación del fondo de la casa. Mi bisabuelo también se murió ahogado. Tenía neumonía. A veces me quedo en la cocina mirando la mariposa de luz que proyecta mi té sobre la pared encima de la puerta. Una mariposa que agita alas furiosamente. Se le estiran hasta el techo de tanto moverse. Mi primo era una mariposa de luz. Algo tapó la boca del recipiente y dejó de proyectarse sobre la pared de mi felicidad. Hasta que vino Juan.

De la importancia de tener a mano un Jardín Japonés
Empezaron los calores y Juan me llevó a pasear al jardín japonés. Rojo, blanco, verde, rosa. Colores al otro lado de la entrada, como caerse en un dibujo animado ondulante, plantado contra un cielo azul patria. El aroma a flores. Las carpas de brillos dorados y rojos revolviéndose en las orillas del estanque, superpuestas como peces recién sacados del mar que se sacuden en la red, abriendo las bocachas en busca de comida, sacando la cabeza de su mundo frío, más anfibios que peces. Y esas islas con barandas rojas y cercos de bambú. Y ese puente semicircular con saliencias chiquitas para pies orientales. Ahí me dio miedo. Lo mismo que al saltar sobre las piedras para pasar de un lado al otro del estanque. Juan me consolaba mientras yo me imaginaba caída al agua y succionada por las carpas terribles como pirañas. Y después en el restaurante oriental esas masas tan finas, tan suaves, como de esencias de flores, y la taza de té de jazmín, delgada y alta, sin agarradera, verde volcancito humeante que me hacía en los ojos los mismos efectos marinos que las lágrimas de la alegría. Tocaba temblando el cuerpo de Juan. Nos besábamos mucho en cada macizo de flores. Lo miré como los primeros días y una mezcla de calor de sol y frescura de lago se arrodilló sobre mi pecho blando.

De si yo soy como el Dios de Kierkegaard
Juan dice que soy como el Dios de Kierkegaard. Que siempre estoy ponendo a prueba su amor. Y es cierto. A la noche le pregunto: si me querés, si me vas a dejar sola cuando me enferme, si me vas a atender cuando me atropelle un taxi, si me querés aunque sea un fracaso, si te gusta mucho tu colega de la facu, si querés mucho a tus libros (mucho significa más que a mí). Sí, no, sí, no, no, dice Juan, rápido pero con miedo a equivocarse, como saltando las piedras del estanque. O sea que pensás que me voy a enfermar y me va a atropellar un taxi y soy un fracaso y tu colega te gusta aunque menos que yo, le digo. Entonces Juan se va a trabajar a su escritorio y espera a que se me pase el enojo.

De la tía Marta
Al principio Juan no se llevaba bien con la tía Marta. La tía Marta es dulce de zapallo. Tiene una mente de almíbar espeso que se le escapa en palabras bien dosificadas. A Juan lo empalagaban sus “¿has visto?”, sus “es algo tremendo”. Marta es modista fina. La casa tiene algo de miriñaque. Las paredes cubiertas de yeso, los cuadros de paisajes con soles amarillos y tierras rosadas, los muebles rojos de madera labrada. A mí me encanta. Tía Marta es muy fina. Y el marido, el primero, le pegaba. El segundo era todo rosas rococó rosadas y porvenir feliz escrito en la palma de la mano, caídas de ojos y guiños. Él la dejó y se casó con otra en Mar del Plata.
Juan estuvo mal el día de la visita. Ella decía que tiene un vecino viudo en el departamento del fondo al que no le habla porque ya no quiere nada con los hombres. Y Juan: que si es así le hablaría sin miedo. Que el signo del verdadero desinterés es el trato indiferente. No el andar eludiendo, el sentirse acosado. Pobre Marta. Lo único que le faltaba era tener un invitado que la interpretara.

De la tía Francisca
En cuanto a mi tía Francisca, es una de esas mujeres corazón con espinas, pero su cabeza es una mezcla de piano de cola con chiste de teatro de revista. Yo me quejaba en el salón enorme mesa blanca y sillones de terciopelo rojo. Me quejaba de que tener un hijo no era tan fácil como había pensado. Tía Francisca coneja madre de cuatro hijas conejas dijo: por ahí necesitan lecciones. Juan quiso o no quiso reirse. Pero le dijo, y yo temblé. Dijo: usted habla de sexo animal, no de placer, no de amor. Francisca palidez, fuego divino, Francisca: no te pongás así, era una broma, yo siempre soy así, una bocona. Y mamá riéndose, como siempre: no era una agresión, no seas tonto, nadie te estaba cuestionando, son cosas que se dicen. Me enojé mucho con Juan. Él me dijo: vos siempre con que hay que ser auténtico, no tragarse las bromas, y… Y entonces besos en toda la cara, en los labios y en la lengua también.

De cómo hablar de mi relación con Juan
Yo soy con Juan. Más bien, yo con-soy Juan. Eso me gusta más. A ver. Yo con-paseo Juan. Y yo con-vivo Juan. Pero convivir ya existe. Entonces es algo más que como se usa. Lástima que las palabras se erosionen tanto.

De los inmigrantes
Últimamente aparecieron muchos negritos. El otro día ví por la calle uno que parecía una pieza de alabastro caminando sonriente con los pelos a la rastafari de la mano de una chica tan blanca. Ella parecía flotar sobre ese fondo como la flor de jacarandá en las baldosas de una plaza. Los japoneses que andan con sus cámaras fotográficas por todos lados deben pensar que están en Europa. En algún lugar entre España, Italia y Francia. En el subte aparecieron los rumanos. Chicos de cara redonda y ojos ídem que tocan todos en el acordeón la misma melodía (la de la película de Kusturika). Te dan después la mano y tuercen la cabeza apoyando una mejilla contra su hombro envuelto en saquito de lana. Sonríen y extienden los dedos. Parecen decir: qué lindo soy, toco terrible pero es lo de menos, me merezco cincuenta pesos por mi simpatía pero me conformo con una moneda. Son divinos. Tan pícaros. Me los comería a besos.

Del Cortázar del subte y de lo que hizo en el subte
El Cortázar del subte se me acercó. Estuvo parado un rato mirándome. Yo lo miré a los ojos y le dije “hola”. Se le cayó al suelo un cuaderno. Lo buscó con la mirada azul. Yo lo agarré y se lo di. Gracias, dijo con una voz casi inaudible. Hizo dos ángulos perfectos de noventa grados. Pero cuando llegó a las puertas ya se habían cerrado. Empezó a temblar. Me levanté y le dije que se bajara en dos paradas más, que ahí podía tomar el subte para el otro lado. Siempre mal, murmuró. Se quedó mirando las puertas y esperó las dos estaciones. Del otro lado, le dije. Cruzó dándome la espalda y salió.

De un chico que pide y una señora que teme
Cada vez hay más gente que pide en el subte. Ahora hay un chico con un perro que es un globo retorcido con forma de perro. Te da la mano y te da un beso. Había una señora cargada de bolsas que, después de que el chico la besó, levantó el canto de la mano como para secarse y miró alrededor con miedo a ser vista como políticamenteincorrecta.

De la activa vida onírica de Juan
Cuando Juan duerme se viste de guardapolvo blanco. Larga un zumo de vida pasada como para hacer cincuenta tes de nostalgia. Empieza balbuceando: nno, aba, ato, sanana, o. Algo en chino antiguo. Después sigue con :… y claro, la barcarola, qué va a ser esa luz con puntas blandas, la barcarola de Vivaldi… Ayayayay… Ahí se despierta. Yo le paso la mano por la cara y él me da la espalda y se vuelve hacia el lado que le gusta. Es un giraluna. Se evade para el lado de la luz nocturna.

Del amigo de Juan (otra vez)
Juan dice que José S. está progresando (qué palabra más fea). Que se cruzó con una chica y le dijo hola. A mí el Cortázar me dijo gracias. Así que no… Pero es una escena tan…

Del orgasmo y el cansancio
No me molesta no tener un orgasmo. Pero tiemblo al pensar que Juan pueda cansarse de mí. Que puede dejar de desearme. Necesito ser la razón de su placer. Entonces le digo, con tono de nena: ya no me querés, poniendo cara triste. Y él se enternece y me dice: sí que te quiero. Yo sonrío y Juan me dice: pescadito. Es cursi, pero cuando una está enamorada nada es ídem.

De una colega de Juan llamada Laura
Laura, otra colega de Juan, es nicotínica y alquitránica. Cuando Juan está con ella me trae la campera hecha un cigarro. Laura es tan “ya sé”, tan “no necesito, gracias”, que se le nota el desamparo.

De lo que ve el amigo de Juan
A veces pienso que José S. debe ver un pájaro a través de una gelatina de literatura, una gelatina tan densa que su cabeza se le convierte en caverna y no le llega ni sol ni pájaro. Si viera al pájaro de golpe sin intermediarios se sentiría aplastado por una piedra de color amarillo canario.

De Juan como cinéfilo
Juan sabe de qué año es una película por el grano, que es como un montón de granos, pero no son granos, porque son manchas que parecen granos. También por el color, que puede ser más rojo o más azul, y las luces antes de cada corte, que, más que luces, son fulgores o estrellas fugaces. No sé cómo hace. Él tampoco sabe. Ésta es de la década del sesenta, dice Juan. ¿Cómo se llama?, le pregunto. Ni idea, me dice. O vemos los títulos de otra y dice: debe ser Solaris. Ah, la viste, digo yo. No. ¿Y cómo sabés? Bueno, hay pocas películas de ciencia ficción que sean rusas. Qué otra podría ser.

De los árabes y las publicidades extemporáneas
Ví a un hombre en el subte, morochón, muy alto y flaco, con barba de días, que leía un libro en árabe. Qué escritura más meandros de río inexplicables en llanura plana. En SubTV pasaban una propaganda antigua, de hace un mes, promocionando viajes a Nueva York. En los andenes había personas durmiendo en los bancos. Uno se acurrucaba debajo de titulares de guerra que le daban un poco de calor.

De la vejez
Mi ilusión es que Juan llegue a viejo y protegerlo y llevarlo al médico de Pami (si para entonces todavía existe Pami). En mi familia no hay. Viejitos, digo. Así, de noventa, pasas de uva con flecos blancos, máquinas a cuerda que andan al compás del bastón.

De las cejas del Cortázar
El Cortázar del subte andará con una red tratando de cazar las mariposas a lunares que le salen por los ojos. Cuando ve que el dibujo en las alas es igual a su cara cejijunta viene el descalabro y corre a esconderse en el ropero. No puede aceptar que tiene las mismas cejas que Manolo el almacenero.

Del deseo de estar viviendo en el siglo XIX
Dama de las camelias. Ahhh (suspiro de nostalgia por lo no vivido). Salón alhajero madera y terciopelo, vestidos tulipas para cinturas de avispa, arañas de cien patitas encendidas, tanto fuego como atardecer en el cebo atrapado y liberado de a poco, el vals rosas y violetas tirando de las cuerdas de los trompos lila. Qué envidia.

De paraguas y de lluvias
¿Los paraguas son hongos o flores? Necesito una llovizna para mi melancolía. Esa llovizna fina que cae de costado. Que tira a la calle luces de autos y de semáforos. Que duplica el mundo y le da simetría. La lluvia nos autoriza a deslizarnos, resbalarnos, patinarnos. En cambio, el sol de verano… El sol es impiadoso. Se demora en el cielo y te obliga a demorarte en la tierra. Sudar. Andar despacio. Lluvia y sol como plata y oro, azul y naranja, lo húmedo y lo seco, lo oblicuo y lo recto. Un día sin nubes es lluvia de luz sin paraluces. El agua nos cubre del sol, el paraguas nos cubre del agua, el recuerdo del agua nos cubre del paraguas y la conciencia del sol nos cubre del sueño, el olvido nos cubre de la tristeza de un mal sueño, la tristeza del tedio, el tedio del sobresalto. Nosotros somos el solapamiento. Somos la pagoda que camina con sus techos superpuestos. Arriba estará Dios. Abajo estará algo feo y peludo, con ojos rojos y piel de muerto. Pero eso no importa. Lo lindo es mi pagoda, mi paraguas que me proteje de otros paraguas, mis flores y mis hongos, mis refugios en los que me refugio de los otros refugios. La demora. El aplazamiento. Y ni te cuento cuando llueve con sol y espero el arco iris.

De la torre Eifel
Si los terroristas vuelan la Torre Eiffel me muero. Cuando la ví por primera vez bailé y lloré y salté y reí. Mi menhir, mi dolmen. La novia vestida con París, lentejuelas de faroles, volados toldos de cafés que son bolsillos dados vuelta llenos de botones, papeles y cintas de colores, alhajas de fantasía o de las caras pero todas con brillos de llama de vela sobre superficie azucarada de pastel de cumpleaños. París pastel y la torre la vela siempre encendida, soporte de metal para el cielo con curvas de sol y de luna. París libros viejos con hojas como pétalos tristes y mojados. París poetas tristes tirando versos como limosnas. París limpio cara lavada, lengua sucia de estómago enfermo por comilonas y vinos finos.

De los libros y sus mundos
Tengo cincuenta pesos en la cartera de cuero negro. Estoy frente a una librería con ofertas de literatura universal a uno y dos y tres pesos. Tengo la posibilidad de cincuenta libros. Una puerta, con cincuenta pesos, son cincuenta puertas. Gris, malva, celeste, lila, rosa, violeta… Tengo la posibilidad de cincuenta posibilidades chiquitas que se abren en abanico y caen de ellas otras cincuenta posibilidades de vivir distinto.

De lo fácil que es caminar
Es increíble que resulte tan fácil caminar. Una casi no toca el suelo. Un poco de esfuerzo y flotaría. Cuestión de fe. Nadie cree poder, por eso nadie puede. Bastaría subir un pie antes de bajar el otro. Hay chicas que andan con taco aguja con la gracia de un flamenco en una pata. Pero algo las distrae y se tuercen el pie. Qué dolor. Sortearon todas las roturas de baldosas y al llegar a tierra firme, páfate. Yo prefiero plataformas. Suficientes como para alcanzar los besos de Juan sin tener que ponerme en puntas de pie.

De las palabras, otra vez
Revista Literaria. Escriben José López, Julián Pérez y Jorge Luis Borges. Este me suena. Pero ¿escriben?. En realidad ninguno escri-be. Todos escri-bieron. Borges, ¿todavía vive? Él ya no. Los otros da igual. Son desconocidos.
Sabemos lo que significan algunas palabras y las usamos de cualquier otra manera. ¿Es más facil? Es distinto. Como sin tiempo. Cuestión de creer en un sin tiempo. Hablás como si no hubiera y no hay. Y ayer está en algún lado detrás de esa caja negra de zapatos negros. Detrás de aquel estante. El par que se llevaron ayer está al lado del que hoy ocupa su lugar. Lo veo con el recuerdo. Al lado de hoy porque está ayer. Y Borges escribe hoy, en el hoy de hace cuarenta años. El pasado es el freezer. Abrís y Borges está ahí, congelado y tiritando. Lo podés mirar todo lo que quieras. Si lo tocás te quedan los dedos pegados. Y ni con el vapor de la tetera.

De que soy una casa llena de gente
Una es siempre una casa llena de gente. En el cuerpo, los ojos de la abuela, el pelo del tío Carlos, los dientes de papá. En la cabeza, la terquedad de mamá, las ideas del bisabuelo. Y en algún lugar intermedio tenés a tus muertos y a tus conocidos. También a Juan y a tus amigos. Pero no de cualquier manera. Agrupados entre sí en torno a un centro. Más cerca o más lejos. De frente o de espaldas, cabeza o cuerpo entero. Y tenés en formato de nube los que van a venir. Entonces también a tu hijo futuro. Ser madre no es algo tan nuevo. Salvo que cuando eso pasa echás a los demás por las ventanas. Los ponés a todos juntos a kilómetros. Pobre Juan.

De mi diferencia con Juan
Mi diferencia con Juan es que yo no creo, él cree que no.

Del problema del espacio
Hay una tranquera limitando un terreno cerca de casa. Me preocupa no saber si el alambre está afuera o adentro del terreno, sobre todo porque me apoyo en él y se tuerce. ¿Y yo, y mi pelo ventarrón, y mi mano intrusa? ¿No es más bien la calle un adentro cuyo afuera es el terreno lleno de pasto crecido? Me siento mareada con tanta pregunta. Juan dice que los límites de los conceptos nunca son claros. Pero él no entiende. Yo no me refiero a los límites de los conceptos. Yo hablo de terrenos y de tranqueras.

De lo que no se entiende
De chica no entendía cómo podía ser que un palito de plástico que vibraba ocupara ante mis ojos una superficie en abanico. Me concentraba para atrapar al palito en su detención en cada punto de su recorrido. Pero veía todo junto. Ahora entiendo que así veía más que si hubiera atrapado al palito con el bisturí de mi mirada.

De un corazón que canta
A la salida del subte había un muchacho con pantalón gris, campera marrón y zapatos de gamuza, puesto de cuclillas. Trataba de sacar algo de un estuche. Tenía armado un atril con unas partituras. Sacó algo increíble del estuche. Un corazón con las válvulas esclerosadas. Lo infló con su aliento y lo apretó hasta obligarlo a lanzar quejidos y silbidos que parecían un canto. Lo miré con tanta atención que me dijo: hay pocas partituras para gaita, son difíciles de conseguir. A ese corazón que canta le llaman gaita.

Del Cortázar, otra vez
El Cortázar del subte ni me miró. Estaba con la cabeza en alto. Le preguntó la hora a una señora que tenía al lado. Ella lo miró como si no se hubiera bañado en varios días. Cuando estaba por bajarse, el Cortázar se fijó en una chica con minifalda azul y remera de flores que era muy sinuosa e imponente, de pómulos salientes y pelo negro. Otro perrito que busca la caricia del amo.

Del uso de la propaganda en el subte
Es muy gracioso encontrar chicas en ropa interior en los vagones, ver los cucarachicidas en los techos, desodorantes pisoteados por los pasajeros, envases de chicles en los escalones. Había una cucaracha enorme que saltaba de golpe y asustaba a todos. Entrar al subte es entrar en la cabeza de un publicitario desesperado. Te llena de mundos que se te pegotean en los ojos, te corre las paredes, cava túneles, te hace caminar sobre ideas que son cielos que son papel pintado. De las marcas no me acuerdo. Son lo de menos. La saturación primaveral que hace que cada grano de polen se transforme en una llama en un fuego continuo.

De la novela, que esto no es
¿Cómo podría este diario convertirse en una novela?
a)Si el Cortázar del subte fuera el amigo de Juan y me involucrara con él, etcétera.
b) Si Juan y/o yo somos infértiles y hay que acudir a la fertilización asistida.
Pero ninguna de las dos cosas va a pasar, porque:
1) Yo lo quiero a Juan.
2) Si no podemos tener hijos del cuerpo, tendremos hijos del espíritu.

Del túnel del tiempo
A mí el efecto túnel del tiempo de Proust me lo producen algunos olores. Un olor a libro se empasta con una experiencia, como cuando tirás de una red para sacar peces y en lugar de eso algas, bidones, llantas, botellas y una bicicleta con un tipo montado encima. No estoy exagerando. El efecto túnel del tiempo es así. Un olor a libro me levanta alrededor unos muros, me pone mesas con más libros y una noche de verano en Mar del Plata. El ruido del mar. Estoy cerca del corazón salvaje de Clarice Lispector, juego con los abalorios de Hermann Hesse, escribo un diario del espacio con Stanislaw Lem, me como las doradas manzanas del sol con Ray Bradbury. Y cuando el señor de Tolkien me regala sus anillos pienso: la vida es sueño, Calderón, el sueño de una noche de verano.

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