miércoles, 20 de agosto de 2008

La alegría terrestre es riqueza y gravedad-Gastón Bachelard

De mí, como bebé
Los primeros días con Amanda, cuando podía dormirme sentía el fluir de los líquidos en el interior de mi cuerpo, cruzaba los pies como un bebé, me pasaba la manito por la cara. Al escuchar un grito, un llanto, me parecían de bebé. Comprendí que somos bebés, bebés que ríen y lloran y hacen provechito, y lo demás es la ropa.

De los recuerdos del recién nacido
Amanda es un motor inmóvil, que nos mueve sin moverse. Viene de la perfección, del estado de no-ma-falta-nada-para-ser, viene de la eternidad sin día ni noche ni hora de comer, del agua oscura primordial llena de nutrientes, del caldo de cultivo de su ser. Ahora tiene una realidad de leche tibia, y tiene una vida sentimental más activa cuando duerme, porque sonríe recordando calor de líquido amniótico y los golpeteos de latido de placenta, y frunce el seño cuando sueña que la persigue una teta enorme y sin leche a la que ella derrota armada con su chupete llegando a las fuentes de oro blanco de la leche espumosa de los biberones.



De la luz como materia del mundo, y de lo difícil que es de sostener
San Pablo, Grosseteste, los impresionistas, Proust, Einstein y Amanda tienen todos algo en común: la fascinación por la luz. Cuando ve una lámpara, o el recortarse en la penumbra de la luz de la ventana, detiene su llanto, se olvida del hambre, ahí está lo que en su vida uterina faltaba, eso que daba sentido a sus ojos. ¿Cómo pudo saber ahí adentro que llegaría el momento en que el tacto diera paso a la vista, en que la imagen, y más aún el ser y el fundamento de todas las imágenes, la esperaba al final del canal de parto? Hay una vida antes de la luz, que no es caos, es borbotones de sangre, es líquido tibio, es latidos, es ausencia de límites, un desorden tibio y burbujeante donde la enfermedad y las ampollas y el zarpullido no existen. Y cuando se hace la luz se hace la maravilla de otro mundo, pero también el dolor y el trabajo. Y vaya si da trabajo esta nena que se hace caca y pis a cada rato, pero una caca y un pis de leche, de blanca sustancia original, todavía sin la asociación con las bacterias simbióticas que nos dan acceso a los alimentos de la rapiña. Todavía Amanda se alimenta de la sustancia de su propia especie, no tiene que luchar contra la resistencia de la fibra vegetal y animal. Ahora el trabajo es de Juan y es mío, es un trabajo tedioso, agobiante, levantarse tres veces o más en la noche, obligarla a comer lo que ella quiere comer pero no sabe, lo que a veces se olvida, y duerme y sueña que come. Amanda se trastabilla en su propio deseo, quiere ya una leche que si se le da sin barreras la atraganta y la ahoga. Cuánto trabajo educar a esta nena, educar su deseo, sacarla de la vacilación de su entrada a un mundo nuevo sin hábitos y sin justo medio. Tiene que aprender de ensayos y errores, palpar sus límites, chocarse con la negatividad de lo que se resiste porque es otra cosa. No es el interior de mamá donde ese diosecito inmóvil convocaba en torno a él todo lo que necesitaba con mensajeros alados que tienen el feo nombre de hormonas.
A veces me rasguña la teta por su tensión de impaciencia. Entonces me enojo con ella, ¿y cómo no enojarme, si le doy todo y ella me castiga? Pero después le miro los ojos azules y ellos me dicen “te quiero”, me dicen “ya sé”, o “ya voy a saber, pero ahora me manda el instinto, soy un animalito, mamá, algún día seré persona pero eso lleva el trabajo del tiempo, que es el sentido del tiempo, el tiempo es trabajo. Vamos a colaborar juntas, pero vamos a chocar, porque quiero que estés a mi servicio, mamá, te quiero dominar, pero no me lo permitas, porque si te domino voy a ser tu sombra, no voy a desprenderme, no voy a ser yo la que trabaje, me voy a quedar en la insatisfacción de un hambre que se perpetúa porque sólo puede destruir lo que la satisface para destruirse ella misma y después volver a generarse en una monotonía improductiva”.
A veces me quiero ir con mi mamá, Amanda, aunque me llevo mal con ella, ir con mi mamá porque no quiero ser mamá, estaba muy bien eso de ser hija, lo hubiera querido ser para siempre. Pero no hay siempre para el hombre. Si no tenés hijos no te queda ni la pobre eternidad de la herencia, ni la imitación de la eternidad que es la ley en el tiempo.

De la depresión postparto
Juan me ayuda mucho. Dice que tengo depresión posparto, y su conocimiento de la psicología lo hace tolerante con mis caprichos de querer volver a ser la misma, querer que esta experiencia tan hermosa no haya ocurrido, porque me lastima, porque hiere mi Narciso, porque Amanda es más linda que yo y yo estoy hecha una bruja que se irrita y no tiene tiempo para maquillarse ni para depilarse. Pero cuando Amanda me mira con la boca abierta, cuando se sonríe en sueños, cuando queda extenuada de tanto tomar leche, cuando grita “e-la e-la”, cuando le huelo la piel con su constante olor a leche, cuando la veo distenderse sobre su piel mojada por el agua jabonosa durante los bañitos de cinco minutos recordando la tibieza del líquido amniótico, se me pasa el berrinche.

De la humanidad de un recién nacido
La humanidad de Amanda está en sus ojos. Cuando duerme es una ranita contraída de cuarenta centímetros, con una cabezota exagerada. Cuando duerme es un corazón que late y una pancita que respira. Pero cuando abre los ojos aumenta de tamaño, se abre paso en el aire, obliga a las cosas a retroceder, paraliza los muebles y achica las paredes, y hace un combate de igual a igual con la luz que entra por la ventana. Con los ojos enfrenta el fundamento de las cosas, el origen del color y la forma, y lo hace sin temor, como si estuviera destinada desde la sombra uteral a dominar los fenómenos de la luz. Cuando me mira a los ojos me dice “te conozco”, sabe mis debilidades y mis dudas pero me acepta con el cariño incondicional de un enamorado, con el equilibrio que ve las cosas pasajeras con los ojos de la eternidad.

De la vida dura de un recién nacido
Hoy Amanda sufrió simultáneamente dos catástrofes: le agarraron gases y se le salió el chupete con el cual suele superar sus ansiedades en momentos límite. Ella chupa el chupete como si fumara un cigarrillo en espera de que pase la noche triste y un nuevo amanecer la haga creer de nuevo en la vida extrauterina. Es tan dura la vida, hay un constante fluir doloroso en el cuerpo que es compensado apenas por esa plenitud de leche recién bebida porque ésta suele opacarse cuando el exceso se sale por la boca y los cólicos impiden conciliar el sueño. Eso hace que Amanda sea una filósofa que en los momentos sin placer ni dolor medita sobre la eternidad o se distrae de su cuerpo en los meandros espirales del ventilador de techo o en los reverberos del calor de la estufa de tiro balanceado. ¿Qué sería de ella si una inmensa mancha roja no la obligara a distrerse de su vida corporal?

Del origen del temor
Amanda nació flaca y larga, con el seño fruncido, con un dejo de pena. Ahora tiene unos cachetitos redondos, una papadita de luz rosada, y sus ojos a veces son asombro y otras veces son satisfacción. Cuando le doy un beso de nariz después de que toma la leche y me invade su aroma blanco y dulce me parece que recuerdo haber sido una bebé que cruzaba las piernas y estiraba los brazos para desperezarse. Pensar que no le tiene miedo a la oscuridad, ni le molestan los ruidos para dormir, ni se siente a veces separada de su cuerpo, ni se angustia, ni desea estar en un mundo más justo. ¿De dónde salieron nuestras insatisfacciones, nuestros miedos y locuras?

De la expresión de un bebé recién nacido
¿Qué es la oscuridad antes de la luz? ¿Qué es la luz antes de la luz para el ojo que la busca en la oscuridad? Amanda no vivía en la oscuridad en el útero, porque la oscuridad sólo lo es en contraste con la luz. Vivía en la tibieza, en el latir del corazón, en el fluir de la sangre. Sus ojos eran parte del trasfondo de lo posible, en el vacío lleno de lo por venir.
La bebé se sacude como una bailarina flamenca, y en el punto máximo de tensión, con los puñitos cerrados, se relaja de golpe y deja salir entre sus labios algo que parece una revelación pero es solo un provechito. Cuando hace pucherito le pongo el chupete en la boca. Cuando le tiembla la barbilla chupa, después se detiene, le vuelve a temblar la barbilla y vuelve a chupar. Así pasa media hora hasta que se duerme o le vuelve el hambre. Sólo cuando está satisfecha y todavía despierta puede darse el lujo de contemplar un rato el mundo, de desarrollar una pequeña voluntad de verdad, apenas emergente entre las ondulaciones de su voluntad de vivir.

De las mariposas, otra vez
Nuestro jardín se convirtió en un criadero de mariposas. Las veo revolotear mientras Amanda duerme, los vecinos hacen un ruido machacante por su obra en construcción y por la radio dicen que pronto va a haber guerra en Medio Oriente. Las mariposas no tienen oídos, no saben de obras de construcción o de destrucción. Amanda tampoco. Amanda duerme porque para ella cualquier ruido es todos los ruidos, porque para ella no hay causas y efectos, porque vive en esa ingenuidad primordial del todo uno que los filósofos y los poetas buscan donde no está.

Del sentido de lo que no es bello
No todo es bello en el oficio de la maternidad, pero parece tener un sentido más allá de la belleza, o más bien parece tener una belleza que trasciende la belleza, que se anula como tal y se hace sentido.
Fue difícil volver a hacer el amor. Yo pensaba: estando Amanda presente no voy a poder recuperar el sano egoísmo de mi placer. Pero Juan, que sabe que lo mejor es en este caso no pensar, se desnudó e hizo emerger en mí un deseo algo ajado que se impuso a pesar del dolor de la reciente episiotomía y del desplazamiento del huesito dulce.

Del cielo y del infierno
Amanda intenta gatear cuando la pongo dada vuelta en la cuna, pero la cabeza le pesa, como si su vida estuviera en el cuerpo y asomara a los ojos, como si su cabeza fuera su caparazón, su casita ambulante de caracol. Cuando grita y no llego a tiempo para ponerle el chupete, se pone colorada, abre la boca moviendo la lengua y su barbilla vibra y ella patalea. Es como si todo su cuerpo se conviertiera en una garganta abierta. Los éxtasis lácteos son claros y turgentes. Su cara se vuelve sonrisa y cielo despejado. Oscila así entre un diablito y un ángel, y sus dos estados extremos son cielo e infierno. Pero cuando tiene hipo el dolor no se apodera de su ser. Su cuerpo se agita, tanto que hace mover todo el moisés, pero su cara a veces expresa molestia, otras indiferencia, como si el placer de la leche estuviera asomando su punta tirándole una cuerda en medio de los vaivenes de un pecho que es tironeado por una fuerza profunda y desconocida. En esos momentos se niega a ser cuerpo, y asoma la negatividad del espíritu en su paz budista de boquita abierta, sus cachetes lunares y sus ojitos de disco solar.

De cómo un bebé se vuelve un soldado
Juan está indignado por la guerra. Yo miro a Amanda y me pregunto si va a haber guerras cuando ella sea grande. Pienso que sí. Siempre las hubo. Las hacen los hijos de los matrimonios rotos. Los yankees tienen lanzamisiles y morteros, pero yo tengo mi cañoncito de crema pastelera, mi paquetito de ricota. Ella también tiene sus violencias, pero no alcanzan más allá de los límites de su moisés. Todo lo que sale de ella está hecho de leche. No es contaminante. Alegra el paisaje. Es una hermosa decoración para la casa, con su cara cachetona y rozagante. Es una estatuilla de mármol blando animada por espíritus adormecidos, malos cuando patalea, buenos cuando sonríe. Pero esos espíritus son tan pequeños que si son malos no hacen daño, y si son buenos irradian sin necesidad de panfletos, sin necesidad de arengas sobre causas nobles.

Del bebé como un huésped extranjero
Amanda es un refugio de fantasmas, de recuerdos del futuro. Nosotros no hacemos otra cosa que esperar la llegada de su voz, la constitución espontánea de su libertad. Tratamos de orientarla, pero lo que más nos caracteriza en este momento es la espera. La ropa, la leche, los biberones, todo eso no es más que una ofrenda que ponemos a su disposición para que Amanda se haga con ella su propio ser.

De los inicios del lenguaje
Cuando Amanda se asusta pone las manos crispadas como dos estrellas de mar. Ahora que puede mover la cabeza me sigue con la mirada y el mundo se le volvió una semiesfera de puntos de fuerza alrededor de los cuales su mirada pivota saltando de uno a otro como un mono que va de rama en rama. Una vez que comió, su cara se concentra en una mueca de esfuerzo por largar algo importante al mundo, y dice aau, sonriendo después, satisfecha de su logro lingüístico.

De la esencia humana
¿Qué es Amanda? ¿Es un monito, como diría Darwin? Es un bebé orangután, con sus ojos grandes y su nariz chiquita, con sus pelitos rebeldes, con sus manos y pies prensiles que no soportan el roce de las telas. ¿Es un cuerpo en el espacio-tiempo, como diría Einstein? Tiene la fragilidad y el carácter pasajero de todo lo material. ¿Es un perverso polimorfo, como diría ese viejo flaco y barbudo que está en la foto que tiene Juan en su consultorio, encima del diván? Su piel es un órgano para el goce, un receptor de caricias y de besos, una mano tendida hacia el mundo para lo que el mundo mande, sea placer, sea dolor. ¿Es un conjunto de macromoléculas orgánicas, como dirían Watson y Crik? Los bioquímicos pueden analizar las sustancias que forman los productos de su digestión, y decir si está bien de cetonas, de ácido úrico, etcétera. ¿Es energía electromagnética, como diría Maxwell? Cuando escucha un ruido mientras duerme se eriza como la limadura de hierro al pasar cerca un imán de curvas tentadoras. ¿Es un alma inmortal en un cuerpo-cárcel, como diría Platón? A veces se abstrae de sus hipos como si los viera desde una eternidad. ¿Es un burbujeo de fuerzas que luchan por someterse una a otras, como diría Nietzsche? Veo en su cara el esbozo de una sonrisa, de un pucherito, de un asombro de ojos abiertos y de un seño fruncido, como si no supiera entre cuál de esas expresiones optar para fijar los sentimientos recién nacidos que se mueven en su interior, en una pequeña guerra de actitudes opuestas. Amanda es todo eso, y no es nada de eso, y es mucho más que eso, y es lo infinito, y es la nada, y Amanda es Amanda, y no es Amanda, porque también es otra cosa, otra cosa que no es una cosa. Y lo que acabo de escribir ya es bastante ciencia y filosofía como para estar toda la vida arruinándote la vida y dejar de vivir por vivir pensando.

Del invierno y del olor a bebé
Dos disparos de hielo del sur dieron muerte al verano. Llueve mucho. Hay que abrigar a Amanda con la ropa, porque está muy movediza y no se deja con sábanas y colchas. Ahora estamos al fuego de la hornalla. Amanda se saca el chupete con placer, y después llora para que yo se lo ponga en la boca, en un juego de destreza cíclico, interminable. Por momentos sonríe, estira los brazos, revolea las piernas. Por momentos bosteza. Todavía vive en las cercanías del sueño, y su vigilia está casi siempre beteada por el llanto. Parece que reir es algo superior, algo que este cachorrito todavía desconoce. Se mueve entre el éxtasis lechero y el dolor del hambre, en una oscilación que no la rompe porque su horizonte de expansión es muy pequeño, y la rodea el ambiente templado de lo cotidiano, la cercanía de papá y de mamá, el biberón en una mano siempre tendida. Ahora puede orientar los brazos hacia los objetos, puede sacudirlos y asustarse de la cadena de efectos desencadenada por tan poca causa. Un paño con un oso dibujado puede derrumbarse sobre su moisés si lo tironea apenas con la mano.
Como un universo joven, Amanda es una burbuja de leche en expansión constante. Todavía no tiene más límites que la curvatura de su propio espacio. Toda su ropita está impregnada con su olor a leche cortada, y no hay jabón en polvo, de espuma normal o espuma controlada, que pueda impedir que su body rosa y su pantalón blanco le digan al mundo “por aquí pasó un bebé”. La leche que toma con avidez es tan fuerte que sería indigerible para una persona adulta. La fragilidad de los bebés es entonces un mito, y no porque les revolotee alrededor un ángel de la guarda.

De la evolución de las cunas
Mamá me dice que cuando ella era bebé la tenían acostada en un cajón de frutas. Me da ternura pensarla igual a Amanda, haciendo muecas con expresión de asombro, levantando las piernas y moviendo los brazos, feliz de estar en la cocina, al calor de los carbones encendidos, mientras la mamá, vestida con un batón floreado, le sonríe.



De la extraña cosa que es llegar al sueño
Lo más difícil es hacer que se duerma. Toma un poquito de leche, protesta con la mamila en la boca, se la saco y se pone a gritar, el papá la calma diciendo “qué rica leeche”, “despacito, despacito”, “quépachóoo, quepachóoo”. Le sacude un pescado rojo con ruedas amarillas y vientre móvil de plástico transparente con bolitas de colores que le trajo mamá de regalo, y así la distrae. Entonces chupa más despacio, hasta el sueño o el hipo. Juan está extrañamente cariñoso con ella. Se la pasa un buen rato mirándola en la cuna, diciéndole “a-a-a-á, a-a-a-á”, hasta que ella le contesta con una “a” bien pronunciada, que logró desprenderse del “e-lá” de su llanto dulce, y ahora toma vida propia, se hace un medio de comunicación con el papá. Cuando logra decir “a” después de mucho abrir la boca y retorcer las piernas y crispar las manos, sonríe de un modo tal que antes sólo lo hacía en sueños.

Del descubrimiento del lenguaje
Amanda descubrió el lenguaje. Dice aaa, auu, agu, y se sonríe. No necesita más que su propia aprobación a los ensayos de dicción. Le encanta pronunciar sola esas vocales. Pero después se cansa y llora como si la estvieran torturando. Y ni el chupete ni la leche son suficientes. Es que está creciendo, y eso le duele. Porque el dolor es cada vez más claro, cada vez más expresable. Porque la garganta está afinada y es como un cuerno de alce llamando a la batalla.

De la memoria del universo
¿De qué pequeñas percepciones, esbozos del futuro, procedió ese charquito de burbujas emotivas, de burbujas de amor y violencia, que era Amanda en la cuna-pecera con rueditas que pusieron a mi lado en el hospital dos horas después del nacimiento? Cuántas vidas distintas habrán pasado los quarks de colores mientras chapoteaban entre gluones hasta formar los núcleos de los átomos de las moléculas que ahora tienen el nombre de Amanda.

De los mundos que podrían ser peores que éste
Juan escribe:
Hay una inmensidad de mundos posibles en los que Amanda muere o nunca nació. Me duele mucho pensar en los Juanes de esos mundos paralelos. Ayer puse a Amanda boca abajo apoyando su mejilla izquierda sobre el colchón del moisés, y al verla de nuevo estaba mirando para el lado contrario. En uno de los mundos posibles ella se ahogó por culpa mía, porque yo sé que no hay que ponerla boca abajo sin una vigilancia continua.
Juan tiene una manera muy especial de decirle a Amanda cuánto la quiere.

De la muerte, otra vez
¿Algún día se va a morir Amanda? No en los días de mi mundo. Mi mundo se va a terminar antes que Amanda, y en eso radica el sentido de mi vida.

De la Amanda futura en la Amanda presente
Cuando Amanda tiene los cachetes –pétalos de rosa beteados de blanco con nervaduras azules- elevados como pómulos, mientras su boca está abierta y los ojos abiertos al máximo, es una bebé tan bebé que si fuera adulta la expresión resultaría tonta, pero siendo lo que es, dan ganas de besarla toda. Pero a veces su boca está cerrada, sus cachetes permanecen en suspenso sobre el aire que los rodea, los ojos se relajan, no buscan nada, quedan en la semipenumbra entre el interior que bulle como un barro en espera de forma y el exterior lleno de luces y de rebordes nítidos aunque sin utilidad clara para ella. Entonces veo a Amanda adolescente, Amanda sintiendo las dulces oleadas de un calor de cuerpo floreciente.

De lo que mueve a un recién nacido
Hoy Amanda se agarró de mi pelo. Estaba muy nerviosa, tanto como esas noches en la que pega gritos que son intentos de expresar sus malos sueños. También se prendió al cuello de la remera de Juan. Cuando lo hace mira hacia otra parte. No es ella la que agarra. Es un ser más sabio que todavía la ayuda, que maneja los asuntos de los que no es capaz su pequeña película de conciencia frágil, ese mismo ser que proyecta imágenes sobre el telón oscuro de los párpados cerrados durante la noche, que maneja su respiración, el ser que la hace crecer, el ser que algún día la va a poner en brazos de un hombre amado.

Del misterio de la herencia
¿Cómo es posible que de Juan y de mí haya salido algo más lindo que los dos? Belleza atraviesa a Amanda, llena sus cachetes, tiñe de azul sus ojos, moldea su cabezota con curvas suaves, Belleza le da manos y pies de dedos perfectos, una colita redonda, una piel que al tocarla muestra la consistencia de la superficie de un lago soleado. Belleza la hace emitir quejidos que conmueven como una tragedia de Shakespeare, sonrisas tan atractivas y frescas como paisaje de Bariloche, como baño en el mar. Cuando traga la leche hace un glup agudo, apoya una mano sobre la otra, señala con un dedo pero no señala nada, es solo un desperezamiento, una necesidad de expansión que no tiene más objetivo que el placer, el mismo placer que da llorar o reir. Cuando la envuelvo con una sábana a veces levanta los brazos entre sueños y es como si estuviera vestida de paloma. Pero a veces se araña la cara con sus uñas de muñeca, se tira de los pelos, patalea, le da un golpe al biberón y lo hace volar, y el biebrón no es paloma. Me gusta que clave en mí las uñas cuando se agita mientras toma la leche y no alcanza con mostrarle ese pescado de juguete que es para ella siempre atractivo porque todavía no vive en la linealidad del tiempo que pasa y todo es para ella recién nacido, aunque las mismas cosas la afecten siempre de la misma manera. Cuando clava en mí sus uñitas soy el amortiguador para sus penas y me siento almohadón, colchón de plumas, esas cosas blandas que están en el mundo para cobijar nuestras aristas más duras, nuestro lado pétreo e insensible.

De la felicidad en ella y en mí
Amanda sonríe cuando me vé. Sus cachetes se redondean, sus ojos se relajan, y una luna con corazón rosado me dice que es feliz, y yo me derrito al calor de esa felicidad, se me licúan los rebordes que dibujan en mi cara ojeras de cansancio.

De lo que soy para ella
¿Qué soy para Amanda? Una mirada que sigue, que busca, que se sostiene sobre una cuerda floja que desemboca en sus ojos. Una teta que se disuelve en su boca y que siempre vuelve, que se recrea a sí misma para que a ella no le falte leche. Una mano que sostiene el biberón, otra que toca su mano, un hueco en el pecho para que se acurruque como en el útero perdido. Una sonrisa y una vocal que imita y comprende como si ya supiera. La que limpia su cuerpo, la que se queda con lo que ella saca de su interior, la que recibe su don. Soy la que recuerda este momento, la que lo documenta para devolvérselo en palabras, cuando ella ya no sea ella, cuando no sea bebé, cuando ella entienda, cuando para ella sea más importante entender que ser, cuando para ella sólo sea lo que se puede entender.

De lo que se pregunta un bebé
Juan está escribiendo una interpretación de la agarofobia en términos de la alegoría platónica de la caverna. Mientras está frente a la computadora yo me quedo al lado dándole el biberón a Amanda. Juan da vuelta la cara y sonríe. Le estoy explicando a Amanda que hay pájaros que comen gusanitos, y se los señalo por la ventana. Juan me dice que Amanda no se fija en los pájaros, porque se está preguntando qué es lo que yo quiero. Que se pregunta lo mismo que yo cuando no me explico por qué Amanda sacude la cabeza cuando toma la leche y se atraganta y se pone contenta cuando está tan llena que le desborda la leche por la boca. Yo le digo que Amanda no puede preguntarse esas cosas porque todavía no tiene lenguaje. Juan dice que el llanto ya es lenguaje cuando le damos el biberón, porque eso le enseña a asociar el llanto con el hambre. Que su pregunta tiene la forma de una búsqueda del objeto del impulso que se esconde detrás de mis gestos. Que yo le pertenezco, que mi teta es suya, que cuando la dejo a Amanda gritando su hambre sobre la cama porque tengo que ir al baño, ella se pregunta por qué se le niega esa teta que es suya. Yo le digo que es cierto, que cuando nos vamos de su lado para hacer el amor y ella llora y le pongo el chupete en la boca para calmarla ella me mira con dureza. Juan dice que si yo interpreto esa mirada como dureza entonces se va a convertir en dureza. Y tiene razón. Porque cada una es el no de la otra, y la contiene en su interior. Yo quiero saber qué quiere de mí, ella quiere saber qué quiero de ella. Ella quiere estar segura de mi amor. Yo quiero seguir amando a Juan sin dejar de amarla a ella.

De la imposibilidad de definir a Amanda
Amanda resalta entre Juan y yo como la naranja en el árbol. Es redondita, suave, emite sonidos de cristal. Tiene todavía la morfología de una cigota, de una teta, de un átomo. Es un planeta incandescente recién desprendido de sus envolturas de nebulosa, sin esas capas duras de corteza que lo van envolviendo, acercándolo a su muerte térmica, desviándolo de un posible destino de estrella. Nosotros nos volvemos más y más hueso y músculo, tenemos que rescatar nuestros mares del avance de las piedras en libros y en discursos. En ella todavía no se separaron las aguas. Es una gota rosada, es una burbuja de jabón, una mancha de aceite tornasolado jugando a descomponer la luz sobre el suelo de una estación de servicio. Por suerte no crece tan rápido como las mariposas en el jardín.

Del origen de la idea de causalidad
Le hice un móvil. No soy buena para las manualidades. Até un cordel al palo del moisés donde se anuda el tul, le engarcé una flor, una estrella, una luna y una mariposa de cartón, forradas con papel floreado en una cara y con papel glasé metalizado de color plateado en la otra. El otro extremo desciende y se enrosca en una de las manijas de la canasta, como un puente tendido entre el cielo de las ideas platónicas y la realidad que Amanda puede tocar con sus pies.(sus mano todavía no le alcanzan). Se quedó absorta mirando cómo se movían esos espejitos de colores. Después sonrió y empezó a hablarles con muchas aes y ues y aguses. Le levanté el pie para golpearlo reiteradamente contra la manija, hasta que empezó a hacerlo sola. ¿Habrá comprendido la relación entre causa y efecto? No. Ella pensaba que induciendo al móvil a agitarse éste debía persuadirse de continuar en ese movimiento para su placer, y se puso triste cuando se dio cuenta de que mantener el agitamiento de esos brillos y colores requiere un esfuerzo constante. Le parece un capricho de las cosas y le pide a su diosa-madre que le devuelva al móvil su agitación de rama con hojas en día de viento. Pero yo no soy una diosa, también me cuesta trabajo, y cuando me canso ella se pregunta qué hizo para perder mi favor.

De qué es dormir para Amanda
Amanda se chupa un dedo, o más bien una mano, porque el dedo no le alcanza, y piensa: el mundo es un vestido negro con lentejuelas que brillan y se mueven constantemente, y dormir es quedar acostada sobre el negro del vestido y soñar con las lentejuelas, soñar que se hacen tan brillantes que duele o que le dan un calorcito de lámpara halógena.

De la sonrisa y la palabra
Cuando le toco la nariz y le digo “oh”, Amanda sonríe. Su sonrisa concentra todas las vibraciones del cuerpo y de pronto ya no es una lucha de fuerzas contrapuestas, uno de esos temblores que suelen tener las chicas que fuman. Con su sonrisa se prende de la mía, la sonrisa de mi papá, que fue sonrisa en mi abuela. Después de sonreír dice “a-a”, que es su manera de llamarme. Pero el sonido es incapaz de expresar lo que siente, y ante mi cara de sorpresa se pone a llorar. Entonces le doy el chupete y ella masca su frustración. Sin embargo no se rinde. Solo hace una pausa en espera de otra oportunidad.

Del sueño como destino
Le acaricio el pelo, que es duro como el del padre. En la coronilla tiene un torbellino de esos que forman los ciclones y se ven en las fotos satelitales. Mamá dice irónicamente que es señal de nene bueno, o sea, travieso, lo cual se contradice con sus afirmaciones sobre la bondad de los chicos que se chupan el dedo. Después le doy de comer. Le digo “mmm qué rico” y ella me sonríe a través de la mamila. De pronto se sacude y se larga a llorar. Es Morfeo, que frota una de sus alas contra la nuca de Amanda. Pero Amanda es una luchadora y se resiste. Sacude la cabeza de nuevo, llora a lágrima viva, se sabe atacada a traición, por la espalda, o más bien por algo que va más allá de la espalda y a la vez está del lado de adentro. Los ojos se le llenan de lágrimas. Yo intento consolarla con caricias, le hago provechito, le pongo el chupete, pero contra eso que la sacude puedo tanto como contra los delirios del primo Pedro, que fue dejado libre bajo palabra pero por las noches aulla y despierta a los vecinos. Al final le acaricio las sienes, como para acompañarla en su derrota, para que la despedida hasta el otro día, o hasta la otra toma de leche, no sea tan dolorosa. Una caricia que me hace bien a mí más que a ella, que no puede sino ceder ante los temblores que le produce el agitar de las alas del dios del sueño. Amanda es derrotada, sus párpados se cierran, las respiración se enlentece. Me da pena. Y sin embargo, cuando Amanda despierte, va a sonreír como recién llegada de un mundo de mamaderas repletas de leche, de un mundo de bañito tibio.

De la imposibilidad de una comunicación sin lenguaje
Cuando emite una sucesión de “aes” y “ues” de mayor o menor volumen Amanda siente que los rojos son más rojos, que se dilatan sin agrandarse, que se iluminan sin luz, que brillan. Siente que se comunica. Pero es una ilusión. Algo falta. Papá y mamá le siguen el juego, “no me digas”, “¡qué interesante!”. Pero ella sabe que falta mucho para llegar a la palabra. Pero si yo le canto, si modulo una “a” en toda la escala musical, sonríe, porque mi canto, como su balbuceo, es el grito domado, es la contracción en la boca de las ondas dispersas en todo el cuerpomar, en todo el cuerpoviento, el cuerpocopadeárbol, el cuerpocristal que así pasa por un embudo su energía en dispersión y no se quiebra en brillitos, se hace foco de luz, rayo laser. Se hace, en fin, una conciencia.

Del uso de la mano como pasaje del mono al hombre
La mano de Amanda ya aprendió a agarrar. Se cuelga de mi vestido cuando la tengo a upa, se aferra al borde de la manta para que no se suba hasta taparle la cara. Su mano puede tirar de un babero colgado del borde del moisés, agarrarse de una cinta, apoyarse sobre una de mis tetas mientras Amanda toma el biberón con la carita hinchada de placer, o posarse en su mejilla, o arrancar de su boca el chupete para que yo se lo vuelva a poner, jugando a “mamá hace lo que yo quiero”, jugando a “tengo y no tengo”. Pero es la mano la que agarra el dedo de Juan cuando él le toca con la otra mano la nariz haciéndola sonreír tanto que se le arruga el entrecejo como si fuera a ponerse a llorar. Es la mano, digo, y no Amanda, que ni enterada está de lo que su mano está haciendo. Como nos pasa a todos la mayor parte del tiempo.

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