sábado, 16 de agosto de 2008

Si tenemos bajo nuestros dedos una masa dulce y perfumada nos ponemos a amasar la sustancia del universo-Gastón Bachelard

De Hegel como poeta (según Juan)
Juan escribe:
Había una vez un poeta llamado Hegel. Todos lo confundían con un filósofo. Hasta él se confundía con un filósofo. Encontró una analogía muy simple. Después la enriqueció de matices, la rellenó de ejemplos. La analogía era la inquietud. La inquietud de la parte por el todo. Por el todo del que surgió como parte. Cuando sólo había todo no había nada. Como el todo era nada se negaba, se agrietaba, era uno solo, la soledad lo hizo soñar muchos. El sueño después empezó a soñarse solo. Hizo al todo una parte de su sueño. El todo una parte. La parte misteriosa. La parte oculta. El sueño quiere despertarse. El sueño tiene un sueño, y ese sueño es estar despierto. Hegel pensó un dormido que se despierta. Si el sueño, que niega la vigilia, se niega a ser sueño, surge una nueva vigilia, una vigilia soñada por el sueño. Despertarse del todo es verlo todo, es ser el todo, es llegar a la verdad. Pero sin prescindir del sueño. El todo, por ser todo, es también el sueño. Es el sueño del sueño. También Perón fue un sueño. Ahora nos despertamos, pero nos despertamos a otro sueño. Un sueño de dispersión y multiplicación y desengaño. Hay que volver a soñar con el todo del sueño que es el despertar.

De cómo complicarlo todo
Ay, Juan, cómo complicás el todo. La poesía no es un ping pong en el que la pelota vuelve cada vez más grande como una bola de nieve. La poesía es chiquita. Es tan chiquita que la mano del pensamiento no la puede atrapar. Es un camino chiquito que lleva a realidades chiquitas y lindas. Ese Hegel no era un poeta porque no quería lo chiquito, quería lo grande, lo gigante, lo enorme, la piedrota.

Del dolor de Juan
Juan dice:
Tengo que superar el dolor asimilándolo en una afirmación superior. El dolor me hace perder la ingenuidad infantil. Pero quiero abrazar la otredad en una síntesis superior.

De por qué no me gusta la filosofía
Yo no necesito asimilar nada, Juan. Yo miro. Me gusta mirar. Me gusta mirarte. Que cada uno sea cada quien. Así los encuentros son descubrimientos.
No me gusta la filosofía. Piensa que atrapa las cosas con el pensamiento, y ni siquiera viruta, porque la viruta tiene espesor, y el pensamiento es muy flaco, pobre, tan flaco que no puede aparecer más que como una línea que divide una cosa en dos partes de cosa.

De la mirada de una nena de cinco años
Gloria me dejó a Maribel y se fue. Maribel tiene cinco añitos y dice todo el tiempo: esto mío, y yo le digo que sí. Me pregunta: ¿ahíba hay pesonas que se pelean y se tian petados?, y yo le digo: no, las nubes chocan y hacen chispas y ruido y se contraen y se derraman en la lluvia. Me pregunta: así como me caigo abajo si paso po acá (o sea, entre los barrotes del balcón del depto) si salto ¿me caigo hasta el cielo?. Yo le digo que ya estuvo en el cielo cuando fue en avión a Bariloche. Me pregunta: ¿hay pinochos en el cielo?, y yo no quiero seguir. Su mundo es el mundo que dibuja con fibra en el jardín y yo solamente le puedo hablar del mundo de la ciencia y la filosofía, pobre de mí.

Del conflicto entre bellezas distintas
Juan consiguió plata con unos talleres vivenciales para mujeres e hijos de empresarios, y unas consultorías de recursos humanos para empresas. El tío Beto, en fin. Contrató un arquitecto para reformar la casa nueva. Me da pena, porque esas plantas que crecen en el techo y la parra del fondo, todo va a ser sustituido por otra belleza.

De la arquitectura
El arquitecto Gustavo nos mostró unos dibujos de la casa posible. Para hacerla tiene que conocer la posición del sol, las redes cloacales y de agua potable que conectan con el río, los movimientos de la tierra, los vientos y las lluvias, el entorno urbano, las costumbres de los vecinos, las necesidades de sus futuros habitantes, la posible extensión de la familia, etcétera, etcétera. No conozco una persona más sabia que Gustavo. Rellena sus ideas de cemento y ladrillos y revoque y madera y tejas y cerámicas y un nuevo ser hace su aparición alterando el entramado de relaciones entre todas las cosas.

De la salida de Juan de la política
Hoy el tío Beto le dijo a Juan que fue muy divertido pero que ya está bien. A Beto le gustan las bromas pesadas. Hasta sus amigos empresarios se la creyeron. Antes tiraba a las visitas a la pileta del fondo de la casa. Ahora sus chistes son más sutiles, más ambiciosos, también más crueles. No pensó que Juan iba a llegar hasta a juntar firmas para que le dieran la personería jurídica al movimiento microempresario. Por suerte parece que eso no lo afectó demasiado a Juan. Con los talleres vivenciales está mejorando su situación económica. Los hace leer libros de Jorge Bucay, los comentan juntos, lloran un poco para desahogarse y se creen felices. Yo lo entiendo a Juan. Todos los hombres necesitan formar parte de algo más grande. De ser posible, la mejor parte.

De la arquitectura, otra vez
El arquitecto Gustavo está peleándose con el dibujo. Borra una línea, una parte de la otra, desplaza los espacios, los agranda, los achica. En su mente las fuerzas cóncavas con nombres de habitaciones se pelean, el baño del primer piso parece a punto de tragarse a una de los dormitorios, la escalera tiene que hacer una torsión desagradable ante las exigencias de la biblioteca, que se achica para no sacarle espacio a la sala. La frontera de la sala con el comedor está todavía pendiente de tratamiento diplomático. Pronto las fuerzas cóncavas que se desplazan para no estorbarse en el espacio limitado de la casa posible van a exigir un esqueleto de hierro, una musculatura de ladrillo hueco, una piel de revoque, un bronceado de pinturas de colores. Las fuerzas cóncavas que viven en ese lugar de la mente de Gustavo que no es sueño pero se parece mucho van a dejar de mostrarse como líneas de lápiz. A cada paso van a tener una realidad corporal más asentada y más insatisfecha por la distancia que separa lo real de lo posible. Va a haber que aceptar una partida sobrante de cerámicas para el baño que se parece más o menos al diseño de olas azules con espuma blanca que yo quisiera, mal que les pese a los deseos amarronados de Juan. Va a haber que aceptar un portón de chapa en vez del soñado de madera oscura por cuestiones de seguridad. Pero lo lindo es que colores, olores y texturas venidos de canteras y fábricas lejanas se van a juntar con los obreros y van a danzar en ronda alrededor del diseño de Gustavo precipitando en nuestra casa nueva.

De cómo se ve algo de otra manera
En prismas abiertos sobre cuatro patas, prismas más pequeños formados por superposición de planos rectangulares unidos por un extremo. Están en la plazoleta, y al lado otros prismas abiertos, pero verticales, también con los mismos prismas pequeños, pero con un hombre, o dos, o alguna mujer custodiándolos. Cruzando la calle también hay prismas abiertos, a veces con las aberturas tapadas por planos transparentes, con gente que entra y sale haciéndolos rotar sobre su eje. Ahora está nublado, y caen esferas que se estiran en segmentos que astillan el aire. Hay combinaciones de prismas con elipses y pirámides y círculos y toros que andan por la calle, con gente adentro. En uno de los prismas cruzando la calle, me siento en un cuadrado con patas apoyando la espalda en otro cuadrado. Me traen en un cilindro un cilindro licuado, y de él sale una nube, una maravillosa nube sin forma definida, como no tiene forma definida el follaje de un árbol. Y es un solcito que brilla, esa nube, que brilla en un día en que todo me parecía haber salido de un manual de arquitectura.

De la muerte (según Juan)
Juan escribe:
Adentro mío hay un ermitaño que me habla de la muerte. No me habla del cuerpo como futuro abono de la tierra. Me da pena eso también, porque mi cuerpo es mi posesión más querida. El ermitaño tampoco me habla de la muerte del alma, que al fin y al cabo también sería poca cosa. Me habla más bien de un apagón. Lo que no estaría mal si el mundo entero se quedara a oscuras. Pero lo trágico es que se trata de un apagón sólo para mí. El ermitaño me dice que el mundo va a seguir, pero yo no lo voy a saber, porque yo no voy a seguir. O sea, la luz va a estar ahí como todas las mañanas, pero no voy a poder verla. No se trata de algo muy distinto a lo que les pasa a aquellos que después de un accidente se quedan ciegos. Ellos saben que ahí están los mismos colores, el azul, el violeta, el verde, el blanco. Pero ellos no están más ahí. No están en el lugar donde se ve. Sí están donde se oye, se toca, se huele, se recuerda. Y se recuerda que hubo colores, y por eso hay consuelo, porque está la fe de que otros los miran y los disfrutan, y hay una cierta esperanza de volver a ese lugar que está a una distancia igual al tamaño del nervio herido. En la muerte también hay recuerdo. Sólo que el recuerdo es el de los otros, el de los que nos recuerdan. La esperanza de que nos sostengan en el recuerdo es como la de un ciego acerca de la posibilidad de volver a ver en el ver de los otros. Y en dos generaciones ni el recuerdo queda. Y lo que es peor, como no somos la mente de los otros, nuestra existencia en los otros tampoco es nuestra. Sé que el mundo va a quedar después de mi muerte, pero algo en mí se resiste y me dice que no puede ser. Mi ermitaño es así de claro. No me anda con vueltas. Tampoco me exige sufrimiento. Si yo sufro es porque sé cuándo viene para hablarme de ese tema. Lo presiento y sé que sus palabras me van a angustiar y por eso lo rechazo. Pero también el ermitaño es paciente. Siento su mirada en la nuca y sé que voy a tener que verlo y escucharlo y que me va a dejar en un estado de melancolía que va a teñir de un sabor inútil mis preocupaciones, y anticipándome a esa sensación yo mismo voy quitando a cada actividad del día el cartel de imprescindible y me voy vaciando hasta que tengo que verlo a la cara al ermitaño. Y al final no puedo oponerle más que una pared, una pared de la casa vieja que mi abuelo paterno me enseñó a pintar.
No sería correcto decir que mi abuelo está en esa pared, que yo estoy en esa pared en la capa número quinientos de pintura blanca y que mi hija también está ahí porque una vez la llevé a que pintara conmigo. Esa pared es algo más fuerte que la memoria, porque no le pedí a la pared que me reflejara, sino que pintándola fui esa pared, y hay así una parte de mí que es igual a esas cosas que no se mueren. Después de haber pintado todo el día, cerraba los ojos en la cama y la pared se seguía pintando adentro mío. Entonces no había muerte, ni yo mortal. Solo una transformación de una cosa material que se seguía en el espacio de mis sueños, que es eso, simplemente un espacio más de los que andan por el mundo y contienen esa pared que los trasciende. Si pudiera llenarme de las cosas que están afuera de mí, en vez de intentar ponerme adentro de las cosas, lograría sobrevivirme. Pero la única manera de hacerlo por completo es llenarme con objetos que sean ellos mismos seres concientes, instituciones, actividades grupales, ideales compartidos.

Del tiempo, que es eterno
Nada es eterno, Juan, ni siquiera el pensamiento. Pero no importa porque todo queda encerrado en el tiempo, que todo junto es la eternidad. Además, ¿te acordás, Juan, cuando me dijiste que te daba impresión pensar en tu vida adentro de la panza de tu mamá? Bueno, a vos te preocupa morirte y quedarte solamente en el recuerdo. Pero cuando pensás en tu existencia en esa panza, o incluso en las cosas que hacías cuando eras chico, te das cuenta de que vos ya te moriste un montón de veces y que no hay nada grave en eso. Algunos seres no sobreviven a sus hijos, porque son sus hijos. Pensá en la ameba que se divide. Nosotros somos hijos de nosotros mismos. Te admito que la sobrevida, la vejez, en fin. Pero la transformación sigue hasta el final, y reverbera en los que siguen estando, como tu yo de hace un año reverbera en el de ahora. Y acá no hay un problema de identidad, lo que llamás vos no es un núcleo duro que resista el tiempo y de golpe se tenga que morir. La nena que fui se murió, también la adolescente. No soy la misma, me queda nomás el recuerdo. Pero siento que es bueno que no sea la misma, hay una evolución, algo más grande a lo que me entrego con alegría.

De mis proyectos literarios
Una revista de poesía me dio una mención de honor por mi tratado sobre las burbujas y va a publicar un pedacito cada trimestre. Estoy recontenta. Cuando le dije a Juan sonrió y me dijo: felicitaciones. Ahora voy a hacer un tratado más ambicioso, dedicado a las grietas, esas enemigas de los arquitectos. Me gusta escribirlo sentada en un sillón de cuerina marrón al lado de la estufa de tiro balanceado mientras en el ventanal se ve la luz fría de este nuevo otoño después de las lluvias con patitas de hormiga que tamborilleaban de a ratos sobre los vidrios del depto entre viento y viento. El sol blanquea las paredes y los árboles inmóviles, cristalizados pero todavía verdes, como si la luz contuviera un calor que se aplasta en una franja delgada que no alcanza a encender el aire. Con esta luz la cebolla de verdeo recién sacada del freezer se llena de motas de brillo. El bulbo violeta, el tronco blanquiverde, una flor, un guante de encaje blanco espolvoreado con harina de cristal.

De Juan y yo y cómo vemos todo distinto
Pienso, luego existo, dice Juan. Es bello, luego, existe la belleza, digo yo. El árbol es árbol por el bosque, dice Juan. Que el bosque no te impida ver el árbol, le contesto. Mi ideal es una solidificación, un conglomerado de brillos de colores, una madeja de restos de hilos rojos, amarillos, azules y violetas. Mi ideal es una música continua y variable que ponga los sentimientos a flor de piel, que me golpee en sus oleadas de viento, porque qué es la música sino viento ordenado, viento que arma arquitecturas invisibles. Las ondas sonoras se acompasan, marchan en superficies rugosas, en capas superpuestas, como filas de caballos en un ejército volátil, y llama a los sentidos, y los sentidos llaman a los sentimientos, y el alma se convierte de pronto en una realidad material, capas de cebolla de armonía cubriendo los espacios aparentemente vacíos.
Es tan evidente que Goethe está en su capilla personal escuchando oratorios de Haendel. Está en alguna parte que describen los libros de historia, está en un borde semitransparente que prolonga la realidad más allá del momento presente.
Yo no sé qué pienses vos, Juan, pero para mí hay música barroca gluglosa. La de Mozart es tantanísima. La de Beethoven es trumpalalatrumpalista. La de Wagner, bramatruenallorallora. Hacer música es agarrar con los dedos índice y pulgar la forma de un jarrón y desprenderla de la cerámica como la piel transparente de una uva blanca. Lo único que se le acerca es agarrar una taza grande con café, una cuchara sopera con crema de leche casi líquida, soltar el chorro blanco para que se hunda en las profundidades del marrón casi negro, porque enseguida sube a flote, hace borbotones luchando por no ser disuelta, se retuerce en un torbellino que se relaja hasta hacerse vestido de novia con la novia girando como un trompo, y al final muere dejando el café teñido con su espuma, una espuma inextinguible. El mismo efecto que hace en mi recuerdo el olor azúcar de la garrapiñada luchando con el mar gris arena en la sombra del viento frío.

De Juan como poeta
Juan escribe:
Qué noche de sueño de selva que respira sus fieras y sus hojas húmedas y crece como los adolescentes cuando guardan cama durante la fiebre. Como la risa de pájaro de las mujeres que vuelven de mañana convertidas en recipientes de alcohol con el dolor disipado y una vida atrás metida de prepo y sólo crece cuando sueña. Como antes de un ataque de pánico, todo titilos de luz sobre fondo negro de boca abierta antes del grito. La vida, en cuanto se hace bella, desaparece como el punto máximo de la luz de un fósforo. Después todo vuelve desde el tamborilleo de mi corazón suspendido sobre las sábanas.
Terrible quiere decir el momento en que el místico se pierde en la noche de su Dios.
Qué lindo ser pez, pues los peces no duermen, y dormirse es morir. Qué lindo ser caballo, pues los caballos no se acuestan, y acostarse es morir. Qué lindo ser piedra, pues la piedra no vive, y vivir es morir.

De las bellezas del barrio
Ay, Juan lúgubre, y eso que la casa está quedando tan linda con su piso de arriba con techo a dos aguas.
A unas diez cuadras, cerca del cementerio, hay una fábrica de poesía que vende acrósticos y poemas de amor. También hay un campo donde cultivan lombrices californianas.
A Juan se le da ahora por la música autóctona. Fuimos a Agronomía y escuchamos a un tal Sosa que cantaba que se te hacía en la garganta un bolo emotivo, que es como un bolo alimenticio pero con lágrimas que no podés digerir, y no poder digerirlas es no poder sacarlas para afuera.

De las grietas
Las grietas son cuevas subterráneas con estalactitas y estalagmitas y rugosidades enormes que al roce de los dedos parecen arenilla frágil. Hay brillos minerales que hacen piruetas a la luz de la lupa, y si echás unas gotas de agua aparecen marejadas y dejan sus pequeños lagos que se filtran entre las burbujas de piedra de los suelos anfractuosos del revoque fino. Rodrigo, uno de los albañiles, me pregunta qué hago mirando la pared con una lupa. Pero mejor no le digo.

De la Feria del Libro
Feria del Libro, mi paréntesis, mi ojo de tormenta en calma, mi estado de suspensión entre dos ministros de economía.
Lo primero es subirse al bar del primer piso y mirar el techo de metal iluminado por tantas lámparas, bajar la vista hasta los carteles de papel blanco con el logo de la exposición, después dar una vuelta con los ojos sobrevolando el laberinto cretense de paredes de cartón y finalmente bajar, mientras baja el sorbo de café hasta la panza, bajar hasta centrar la vista en los libros sobre las mesas, los libros colorinches, los libros de título invisible, y la tensión que te genera pensar que quizás ahí esté la frase que te dice todo, capaz que son palabras dispersas entre distintos libros en distintos cubículos que juntas hacen la oración informativa en presente del indicativo que haría todo tan claro que podrías adormecerte acostada sobre el calor del vale-la-pena-todo.
Juan quiere ir a ver. Preferiría quedarme acá arriba, con el café dándole calor a mi mano derecha, y hojear a la gente que hojea los libros, pasarlos como páginas, volver atrás y encontrarme con algo distinto.

Del asombro que me produce lo que a Juan le molesta
Juan dice:
Nos van a dar bonos que va a pagar el Estado, es decir, nosotros con nuestros impuestos. Nosotros nos vamos a pagar a nosotros la plata que nos debe el banco. Y si le vendemos al banco esos bonos y nos da un veinticinco porciento del valor nominal nosotros le vamos a pagar en diez años el setentaicinco porciento de lo que el banco nos debe a nosotros.
Juan habla de un país extraño y maravilloso en el que la falta de fe derriba montañas y las cosas se cambian por papeles entintados.

Del recuerdo, otra vez
Tres nubes grises de borde aserrado sobre fondo blanco, una cruz coronando un bonete cónico de campanario de iglesia, árboles de hojas negriverdes, poco sol de ocaso. Paisaje cubierto por el vidrio de la ventana del bar, como encerrado en una vitrina. ¿A dónde va ese paisaje cuando desaparece de mi vista?. Al recuerdo. Ese es su Paraíso, su vida de ultratumba. El presente corre arrastrando vitrinas con recuerdos que contienen paisajes congelados, pero como el detenimiento de una ola en plena caída, con todo el movimiento plegado y quejoso, tratando de salir, de romper vidrios. La flor roja que recién vi, recuerdo que era roja, pero no veo en el recuerdo su color, porque no hay recuerdos rojos, hay recuerdos de cosas rojas. La sensación se va. Su sentido se queda. Y el recuerdo no es una huella. Veo la huella y sé que por acá pasó el perro. Pero el rojo de la flor que vi ayer no pasó. Lo tengo atrapado por su cola incolora, pero cola del rojo, no del verde ni del azul. Cada color tiene una cola y mi memoria se la pisa, y la cola se estira, y el rojo se esconde en la curva que hace el pasado detrás del presente. Pero estás atrapado, rojo de flor, aunque te camufles de sentido sin color. Y no te quejes. Mi recuerdo es tu sobrevida.

Del otoño y las hormigas
Este sol de tarde de otoño es pura luz. No te calienta, pero tampoco te deja levantar los ojos. Entonces es tan lindo mirar el suelo. Cuántos puntos grises en esta baldosa, cuantas rayas, cuántos microcráteres, pequeñas lagunas, cuántas hormigas cargando sus hojas como veleritos de paño verde oscilando al golpe de las corrientes de aire a ras del suelo. ¿Qué saben las hormigas de plazos fijos, de bonos y reprogramaciones? Ellas tienen el futuro sobre la espalda, su billete para los hongos de toda su vida de un año, y esa vida es tanta vida, porque su camino de baldosas tiene tantas arrugas, tantas luces y sombras. Ya sé que es común comparar hormigas y hombres. Pero si ellas no se preocupan por el precio del dólar y no necesitan aviones a París para las vacaciones, ¿no puedo usar mis virtudes pluriplásticas de hembra humana y vivir vida de hormiga aunque sea un rato?

De unos grabados exhibidos en Palermo Holywood
Juan tiene una amiga de piel bronceada con arrugas de paño estrujado, cara redonda, pómulos salientes, pelo lacio teñido de rubio, pullover tejido marroncito claro y pollera haciendo juego. Hace monoprint y expone en Palermo Viejo.
Qué luces más luces las de los focos en hilera en las veredas de los pasajes dibujando conos blancos invertidos en el aire frío y oscuro y vapor prerrocío. Y esas casas viejas pintadas de blanco y rosa, algunas con la ventana cubierta de un enramado de material simulando bosque. Y ese bar como caja de cristal de roca pintado de violeta, resonando en sonidos atonales que dibujan telas de araña en los árboles de una plaza con fuente de agua tan densa como cabellera densa y blanca. Salas que exhiben objetos coloridos con forma de botellas plásticas sometidas al calor, con apliques brillantes y amatistas y esmeraldas de luz.
El salón de arte es blanco. Hay cuadros rosa y azul verdoso, que retratan frentes de casonas señoriales, con sus frontispicios y bajorrelieves de mujeres en túnicas, chiquitos gordos, flores enormes y retorcidas e instrumentos musicales. Las monoprint de Claudia son negro, rojo y azul con línea blancas. Son paredes rotas y vigas sueltas como marco para caras de dolor y manos en los bolsillos, y se llaman Kosovo, aunque podrían ser AMIA, Afganistán, torres gemelas. La mujer del dueño es una morocha altísima de nariz curvada y pelo sauce llorón, y viste blusa y pantalón blancos con palabras que no alcanzo a leer. Hay un chico con polera y saco, pelo al ras y tilde de barba en la pera, que habla con otro más alto, de pelo rubio ensortijado, que con una mano dibuja caracoles. También hay un señor trajeado que no se saca el impermeable, con barba candado y cara de tristeza sublimada, de tristeza de todo muere. Es de esos que te miran y parece que te dicen: qué linda, es decir, destinada a ser polvo. Afuera una señora, un chico y un perro buscan comida en una bolsa grande y negra de consorcio.

De la filosofía analítica, y su belleza
Doménico vino a cenar. Mientras anunciaban el nuevo plan de bonos en la radio que yo pongo en la cocina para estar informada, Doménico le decía a Juan: supongamos que una bruja hubiera convertido a un príncipe en sapo. ¿Viviría el príncipe en un mundo de príncipe o en un mundo de sapo? ¿Debería ser tratado como su majestad o se lo tiraría a una charca para que coma moscas? ¿Podría tener recuerdos de su vida de príncipe?
Es que Doménico es un filósofo analítico y le encanta hacer experimentos imaginarios. Una se la puede pasar horas escuchándolo. Cuando tenga un bebé lo voy a invitar para que le cuente cuentos y lo haga dormir.

De la marmolería
Juan quiere un hogar en medio de la sala. Un hogar de mármol. Hay una marmolería cerca del cementerio, justo enfrente de la fábrica de poesía. La pared está manchada de un rosa lavado que acá y allá deja ver el revoque blanco. Hay a un lado una pared baja ahuecada y adentro una hilera de columnas que parecen ánforas envueltas en enredaderas. La construcción es un semicírculo de habitaciones pequeñas con grandes puertas de madera vidriadas. Adentro el cielorraso parece un camino de polvo gris con charcos irregulares en los que se reflejan techumbres de madera clara. El piso está formado por grandes bloques de granito gris y granito rojo unidos por arroyos de cemento. La mujer que atiende es rubia y delgada, de nariz grande, está vestida con pantalón y pullover rosa oscuro. Está sentada a una mesa que es un trozo de granito formado por lagunas plateadas sobre fondo rosa, sostenido por tres bloques de granito gris con forma ondeada. A un lado hay otra mesa similar en granito gris y granito rojo, y una de las paredes está pintada de violeta, un violeta hinchado por la humedad. La mujer nos hace pasar a un patio en el que desembocan las vigas de madera del techo como radios de una rueda. Parte del patio está techada y rodeada por una pared de chapas agujereadas que deja ver las palmas brillantes del sol que se agitan saludando entre los vagones de un tren que pasa. El tren roza las chapas y agita la lámpara que cuelga de un techo escondida en un cono de metal igual al de la cocina de mi bisabuelo. Un hombre joven y delgado corta un trozo de granito rojo en una máquina cubierta de polvo. Pero no sorprende el polvo porque todo el lugar parece ser la vivienda del polvo. El polvo es una hiedra prendida a las paredes, al suelo y a la mesa y a veces vuela y dibuja en el aire una lluvia lateral de tiza blanca emanando de su fuente, el interior de una feta de montaña. Hay un hombre corpulento, bajo, con la cabeza unida al cuerpo por un cuello grueso con una onda muscular que levanta el pelo corto y ralo, los ojos chiquitos, los arcos superciliares abultados. Camina erguido, con los brazos a los costados, de los que están suspendidas las pesas de sus puños cerrados que contienen regla y lápiz. Su mesa de trabajo es también un trozo de granito de color indeterminado y surcado por tajos gruesos, y una de sus patas es una lápida puesta de lado que dice:aquí yace Tomás Bunge. La rubia que nos atiende busca un hogar para mostrarnos, corriendo de un granito rosa a un mármol de carrara, de un sector abierto con recortes de colores a una losa de tumba con una cruz estilizada sobre fondo negro, bordeada por arabescos redondeados. No encuentra el hogar. Dice: o se lo robaron o ya lo vinieron a buscar. El hombre corpulento nos lleva a la mesa de trabajo y nos hace un croquis mientras un tren sacude la lámpara y la máquina corta otra feta de montaña llenando el aire de polvillo gris. No podemos hacerlo tan chico porque el pulmón revienta, como esas polleras que se ponen ahora las mujeres, tan apretadas, le dice a Juan.
Mientras hablan, yo encuentro una piedra divina que es una detención de tres ríos turbulentos de color azul negro sobre un fondo beige con pecas rojas. Otra mujer, una morocha de unos cuarenta años, más corpulenta que la rubia, con un traje sastre de color gris oscuro, nos hace el presupuesto. Cuando vemos un uno seguido de un ocho y dos cifras más le decimos muchas gracias, mientras ella nos aclara que el precio es sólo válido ese día. Al final terminamos en una negocio de Olivos donde compramos un lindo hogar de línea clásica en piedra París, esa piedra que le da su encanto a las casas viejas de la ciudad de mis sueños.

De lo que se ve desde la ventana
Me salpican unos puntos de aroma a pollo a la salsa agridulce en esta noche en la que veo el edificio de departamentos enfrente de mi casa vieja nueva. Son como negocios escalonados de vidrieras amplias que exhiben una pareja tomando la sopa, un hombre sentado en su escritorio detrás de cortinas marrones, una habitación vacía con un televisor encendido, su rectángulo azul con vibraciones de relámpago retumbando en el aire. Y abajo, un parque con árboles. Si pudiera elegir viviría en el parque. Veo un árbol grande y es para mí una vida tan distinta y sin embargo tan viva, con sus pulmones hojas verdes, con su estómago raíz, con sus genitales pistilos y estambres. Son como papás fuertes, seguros, de ideales inquebrantables.

Del nirvana
Yo creo que en la tranquilidad de esa gente que hace yoga o practica el budismo zen hay mucho de pasar la escoba sobre una vereda cubierta por las hojas caídas de los ciruelos. Hay una alegría de pasar la escoba con el sol otoñal calentando tu cara y el movimiento continuo calentando tus huesos, y sentís que el alma chapotea tranquila en un charco de adrenalina atenuada, con reflejos místicos dilatados, sin coagularse en dioses o estados de nirvana. Al tender la ropa en la soga cierro los ojos al sol de frente y lo sigo viendo como a través de un rubí, o de un feldespato con vetas claras. El calor de mi nariz se detiene ante las puertas del aire frío y me hace cosquillas. Estiro los brazos y todo mi cuerpo se tensa como una flecha voladora atada al suelo por contrapesos de tetas y de nalgas.

Del nirvana, pero en la playa
Muchas veces, en la playa, con la espalda apoyada en la arena, el cielo pegado al vientre, y el sol, tanto sol, siento que floto, apoyada contra una pared de arena, con los pies suspendidos en el vacío, y el horizonte y el suelo pintados de azul. Bastaría dejar de apoyarme en la pared de arena blanca para flotar hacia el sol. Pero cuando cuelgo la ropa es distinto. En la playa soy un individuo sólido flotando hacia un sol separado de mí. Cuando cuelgo la ropa, en cambio, soy la mimada del sol, él me da lengüetazos en toda la piel y me deja su pátina de calor.

De un paisaje nocturno
Mitad de luna en el cielo, como si el cielo fuera una superficie vertical sin fin pintada de celeste y la luna estuviera apoyada en ella o integrada a ella o detrás de ella asomando por un agujero con forma de luna. Pero el cielo de día y con luna, con nubes que le pisan los talones, si se puede decir que tenga talones la luna, y abajo los bordes aserrados de los pinos verdes y sus troncos negros y más abajo el escenario marrón de este día nocturno con luna y sin sol. Sin sol, porque el sol está atrás de un edificio de departamentos y es de esas lámparas escondidas que dejan ver solamente un halo de luz que recibimos de rebote al pegar en el cielo y ahí donde el sol se oculta es la parte más oscura. Ahora que los días son tan cortos es raro que la gente no salga a cacerolear para espantar al dragón de escamas plateadas y dientes de marfil que se tragaba al sol de los chinos produciendo los eclipses.

De Juan y de mí, ahora
Juan está ahora en su fase mimosa. De noche, en la cama, apoya su cara sobre mi vientre y se deja acariciar el pelo que hace olas al paso de mis dedos. Es el oso herido refugiado en su cueva, que deja fluir su sangre sobre las hojas secas que le sirven de lecho. Falta muy poco para la mudanza y veo las paredes desnudas cuando hayamos sacado las cosas del depto y me pongo a llorar.
Cuando iba a la escuela, el último día de clases era para mí el extásis, la visión a través de tules blancos agitados por el viento del fulgor verdeesperanza de la felicidad. Pero después ya sentía ganas de volver a estudiar. No sabía qué hacer con mi tiempo libre.

De la erosión que sufren las palabras
Juan dice:
Las palabras están erosionadas, ya no me sirven, quiero decir que tengo un nudo en la garganta y ni siquiera me alcanzan las palabras para decir eso. Quiero un lenguaje nuevo que permita transmitir y conservar un mundo entero con todos sus detalles, su color, su textura, su olor, pero no puedo.
Pero Juan, las palabras son solamente palabras, las palabras no son mundo, aunque digan mundo. Aunque yo demostrara que Dios existe no haría más que demostrar que existe la palabra Dios. Lo único que se puede hacer con las palabras es evocar, aludir. A veces te sale una frase que se hace recordar y entonces el esfuerzo de escribir valió la pena, pero no se puede más que eso.

De la materia y de la energía
Cualquier edificio se derrite hasta volverse un licuado de piedras. Para sentirlo hay que estar muy atenta, pasársela días, meses, años yendo a la misma pared. No te das cuenta cómo ni cuándo. Es tan difícil de atrapar in fraganti como las hebras de tu niñez en las noches de adolescencia, con todos esos sueños blandos que te hacen sentir picazón entre las piernas. Ahora los de la India y el Paquistán tienen esas bombas que rompen la superficie sólida de las cosas y les hace salir para afuera el fluido que tienen encerrado adentro, acelerando el paso del tiempo, haciendo que en un segundo no queden más que ruinas. Pero si las bombas pueden hacer eso es porque las cosas más tranquilas son petardos, las más normales esconden a un loco que parece cuerdo porque está medicado. Y medicado es una palabra etimológicamente relacionada con medida, mediocre, medianía, mediación y justo medio. Me da un poco de miedo, porque cuando tiran una de esas bombas se asoma un dios viejísimo y gruñón que está dormido en su caverna de la cuarta dimensión y el sueño del mundo, que es su sueño, se va para el mismo lado de dónde vino, un lado que los que saben dicen que es ninguna parte. Y de pronto te das cuenta de que todo está hecho de fuego.

De un sueño que podría ser premonitorio
Ayer soñé que estaba hecha de agua tibia y terciopelo, y sentía como agua, sentía todo ondas y deslizamientos suaves, y sentía como terciopelo, un estruje con cosquillas de hilos finos y brillos tornasolados. Cada parte de mi cuerpo sentía variedades distintas de placeres y roces. Será porque tengo un atraso en el período de siete días y siento cosquillas en la panza y estoy gorda, ya no tengo cintura. Creo que estoy demasiado nerviosa y se me fue la mano con la comida.

De un sentimiento premonitorio también
Hoy me puse muy mimosa. Me acurruqué entre los brazos de Juan, lo acaricié y lo besé. Después me fui a la cama a dormir la siesta. Me abrigué con una frazada lila hasta el cuello y le sonreí a Juan desde mi madriguera de calor. Él estaba allá afuera con tanto frío rodeándole la cara que me dio pena y lo invité a compartir mi sueño. Se veía preocupado. Me preguntó si ya había tenido la menstruación. Le dije que no y me fue a comprar el test de embarazo.

Del estado de embarazo
Adentro tengo cosas de las que soy correo, paloma mensajera, y cosas que Juan me trajo de regalo desde las entrañas de algún pez antediluviano. Esas cosas se juntaron. Estoy embarazada.
Las lágrimas me hacen ver todo este lío en la calle como a través de las ondas del aire caldeado por un fuego sin humo que hace efectos de piedras tiradas contra espejos de agua. Soy feliz. El mundo es hermoso. Aunque se caiga a pedazos. Hermoso en sus pedazos. Mientras tanto, en el suelo, el pasto crece adentro de una grieta.

De Juan, su madre y su sexualidad
Juan escribe:
A los cinco años, cuando mi vieja me enjabonaba debajo de la ducha se detenía en cada centímetro de mi cuerpo delgado y frágil, de mi pelo con flequillo, pero al pasar por mi sexo apretaba la esponja casi sin tocarlo, dejando sobre él un pompón de pompas de jabón. Ni siquiera lo miraba. Era un lugar para lavar a la distancia, como un sitio sagrado, de contacto peligroso, un sitio del cual el caos no se había ido, un lugar que debía permanecer sucio e ignorado, como toda cavidad que condujera al mundo interior. Pero tenía algo de jefe de lo sucio, de adalid del mal, porque la cola sí era bien lavada, lo más adentro posible, pero el sexo no, aun con su cualidad de saliencia tan evidente. Mi vieja no lo quería. Lo sabía, lo pasaba por alto con rapidez, pero no lo quería. Sí quería mi cola, porque la regañaba con fricciones de esponja por ser tan sucia y tener mal olor, lo mismo que mis sobacos sudados. Pero a mi sexo no lo quería. Él nos separaba, y yo lo despreciaba por eso. Cuando asomó durante la adolescencia, se puso rígido y exigió obediencia y dio placer, supe por qué mi vieja le tenía tanto miedo.

De mis experiencias en la ducha
Son raras las experiencias de Juan debajo de la ducha. Yo me acuerdo que ponía el brazo extendido. El agua se escurría por él en gotas gruesas terminando en un chorro que dirigía contra la espuma de jabón. La espuma se ramificaba en el charco que abrillantaba la cerámica. Me parecía que el agua de mi brazo realmente hacía desaparecer las burbujas blancas. Después hacía lo mismo con el jabón adherido a los azulejos de las paredes aprovechándose de la tensión superficial, hasta que todo volvía a ser como al principio, del color incoloro del agua.
Ahora cuando me ducho le hablo a la panza. Es para hacerle al bebé un nido de palabras. Antes de que venga tiene que tener su lugar, sentirse deseado, saber que lo necesito. Lo que me da pena es que va a vivir en un mundo en el que la realidad se va a mirar a través de dibujos cada vez más simples en una pantalla de computadora. Pero yo le voy a dejar este mensaje: mirá por la ventana. Así va a crear una ciencia nueva, como la que inventó Leonardo da Vinci cuando no pudo o no supo o no quiso leer las obras de los eruditos.

De si hay un momento para traer un hijo al mundo
Eso de: mirá a qué mundo lo vas a traer, es una tontería. Durante la epidemia de peste de finales de la Edad Media la gente seguía procreando y gracias a ellos yo estoy acá mirando un limonero tan amarillo de limones que derrite el frío del cielo gris invierno.

De los restos fósiles
En los bolsillos de la campera verde y blanca de Juan hay restos fósiles que se van acumulando y forman estratos que macerados en el vinagre del tiempo pueden crear cosas indecibles. Pero hay que lavar, así que lo siento por la creatividad magmática de los residuos, pero tengo que sacar los restos semidisueltos en pasta de papel de papeles, boletos de colectivo, propagandas de hoteles por hora y tickets de compras.

De mi orgullo de estar embarazada
Últimamente me da por sentir un orgullo de Nebulosa de Orión, de fábrica de planetas y soles. Chocaron dos bichos chiquitos, se abrió un hueco en el espaciotiempo y asomó una cola de plasma divino que ordenó los añicos del choque alrededor de un centro o un vértice que está en el futuro y se chupa todo lo que tengo en la panza. Es como un hueco o una caldera que se alimenta con parte de lo que como y lanza señales a mi panza para tejerse una colcha y hacerse un biberón y ahí se queda hasta que asome. Ayer lo ví. Es un caballito de mar o una medusa bebé, con ojitos que parecen botones negros y en el medio de su gelatina de vida un bulto rojo que va echando sangre contra sus tejidos para dilatarlos y hacerlos crecer. Cuando con ese sensor el médico me hizo vibrar la panza y mi bebé fue una pared haciendo eco para revelar su presencia desde ese otro lado, todavía apenas este lado, pude verlo tan claro que casi sentí que me estaba saludando. Cuando veo las fotos que son manchones negros no sé por qué me dan ganas de llorar.

Del resfrío y cómo combatirlo (ahora)
Latigazos de vidrio dorado, dorado de cúpula de iglesia de Constantinopla, latigazos de sol en el té, por la miel que le echa Juan del pomo plástico para combatir este resfrío sin pastillas, porque las pastillas le pueden hacer mal al bebé. Hay que conservarle un reducto de naturaleza virgen en este mundo tan humano donde un ojo se mete hasta en la vida intrauterina y todo pliegue y escondrijo queda desplegado y desescondrijado ante la lámpara halógena de la conciencia humana.
Deslumbre azul neón de fuego en la hornalla de la cocina, visita de la geometría a nuestro mundo imperfecto de la mano del arte. Estoy feliz. Yo con-soy bebé. Y es tan el otro lado de la luna como los orgasmos y los sueños. Por más que pase en mí, nunca voy a saber cómo ni por qué. Solo puedo agradecerlo, o quejarme por las náuseas y los vómitos y otros pagos de compensaciones por milagro.

De las cosas de Juan
Juan dice:
El argentino mira el sol y piensa opaco, muy opaco, no hay como el de Italia, ahí sí que tienen sol.
También dice:
Parafraseando a Bergson, el hombre se formula preguntas que sólo la mujer podría responder pero jamás se va a preguntar. Por ejemplo, el sentido del milagro. Milagro es un efecto sin causa. Por lo tanto, no es obra de Dios. Dios es razón suficiente de cualquier cosa. En los milagros sólo hay condicionantes, pero no hay razones suficientes. Por ejemplo, en el milagro de una conciencia que aparece.

De lo que ahora veo
Juan, estás equivocado. Yo tampoco sé. Aunque es verdad que no me lo pregunto.
Lo que sí me preocupa es por qué no me había llamado antes la atención la reproducción de los pliegues de la cortina que hace el hule de la mesa redonda de la cocina del depto, porque ahora que lo veo bien es como una catarata que se vuelve un rápido al saltar entre las piedras, y esto no es una metáfora, porque realmente la luz está siendo desviada por los pliegues del mantel y salpica y hace piruetas en el aire, jugando a ser la luz de la cortina marrón que cubre el vidrio del ventanal.
Y creo que ya sé qué es lo que pasó. Simplemente que quería escribir, y dejé la mente en blanco, y cuando la mente está en blanco se chupa todo y después lo pega a la atención con palabras armoniosas. Y cuando una persona vivió algo parecido, al leer esas palabras le pegan a la atención aquel recuerdo, y a veces el orden de las palabras se parece tanto al de esos recuerdos, que te llegan mensajes de “me encantó su poema”, solamente porque tus palabras le hacen ver lo que había visto y sólo se ve realmente cuando se ve dos veces.
Del temor a perder
El bebé vive en su tierra hueca flotando en el centro de todo, igual que un sol. Pero esta tierra casi se rompe cuando ví los resultados de los análisis. La toxoplasmosis, con sus indicaciones ambiguas, más o igual está enferma, menos o igual está sana, un vistazo a un vademecum que decía: puede atravesar la placenta, trastornos en el sistema nervioso y yo pensando: antes que pasarle una herencia así me mato, nos mato a los dos. Y Juan pobre pidiéndome que consulte a la doctora, como un Sansón a la inversa tratando de evitar la caída de las vigas del templo de mi universo bebecéntrico. Y yo con un torbellino con punto de fuga en el negro más negro y después las palabras consoladoras de la doctora: es lo mejor que podía pasarle, tiene inmunidad, está protegida. Y entonces me veo en una embajada, las cortinas rojas pelitos de terciopelo y palmas doradas, los candelabros y los espejos ,y en el trono de plata mi bebé flotando en su esfera líquida, en su líquido centro del mundo, y los parásitos rindiendo sus armas ante la fuerza de su inmunidad diplomática, y la cuerda que se distiende, y las lágrimas a borbotones.

De la belleza de los parásitos como problema
Los parásitos de la toxoplasmosis tienen esa hermosa forma globular que comparten todos los seres llamados inferiores. Pero no puedo amarlos. Pusieron en peligro mi vida y la de mi bebé. Ya sé que tienen una forma fuego artificial de reventar en miríadas bulbosas. Pero no puedo no pensar más en mi bebé que en esos bichitos. Aunque deba resignarme al destino, mi destino es no resignarme al dolor.

De un lugar extraño donde venden cosas extraordinarias
Juan quiere que me distraiga. Vamos a comprar una estatua para el jardín de nuestra futura casa (a la que por otra parte hay que reacondicionar para que tenga una habitación para el bebé). Nos equivocamos de camino y nos vamos para el lado de Tigre, bajamos en la ruta 202 para retomar la Panamericana y unos tipos con chaleco rojo nos paran para que pongamos en una alcancía de cartón una contribución voluntaria, algo así como un impuesto revolucionario.
El negocio es un templo griego de copias de copias de estatuas repletas de redondeces que parecen formas puras calcadas en un blanco que no es más que materia de soporte. Se abre como un túnel de cosas pasadas en el presente de calles pavimentadas y autopista en el aire. Tiene versiones posrománticas de versiones románticas de imitaciones clásicas de un arte antiguo. Versiones, digo, porque ese arte no era lo que se piensa, porque los griegos pintaban sus estatuas para darles vida. Pero la forma muscular de los héroes y la forma adiposa de las diosas de senos redondos sobrevivió a la pátina que intentaba darle un reborde de naturalidad. Al perderse esa pátina, su derrota derivó en algo nuevo, en una encarnación de esencias.
Hay mujeres de vientre suave y senos erectos con pelo como agua de montaña y panza como lago con un punto de pérdida en el ombligo y dos piernas o cascadas y esa ropa que cubre pudorosa el triángulo de vello como pasto de orilla. Pero, como no podía ser de otra forma tratándose de una empresa argentina, tiene aquí y allá salpicaduras orientales: danzarinas de ojos entornados como la cara siempre oculta y tranquila de sus dioses, Budas de pelo ensortijado y cara redonda, sentados en posición de loto, con la placidez de una mente lisa como el mármol del que están hechos. También hay dos bustos de Beethoven, el pelo de pasto sacudido por el viento, la frente tensa de tanto crear torbellinos de sonidos en su interior, que veía con los ojos hundidos a falta de oídos, sonidos sin carne en su mente, y cómo no creer entonces en almas inmateriales. Un busto de San Martín y otros de próceres desconocidos me recuerdan a los que sirvieron de telón de fondo a las diversiones de la infancia en el patio cerrado de la escuela, cuando afuera la lluvia dibujaba una cortina que delimitaba la galería techada del patio más grande. Ese patio que otros días tenía la justa medida que requería el sol para tocar la tierra sin necesidad de achicarse y entrar por agujeros y grietas con forma de rayo.
También una valva de almeja tan agua y mujer que no más mirarla te ponés colorada de la vergüenza que te da tanta exhibición impúdica de interiores cavernosos y rosados así, a la intemperie, como una flor abierta mostrando su matriz y en ella el óvulo reclamando ser fecundado por alguna gota espesa y caliente de masculinidad. También un par simétrico de cuernos de la abundancia, es decir, caracoles rugosos con forma de trombón apoyados con su pie espiral sobre una plataforma, que separa su forma pura de la tierra pesada en la que se asienta. Varias fuentes con el agua que atraviesa cualquier abertura: la boca del dios de los vientos, con sus carrillos hinchados, o el ánfora que sostiene una nena apenas mujer, con el vientre todavía relleno y los senos despuntando, con la sonrisa de un sueño de placeres futuros. Cómo puede ser tanta cultura junta en un trocito de Baires totalmente indiferente a esas cosas. Cómo una Victoria de Samotracia puede ir a parar a un antebaño y servir a una señora para colgar sus toallas cuando está por darse un baño de inmersión, o un elefante sagrado de la India, con la espalda tapizada y el seño fruncido, puede servir de soporte a una maceta, quedar con los ojos manchados de barro y la trompa convertida en agarradera para las raíces aereas de alguna enredadera.

De la vida en la cárcel
Juan no quería que fuera a ver al primo Pedro a la cárcel. Pero no podía evitarlo. Hacía tanto tiempo de la última vez. Cuando pasás por la barrera y el policía te pregunta qué marca de auto tenés, porque no sabe leerla en el chasis, ya sabés a qué atenerte. Llegás por el camino de tierra a un monte con árboles que están siempre ahí para darte consuelo y cantarte un arrullo de hojas al viento, la corteza veteada rodeando un tronco fuerte que tocás como tocando un centro, una firmeza de cosmología geocéntrica, pensando que después de todo nosotros no somos tanto, aunque nos falte fuerza pasamos como una sombra al lado de ese árbol, y cuando volvamos el árbol sigue ahí, y aunque nunca volvamos va a seguir ahí, y si lo queremos ver otra vez no hay más que volver. Pasando el alambrado esas barracas que bien podrían ser de una estación meteorológica de la Patagonia, entregar los documentos, que te palpen de armas, ir hasta la puerta de metal, el pasillo al aire libre, lo alambres. Adentro todos esos bancos de madera repletos de parientes que vinieron a trerles la comida a sus hijos, uno musculoso con gorra roja, otro de nariz grande, parecen normales. El primo Pedro está reflaco, con los arcos superciliares tan marcados, como si estuviera involucionando hacia formas de vida inferiores. Yo lloraba y él se esforzaba por hablar de cosas banales, mientras por adentro le atraían los mismos bultos que a veces asoman en los sueños después de comer pastas con salsa blanca. Sus ojos celestes parecían dos piedras claras que se movían al azar, los iris en medio del blanco sin dejarse tocar por los párpados, perdidos en su inmovilidad, como los ojos esculpidos en las estatuas aquellas, sobre todo en la del caballo asustado. No me miraba con las pupilas, me miraba con el rabillo del ojo. Parecía un ciego, de esos que están en sus primeras etapas y todavía distinguen formas amarillas, porque ven con una mezcla de recuerdo y tacto, porque no se acostumbran todavía a no ver nada. Casi todo Pedro está ganado por los bultos, esas como bolsas de consorcio en las que escondió sufrimientos más cercanos y que en su oscuridad húmeda van mutando en voces de amenaza, pero es solamente una ilusión mental generada por la agitación de sus tristezas detrás del celofán negro. A veces se rompe la bolsa y se recortan pedazos de temor de formas caprichosas y hay que darle pastillas que calmen esos temores y rehagan las bolsas negras, para que pueda preguntarme cosas sensatas como qué tal la vida de casada y cuánto tiempo llevás de embarazo. Y está tan hambriento primo Pedro que se come dos chocolates y un paquete de galletas y se queda con hambre, y yo le grito al guardia que llame al médico mientras Juan trata de contenerme y me pide que piense en el bebé, y al final obtengo la promesa de que lo van a trasladar al pabellón de los evangelistas, donde los compañeros no le van a pegar para robarle la comida.

Del paisaje nuevo de mi cuerpo
Hay en mi vientre tanto detalle de tironeos y rigideces, tantos pinchacitos. Nunca había sentido al cuerpo así, como un paisaje de sensaciones táctiles extendidas en el tiempo que mis sueños reflejan cuando me dibujan pastos que cosquillean y ríos que se desbordan. Y yo soy el pasto y yo soy el agua del río. Sueño el pasaje de climas soleados y tranquilos a tormentas de granizo. Y no es más que Natura tomando mi panza-libre-albedrío, para convertirla en un rincón húmedo donde crecen plantas trepadoras y en el tronco un gusano -futura mariposa- me come las hojas a grandes dentelladas.

De los tejidos
Mamá bajó de su nebulosa de Cangrejo y vino a enseñarme a hacer cadenitas de lana. Natura teje en mi panza y es el dios bantú que hizo el mundo con hilos de palabras blancas tensando las fibras del habla con los dientes y usando como agujas sus manos cosmogónicas. Y yo tejo con hilo de lana venido de oveja una piel que mantenga después del parto calor uteral en torno a bebé.

De lo que está y lo que no está y sus relaciones
Para Juan hay una luz que se cuela en cada momento bueno y lo enciende por adentro, como si cada momento fuera un biombo iluminado desde atrás por un foco coloreado. Pero esa luz siempre es lo que no está frente a él en ese mismo momento. Juan escribe:
Veo a mi mujer tocándose la panza, murmurándole al bebé. Eso me hace sonreír. Pero si pienso de pronto en alguno de mis alumnos de la facultad elogiándome por mis clases, me arrastra una ola de ensueño azul y no puedo evitar acercarme a ella desde atrás, apoyarme contra su espalda, besarle la mejilla de costado, tocarle la panza con las dos manos. Y si estoy en clase y encuentro una forma más didáctica de hablar de la literatura de Proust, aparece en mis labios la misma sonrisa y de pronto pienso en mi mujer acariciando al bebé a través de la pared de su vientre y me arrastra una oleada de vapor de gracia. Y me siento culpable al pensar que necesito un placer de fondo para que la figura de mi placer más cercano se encienda de un modo realmente intenso.

De los hombres en general, y de Juan en particular
No, Juan, no sientas culpa, si vos sos bueno. Lo que pasa es que sos hombre y los hombres siempre tienen un pedazo de paño roto flotando en el viento. Miran el paño y buscan lo que le falta, tratan de leer en sus movimientos, tratan de encontrar un patrón en los hilos que en dorado y sobre fondo negro parecen poder completarse con la imaginación. Por ahí es un círculo, o un triángulo. Algunos hasta lo llaman Dios.

De la música y el tiempo y la música del tiempo
Time is flowing like a river to the sea, canta Alan Parson, y el violín se mueve con ondas de río y se pierde en una eternidad en la que su amor se queda diluído y es todo tan triste y tan hermoso. Más hermoso por frágil que por hermoso. Y sin embargo, la melodía está siempre ahí, la puedo escuchar todo lo que quiera, todas las veces que quiera. Y es tan frágil y tan persistente como una forma de flor en miles de materias de flor. Y esa ambivalencia del mundo entre permanencia y cambio es lo que no te deja saber si lo correcto es estar contenta o triste.

Del mercado para bebés
El mundo de los accesorios para bebé es tan turbio y preciso como un libro de física cuántica. Mamilas de distintos tamaños y formas, chupetes anatómicos de distintos materiales y para distintas edades, colgador de chupetes. Me hace pensar en todo lo que acompaña necesariamente a los innecesarios teléfonos celulares. Tanta funcionalidad esmaltada en colores chillones que atraen a los bebés, como esos chupetes dosificadores que tienen su lado superficial de entretenimiento voluptuoso para labios de deseo y placer y detrás su lado serio de proveedor de medicamentos. Y una envidia al bebé, a su alegre vivencia de la superficie tornasolada de las cosas, sin conocer todavía la tercera dimensión, el para adentro, sin conocer los combates de su cuerpo con bichos que quieren invadirlo, o los ajustes de su cerebro para adaptarse a un mundo que su delgada corteza de conciencia ve como una fantasía de colores, intensos o no, pero siempre colores, siempre fantasía.

De lo que llevo adentro (literalmente)
Gotas de agua sobre el vidrio del ventanal. La lluvia es sangre que es a la vez sus propias venas, y cada nueva gota que cae en el mismo trazo es un nuevo pulso. Tiene el ritmo del latido de mis sienes.
Ya pasó la barrera del tercer mes. La panza es como cuando una tiene unos kilitos de más, pero con una firmeza que desmiente esa comparación.
También mi interior es como un intervalo entre el cielo y la tierra, con nubes y lluvias. Tengo climas que podría calificar con nombres de emociones o de fenómenos meteorológicos. Ahora es la calma del mar cubierto de nubes y cien por ciento de humedad. Las olas son tan pequeñas que hasta puedo olvidarme por dos o tres días. Incluso no hay tanta necesidad de anular la conciencia con el sueño para ser puro cuerpo y condensar la energía en ese moisés de tejido adiposo donde duerme mi hijo. Ahora es más independiente, tiene su propio motor, su propia fuente de luz y me basta con darle los alimentos. Le gustan mucho el queso y la carne de cerdo y la manzana verde. Le gustan las peras más jugosas y la crema chantilly y las ciruelas pasas.

Del amor en el embarazo
Mientras miro por la ventana los rayos que trazan surcos quebrando la pesada homogeneidad de las nubes Juan se me acerca por detrás, me besa el cuello, roza el vello de mi nuca con sus labios, me recorre el vientre con sus dos manos, apoya sus brazos en mis flancos. Mientras sonrío y gimo, él corre las cortinas ondeadas a la vez que posa su cuerpo sobre mi espalda. Me gusta dejarlo hacer mientras alargo los brazos y dejo que mis manos se extiendan sobre las cortinas que cubren los vidrios haciendo torbellinos sobre su superficie. Esos torbellinos me hacen pensar en un caos que no alarma porque está sostenido sobre la brillantez helada de un vidrio perfectamente plano, inalterable. También hacer el amor es un torbellino delante de un vidrio, una agitación para alcanzar al final un centro siempre igual. Un centro como un eje al que hay que darle vueltas para poder tocarlo y después alejarse en espiral, hasta dibujar un círculo de vida cotidiana tan grande que te da la ilusión de ser una línea recta. Las caricias de Juan antes del placer son como permisos que le pide al bebé, temblando, con miedo a que los pequeños sismos lo asusten. Pero yo le digo que lo hagamos sin temor, que el placer de los padres le da una meteorología amorosa al clima del nacimiento. Si los dos permaneciéramos insatisfechos durante los nueve meses yo estaría siempre de mal humor, y Juan se iría con Paula, y yo tendría que matarlos a los dos, y mi bebé nacería en prisión.

De la locura de la mamá de Juan
La última vez que visitamos a la mamá de Juan le encontramos ropa sucia tirada adentro del ropero y comida podrida en la heladera. Estaba un poco ida, nos hacía repetir varias veces las mismas cosas. Acusó a Juan de no haberle pagado unos servicios y cuando Juan le mostró los recibos dijo “me estoy volviendo loca”. Cuando el médico verificó que no era un tumor nos sentimos aliviados, pero después dijo que tiene mal de Alzheimer. Juan puso cara de resignación dolorosa. La mamá pidió que la internen en un geriátrico y se olviden de ella. Juan entendió que tenía miedo de que se olviden de ella. Le preguntó al médico si convendría que la trajera a vivir a nuestro departamento y el médico dijo que si hace eso nos va a volver locos a nosotros. Juan pensó en el bebé y le dijo a la madre: tenés razón, vas a tener que vivir en un geriátrico. Ella enmudeció.
Ahora, cuando la vamos a visitar, solamente me habla a mí. Me pregunta cosas coherentes sobre mi embarazo. Pero empieza a tener la mirada de primo Pedro. Se nota que se esfuerza por decir esas cosas que a los demás les salen espontáneamente. Pero en vez de las bolsas negras de primo Pedro, la mamá de Juan ve fragmentos de caricias de su marido, escenas del cuerpito de Juan moviéndose bajo el agua de la ducha, rayos de luz intensa conservados de algunas vacaciones en Italia. Por eso su mirada es sonriente. No entiende nada, pero se siente feliz. Hay momentos de ofuscamiento, porque en su nuca desordenada, como un rompecabezas que se desarma, a veces aparece una figura triste, Juan diciendo “ese hombre está viejo, igual se va a morir, para qué cederle el asiento”. Entonces mira a Juan con reproche y Juan agacha la cabeza, cree que lo mira así por haberla llevado al geriátrico. Pero Juan también tiene un pequeño túnel que comunica esa sensación de culpa con una humedad de pantaloncito sudado, con un vaivén de colectivo viejo.

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