jueves, 14 de agosto de 2008

El mundo viene a imaginarse en los ensueños humanos-Gastón Bachelard

De Juan como frazada gruesa
Me gusta cuando Juan explora mis espacios under acaramelados, cuando me hace venir esos temblores de no se sabe dónde. Pero necesito que después me cubra, que me aplaste como una frazada gruesa. Poner mis manos sobre su espalda como sobre un cubrecamas esponjoso. Mi paranoche Juan, mi paratodo, mi paraculpa Juan, mi paravergüenza.

De mis ojeras
Esas ojeras que veo en el espejo me confirman en la alegría de que algo queda, que el tiempo no pasa en vano, que si pasó un río queda el lecho, que hay una justicia. Ahí está el placer y la lágrima. No siguieron de largo. Dejaron el graffiti en mi cara. Como esos corazones con dos nombres y una flecha en una piedra de Tandil. Una piedra insignificante pero en Tandil, en esa placa de granito que existía cuando todavía no había nada.

De la nariz y el frío
Volvió el frío. Cuando se me tapa la nariz de golpe mi universo se concentra en torno a ella. Pero basta un leve cambio en la posición de la cabeza sobre la almohada para que obren las fuerzas milagrosas de los astros y me destapen la cañería para el aire. Así todo se descomprime y el agujero negro torcedor del espacio suelta la cuerda y mi nariz se esconde en el tapiz uniforme del universo homogéneo hasta nuevo aviso.

De si debo estudiar
Juan quiere que estudie. Que haga una carrera universitaria. Dice que no alcanza con haber leído algunos libros buenos. Que podría seguir Letras. Dice que salvo por las mañanas en que voy a la zapatería me quedo sola en casa y pienso cosas raras. No sé. Por ahí tiene razón. Lo que no significa que no esté equivocado. Porque a veces la razón, bien gracias, pero…

De las palabras, otra vez (no puedo evitarlo)
“Tiene el disco rígido”, decía un chico con pelo pasto amarillo crecido y quemado por la sequía. Y decía “rígido” como quien dice adjetivos. Pero “disco rígido” es un sustantivo. Un nombre y un apellido. ¿Apellido? Disco. ¿Nombre? Rígido. ¿Edad? Cibernética. ¿Estado civil? Solipsista. ¿Ocupación? Sustituir el pensamiento sin las molestias del sueño. ¿Sueño de soñar o sueño de dormir? Ambos dos.

De la hija de Juan
Ayer nos visitó la hija de Juan, la del matrimonio anterior. Se llama Laura. Es muy linda. Algo como un pájaro vistoso. Siempre anda con el ombligo al aire. Tiene cara de danzarina árabe. Sin pensamientos, entregada a su baile ritual. Siempre que le doy un consejo me dice “vos no sos mi mamá”. Ni lo soy, ni-lo-quie-ro-ser. Es que la mamá murió de cáncer, yo me junté con su papá, etcétera, etcétera. Cuando Juan me abraza ella se ríe. Se ríe entrecortadamente. Juan le pregunta: qué te pasa,y ella contesta: nada, son los nervios. Se ríe como Juan la primera vez que le di la mano. Ya se sabe que las hijas mujeres se parecen a sus padres paternos.

De la importancia de cambiar de camino (a veces)
Si vos seguís el camino de siempre y te pasa algo feo, te resignás. Si te pasa algo feo al cambiar de camino, te sentís culpable. Pensando en eso no cambiás de camino. Y te perdés de ver una vidriera donde se exhiben en fondo oscuro y sobre cabezas blancas montones de pelucas, negras, rubias, rojas, platinadas y verdes, de pelo lacio y enrulado, algunas con colita. Pelucas como cascarudos gigantes de museo de ciencias naturales, como autos de colores con hebras de brillo. Quisieras comprarte la peluca verde y ponértela para ver telenovelas o bañarte desnuda pero con la cabeza vestida o para planchar o recibir visitas. Pero Juan va a decir: estás loca y en el mal sentido.

De otro ciego en el subte
En el subte hay un ciego (y van…) que pide para un transplante de córnea. Mueve un vaso de metal y suena una campanada que son muchas. A cada paso, que es una elección, porque puede seguir o detenerse o hacerse a un lado, una posibilidad. Algún dios (eso somos para él, sus dioses, porque sus manos no nos tocan la cara y entonces en su mundo no tenemos cara y somos un abismo que habla con voz de viento) algún dios puede darle una moneda. Lo mueve la esperanza, una moneda posible. No importa que diez mil pesos a monedas de diez centavos… Porque la felicidad es eso, diez mil pesos a monedas de diez centavos.

De la facultad de filosofía
La facultad de filosofía y letras se parece al subte. Cada espacio que puede tener una imagen la tiene. El espacio puede ser una imagen sobre la que se asienta otra imagen, hasta el infinito. Puede ser que la pared esté hecha de papel. Puede ser que alguna vez hubo una pared pero se derrumbó y todos siguen pegando carteles sobre una pared que ya no existe. En la planta baja hay un bar con una puerta para enanitos y detrás sánguches mezclados con libros. Alimentos varios. Sánguche a un peso, libro a diez. Bien valorada la cultura. Me gusta.
Personas personajes en las mesas de madera, de esos que escriben-se, que dibujan-se y dibujan sus espacios con su estela de cosa vieja que afuera no se les nota porque se hace visible en los solapamientos. Mucho saquito tejido y bolsito tejido, botamanga ancha y zapatillas con flores. Mucha paz y mucho amor.
La puerta de entrada a la facu es una pared caída, muro con agujero para el pase y vea. Los baños están sucios. Las aulas vacías tienen el piso hecho de papeles y colillas de cigarrillo. Por debajo de una puerta cerrada sale un humo que no asusta. Las paredes que quedan son sólo paredes: refugios de la lluvia y el sol, superficies para apoyar el cuerpo o los carteles, un eco para las voces. Chicos de pelo revuelto y barba larga te venden libros agotados, grabaciones piratas, videos y collares y pulseras y anillitos de colores. Bostezan y se rascan la cabeza sucia. Tienen remeras con caras como las suyas: Bob Marley, Che Guevara. Los veo y me da una modorra como para echarme a dormir sobre el suelo sin que me importe la mugre. Pero se abre la puerta cerrada, sale humo de cigarrillo y unas voces chillonas, y detrás muchas chicas parecidas. Me recuerdan que estoy ahí para convertirme en una de ellas.

De la mujer que parecía una luna de Júpiter
Una mujer en el subte, piernas lindas, cara arrugada. Como luna de Júpiter. No es que una luna tenga lindas piernas. Primero tendría que tener piernas. ¿La luna de Júpiter tiene lindas piernas? Como preguntarle a esa señora ¿a su cara le gusta dar vueltas alrededor de un planeta EMINENTEMENTE gaseoso? Hay preguntas cuya única respuesta es un mal gesto. ¿Le cayeron meteoritos en la cara durante la última lluvia de estrellas fugaces? ¿Le pasó el tiempo su rastrillo que renueva las capas celulares? Yo creo, señora, que sus piernas buscan al hombre que siembre en los surcos de su cara el yuyito de la felicidad.

Del amor y la cucharita de plástico
A una chica delgada de ojos grandes con colita en el pelo se le cae una moneda. Un chico flaco, morocho, la encuentra sumergida en el agua al borde de la vereda. La chica sonríe pero se la nota preocupada por el modo en que arquea las cejas. El muchacho se pone en cuclillas y levanta una cuchara de plástico Mc Donnald’s. Trata de pescar la moneda con la cuchara. La chica al lado, encantada (con cara de encantada, ¿y qué es una cara de encantada?). Nace el amor. ¿No es el amor un hombre tratando de pescar una moneda con una cuchara de plástico para una mujer que lo mira extasiada? (¿Y qué es una mirada extasiada? Cfr. Cara de Juana de Arco en la hoguera. Pero la cara de esa chica sonreía con los ojos. ¿Y qué es sonreir con los ojos? Cfr. La mirada de Juan después de hacer el amor. Sí, ya sé, una termina siempre en la autorreferencia).

Del clima
Me meto en el subte perseguida por la lluvia. Salgo del subte y el sol con pétalos de luz abiertos y sonrisa de nube. ¿Estoy todavía en Baires? Me meto en el subte, vuelvo sobre mis pasos, de nuevo la lluvia. ¿Se quedan las nubes hasta agotar stock de lavacalles gratuito? Hay un clima raro cuando un clima raro se vuelve persistente. Porque lo normal de un clima raro es cambiar decualquiermanera. Pero es que decualquiermanera puede ser también la decualquiermanera delopersistente.

Del encierro
Ayer Juan me dejó encerrada. Se fue con las dos llaves. Pero es que yo puse la mía en la puerta cuando él sacó la suya y al ver una llave de nuevo en la cerradura pensó que no la había agarrado y la guardó en el bolsillo. ¿No hubo en eso una complicidad under más allá de la aparente vocación de libertad? ¿No quisimos los dos mi resguardo, mi cinturón de castidad? Lo lindo es que hasta en nuestro lado quenoquierover estamos juntos. ¿No será ese lado quenoquierover el que nos sostuvo en el mismo subibaja cuando él subía y yo bajaba y casi rompemos (rompémos-nos y sin embargo –nos y por eso no rompemos porque no hay un –nos si rompemos-nos)?

De la música de Clapton
Se toca una obra de Bach, que es muchas cigarras pasándose la partitura tan rápido que, cuando una empieza a rozar sus patas traseras para hacer por fricción el fuego que va a cabalgar en el aire, la otra sigue soltando chispas. Pero reemplazamos las cigarras por apisonadoras de metales en una fábrica con techo de cristal. Los ruidos suben, pegan contra el techo y cae polvo de vidrio. Es el mismo efecto en el oído que en el ojo el sol envuelto en sus propios reflejos dorados sobre tules que en vórtice pirámide de reloj de arena fabrica montañas de nieve amarilla en un cuadro de Turner. O sea, Bach y Turner se meten en latas de conserva de tamaño elefante o ballena y cantan por la boca abierta de una cancha con reminiscencias de Circo Romano. Más o menos así fue el concierto de Eric Clapton que vimos con Juan en las gradas duras y rodeados de puntos rojos de cigarrillos de marihuana que imitaban las estrellas asomadas entre nubes en un cielo vedado para torres y grúas. Clapton se veía punto. Un punto que tiraba piedras al aire haciendo ondas azules que tajeaban los cubos de sonido de los teclados. Pensar que alcanza una guitarra y un dedo y todo se brota de terremotos chiquitos en islas con pasto grave y árboles agudos, pájaros arpegios y melodías atigradas. Las cuerdas hacen movimientos sinuosos y los sonidos vienen y dan vueltas desconfiados alrededor de un músico que sabe convocarlos. Sienten el olor de las callosidades de sus dedos y aceptan quedarse. Pero los sonidos no son fieles. Hicieron lo mismo cuando estuvo Marc Knopfler en el Luna Park.

De la paranoia de Juan
Yo no soy como Juan (no lo soy, ni-lo-quie-ro-ser). Juan es muy pesimista, pobre. Él le dice a Roberto:
Parece un plan, pensá, primero lo hacemos volver al viejo, lo que pide el pueblo, y matamos a unos cuantos de un lado y del otro. Porque ahí tenemos a todos los nacionalistas, a todos los enemigos. Después los militares terminan de barrer, Martínez de Hoz y Cavallo. Cambiada la mentalidad de la gente vía meter miedo, democracia y todos contentos. Armamos bandos falsos con los restos de los partidos viejos convertidos en corporaciones estilo socialismo alemán República de Weimar.
Roberto dice que sí pero no le hace gracia. Roberto triste, Roberto mole que reposa como piedra erosionada cansada de vientos. Juan sonríe. Cree que conocer es no tener que ponerse triste. Conocer es poner lejos y hace tiempo y sonreir orgullosos de la propia inteligencia.

De mis sueños
No me acuerdo de muchos sueños. Salvo esos en los que Juan me disuelve al apoyar sus manos sobre mí. Entonces mis restos caen a tierra y me convierto en flores. Esas flores como dibujadas que veía en el cielorraso cuando me quedaba de noche con los ojos abiertos. Montones de flores en fondo negro. Como esos dibujos que se hacían en la escuela con lápices de colores y talco y que reverberaban de luz sobre la cartulina negra. También sueño que voy a una casa grande, me meto en un ascensor que se mueve horizontalmente y bajo en una playa que es el lomo de un caracol. El mar es el bicho húmedo, y cuando el bicho empieza a darse vuelta es tan grande y vórtice de agua en el desagüe que me despierto y el corazón me gira al ritmo de la alarma del auto estacionado enfrente. Una alarma que se activa en ruidos multicolores cuando un gato salta arriba del capot para llamar a su gata.

De las materias de la carrera de letras
Teoría y análisis literario, gramática (qué feo), problemas de literatura argentina (si los habrá…), lingüística (?), literatura argentina I (¿no tenía problemas?), literatura latinoamericana I (¿y la Argentina no es parte de…?), literatura inglesa, francesa, española III (¿III?), literatura del siglo XIX (¿se cruzará en diagonal con las otras?), literatura europea medieval (¡qué lindo!), lingüística chomskyana (¿esto cómo se lee?). Uf. La única profesora que es una escritora conocida es Márgara Averbach (qué nombre más Alemania renacimiento Selva Negra torta de chocolate con pastito verde y bizcochuelo borrachito).

De lo que se dice y de lo que se oye
Un hombre sentado en el subte, con traje marrón, calvo, de anteojos, flaco, de cara redonda. Le habla a una señora parada frende a él. Trato de entender. Se me tensan los músculos alrededor de las orejas. Parece algo como: la Marta en el desflore de sus capítulos se marca, se marca de neblina, se neblinece, y mira para el apotegma del coleóptero en su vuelo transitivo. Creo que voy a llevar una libreta para atrapar esas mezclas de cosa de adentro y afuera que son las palabras oídas en el ruido.

De la importancia del café para empezar el día
Me gusta ir al trabajo más temprano y pasar por un bar viejo a tomar un café con crema. Revuelvo bien la crema hasta que se disuelve y el café toma una coloración más clara, con globitos de grasa flotando en su superficie, globitos que le dan textura de brillantina marrón clara. Después le agrego dos sobres de azúcar y revuelvo bien para que no precipite en el fondo de la taza. Cuando tomo té me gusta que quede azúcar húmeda pero no disuelta y comérmela con una cuchara como si fuera un bonus track en un disco de Aerosmith. Pero el café no. El café tiene que pasar por la garganta de un modo continuo que hace que se convierta en la exacta duración de la alegría. Y el peso caliente que deja en el estómago es lo que prolonga esa alegría en cola de cometa.

De la importancia del recuerdo de una gaseosa fría
Al entrar al subte en estos días en que empieza el calor, una sensación a sala de geodas del museo de ciencias de parque Centenario en verano y con una gaseosa de naranja en la mano. Naranja frío, rasposo y con globitos. Entonces, comprarse una gaseosa equivalente en un kiosco para que nada falte a esa sensación que quiero revivir porque es muy linda. Parece que algunas maneras de sentirse bien se conectan atrás del tiempo, como las manos detrás de la espalda. Es una solidez de la que podés hechar mano en los malos momentos, como el fierro del que te agarrás en el subte para saber que el frío sigue estando en algún lado y en casa unos cubos fríos te están esperando.

De la música de los teléfonos
Contrapunto de Bach, himno a la alegría, Mozart, la marcha turca. Fragmentos, no más. Se tocan en el ruido, formas nítidas, un pez rojo, uno azul y uno lila, vibran en el agua sonora y se apagan detrás de una voz. Maravillosos celulares, artefactos dulces, ahora ponen un poco de música en el tracatraca de los vagones.

Del dibujo animado que me hizo aventurera
Cuando yo era chica (aunque en ese cuándo yo no ERA chica, yo SOY chica todavía) pasaron en clase un dibujo animado (un dibujo con vida), la biografía de una gota de lluvia. La gota no les salió muy realista. Hasta tenía boca y ojos, y a veces al estar sola lloraba. Era muy raro ver llorar a una gota. Porque lloraba otras gotas. Con lo cual más bien parecía que se reproducía. La cosa es que la gota vivía con sus hermanas azules (¿y quién vió una gota azul?). Vivía en el mar, claro, pero un día un rayo de sol se la llevó. Al llegar al cielo sobre esa mano de luz se encontró con otras gotas del mismo mar a las que no tenía el gusto de conocer y vió que el mar era un pañuelo (aunque claro, las gotas no usan pañuelos, porque los tendrían mojados todo el tiempo, si bien una gota que llora…). Trataron de cruzar unas montañas pero el señor viento, que era muy malo, sopló y las hizo tiritar y se dispersaron en la selva como paracaidistas norteamericanos. La gota se vió sola encima de una hoja verde oliva y pensó que ahí iba a acabar sus días (¿pero acaban los días de una gota de lluvia?). Sin embargo, resbaló sobre la hoja y cayó en un arroyo turbulento. Ya se creía totalmente perdida y lloraba con desesperación (o se reproducía por esciparición) cuando notó que había llegado a un lugar conocido. ¡Era el mar, el lugar en el que había iniciado su aventura, y ahí estaban sus amigas las gotas saladas, todas igualitas! Pero ahora ella era dulce, había perdido la sal de la infancia, y ya no la reconocían. Ya se estaba poniendo de nuevo a llorar cuando una gota vieja y sabia dijo que ella también había perdido la salinidad por un tiempo, que es algo que a toda gota que se precie debe pasarle alguna vez. Todos deben hacer ese viaje para retornar a casa y volver a salarse en el mar en que nacieron. Así que las demás gotas no la discriminaron, y colorín colorado… Esa película no la pude olvidar nunca. Me hizo entender muchas cosas. No podía esperar el momento de salir a recorrer el mundo para volver a casa con valijas repletas de paquetes con envolturas brillantes y grandes moños azules cuyo contenido careciera totalmente de importancia.

De los libros, otra vez
Me gustan mucho los libros antiguos. Pueden tener cien años o dos días, pero tienen que ser antiguos. Hay libros que se mueren sin envejecer. Esos no. Me gustan los que siembran en tu cerebro cristalizaciones iridiscentes que se extienden y transforman tu propia materia, hasta la de tu piel, tu órgano sensible. Está Ana Karenina, que te explica qué es lo moderno, aunque tenga más de cien años. Y está ese libro mucho más nuevo, El nombre de la rosa, que te hace entender qué es lo viejo y lo perimido (me gusta perimido, es una linda palabra que hace referencia a sí misma).

Del carácter estético de un gordo que viaja en el subte
Hay un rubio gordo precioso que viaja en el subte. Tiene pelo largo sedoso y cachetes lisos y rojos. Es lindo porque es como un planeta él solo y no puede abarcarse del todo. Seguro no llega a rascarse las antípodas y desconoce qué tantos lunares colorean su terra incognita. Es más que él mismo y se hace compañía y es una aventura para sí mismo y no necesita gastar en viajes a territorios desconocidos porque cada dos días hace incursiones en su propia piel debajo de la ducha.

Del Cortázar, otra vez
Hace rato que Juan no me habla de José S. Por otra parte, el Cortázar del subte apareció de nuevo. No temblaba. Estaba muy despierto. La señora a la que le había preguntado la hora aquella vez lo miró con desconfianza. El Cortázar la miró a los ojos y le sonrió. Ella dio vuelta la cara, agachó la cabeza y sonrió también. Con una de esas sonrisas que se niegan a sí mismas. Después el Cortázar miró a una chica vestida con una musculosa y una pollera liviana de flores y le sonrió inclinando un poco la cabeza. La chica también le sonrió, agarró un libro de su bolso marrón y se puso a leer. Cuando el Cortázar empezó a orientar su mirada hacia mí sentí un sismo chiquito en los músculos de la espalda. Se paró, se acercó, me dio una aspirina y me dijo: gracias. Me sonrió y se quedó el resto del viaje mirando el pasamanos. No sé por qué me puse la aspirina en la boca y la empecé a masticar. Tosí por ese efluvio que se desprende al partir la pastilla con los dientes, y seguí tosiendo por el polvo como de tiza cosquilleando en mi garganta. Seguro aquella otra vez quiso agradecerme pero no pudo. Pasé el resto de la tarde exaltada, con un calor adentro que reflejaba la luz de un sol recién nacido después de varios días de lluvia.

De las golosinas
Quiero y no quiero comer golosinas. En la pubertad me acribillaron desde adentro la leche y el chocolate y todas las grasas deliciosas y los azúcares derretidos y me llené de granos en la cara y mis glándulas sebáceas parecían pistolas lubricantes que convirtieron mi pelo en lo que sería el barro si en vez de tierra tuviera pelos. Las cremas, grasas artificiales sobre las grasas naturales, los shampoo continuos, todo fue inútil. Comprendí entonces a los mayores cuando decían: solo el paso del tiempo.

De la lágrima
¿Me das una lágrima? le dijo una chica al mozo en el bar. Y una lágrima es una gota de café en una taza de leche. Qué lindo que pida una lágrima y no sea para llorar.

Del verdadero color de las cosas, y el que no
Ni las gotas son azules ni el sol amarillo ni los troncos marrones ni las hojas verdes. Es que las gotas y el sol y los troncos y las hojas de los dibujos de los chicos son gotas y sol etcétera de dibujo, reales ellos mismos, y no la representación de otras gotas y otro sol. Cuando un chico dibuja a sus padres dibuja a los padres de su sentimiento, no los padres de las salidas, de los besos y de los castigos y del encierro.
French y Berutti repartieron cintas celestes y blancas. En la plaza de Mayo se reunieron todos los pobladores de Buenos Aires a saber de qué se trata. Y Belgrano vió una nube que atravesó el cielo celeste y se acordó de aquellas cintas, como decía el manual de sexto grado. Los manuales no mienten. Crean una realidad como la del sol sonriente pintado de amarillo y las gotas de agua azules y los troncos de los árboles todos marrones y el pasto siempreverde.

Del acto de crecer
Me acuerdo cuando era chica y el papel picado sobre mimamámemima era rústico, estaba lleno de aristas. Después se fue estilizando. Crecer fue encajar el papel sobre la línea de pegapega, la línea de pegapega sobre la línea de lápiz Faver.

De los dibujos de jardín
Con unas cartulinas de colores y con unas formas elementales las maestras te hacían tiburones, flores, árboles y peces. No retrataban el mundo. Hacían un mundo más sencillo, más cubista, plano pero no chato, ingenuo pero no tonto. Un mundo limpio, sin fluidos ni viscosidades. Un mundo agradable para visitar, pero no para vivir.

De la vida
Cuando hace calor, como ahora, y camino ligero, me late fuerte el corazón y me gusta sentarme en un banco de plaza para sentir el pulso de la sangre en mis sienes. Es como si ahí corrieran las mismas hormigas energéticas que en los tubos verdes adentro del pino siempreverde o que en los tubos rojos del chihuahua que lleva a un chico de paseo, o que en las ondas de un charco cuando sopla la brisa. Me derrito. Soy un helado de crema rusa al sol. Y sin embargo queda una dureza observadora, una nuez que no se deja. Tropiezo con ella y vuelvo a bajar el toldo de mi conciencia.

De los autos en la autopista
Volver de noche noche de casa de mi amiga por la General Paz y encontrarme con la danza de cetáceos que se deslizan por la superficie del pavimento y se cruzan sin tocarse. Quedarme alelada como campesina tomada por princesa y guiada entre reverencias hechas con agilidad de pingüinos bajo el agua.

De la lluvia desde la ventana de un bar
Estoy sentada en el bar. Por la tele anuncian que en minutos operan a Felipe, que todavía hay esperanzas (¿quién es Felipe?, ¿y doña Esperanza?). El ventanal es amplio y deja ver la vereda de baldosas lisas grises y negras, y más allá la calle con su pavimento rugoso, y el agua y las gotas de lluvia. No, no veo las gotas de lluvia, veo globos que extienden alrededor círculos que se dilatan hasta desaparecer al ser cubiertos por otros distintos, siempre distintos. Y me doy cuenta de que la gota no es lo único que se mueve, que el agua se levanta un poco para recibirla, el agua se bebe la gota de lluvia y eructa una onda. El agua de la calle es un animalito sediento.

De las palabras, otra vez
Al escuchar palabras en combinaciones raras aparece ante tus ojos un bulto que hace ondas de lluvia en el lado oscuro de tu cabeza y parece que algo está por asomar, una punta que brilla, y si tiraras de ella saldrían cosas maravillosas como animales de agua o lámparas de piedra. Pero después se te pasa.

Del amor universal
¿Por qué los religiosos dicen que hay que amar a todos? Lo dijo un cura vestido de blanco cuando bautizaron al nene de mi prima Verónica. Ámense todos, dijo. Primero, yo amo a Juan. A mis papás también, pero distinto. Al resto me gusta mirarlos, por afuera, y por adentro. Me gustan pero no los amo. Que ayude a alguien no significa que lo ame. Significa que siento que siente dolor y no quiero ese dolor. Siento ese dolor como siento mi dedo lastimado. Le pongo un apósito a mi dedo para que se cure y no sangre, y le doy una moneda a un chico sucio para que se compre un sánguche y se le vaya el hambre. Pero yo no amo a mi dedo. A veces le doy un beso, cuando está golpeado, me lo acaricio, sí, pero no lo amo. A Juan lo beso aunque no esté lastimado. Amo a Juan porque desde adentro me da calor y me saluda y me hace sonreir y también llorar y porque no es midedo ni miprójimo.

De mis dibujos interiores
Hay una violencia suave en la manera en que luchan mis dibujos con los colores de afuera. Me atraviesa un viento de figuras que me viene de la nuca y choca con el soplo de luz de afuera que no me entra solo por los ojos. Porque la luz se siente en toda la piel. De noche, a oscuras, mis dibujos quedan libres y saltan sobre el techo y las paredes y los llenan hasta el sueño. El sueño es un desmayo cuando mis dibujos llenan el espacio y mi cuerpo queda escondido en un lugar alejado llamado realidad. El sol amarillo de la hoja canson y las nubes blancas siempre blancas y los troncos marrones de los árboles verdes tan verdes se adueñan del terreno y mi mamá me mima y mi papá también.

De Rodin
De una mano negra huesuda ahuecada sale una piedra, de la piedra rasgos de hombre y de mujer que se besan. Hombre y mujer están juntos en el torbellino de la piedra. La mano tiene un gesto de tornillo que enrosca para arriba. Tiene el tamaño de una mano de hombre. Todo es de bronce, pero la piedra de bronce que es sostenida por la mano de bronce, es mármol, y Adán y Eva emergen de ese mármol entonces barro, y Adán y Eva en bronce, sin embargo blanco de mármol, sin embargo carne de barro, sin embargo carne. Y la mano de Dios es Rodin, la mano negra de bronce de Rodin hecha por la mano blanca Rodin, blanca de mármol y carne de tierra, sin embargo bronce, sin embargo Dios. A la vuelta del museo, un salpicré de luces rojas sobre el parabrisas del auto que la lluvia bañaba y el limpiaparabrisas secaba. A Juan no le gustó la exposición. Decía: yo esperaba obras monumentales, mirá esto qué chiquito, y además son estudios, ningún original salvo esa cabeza triste que seguro era de un actor, qué flor de cabeza, así tendrían que ser todas las obras, disculpá, estoy cansado, trabajé mucho esta semana y siento un desgano debajo de la cintura que me obliga a arrastrar los pies. Juan quejoso no vió la mano de Dios Rodin. Una vez vió la mano de Dios Maradona y la criticó, pero a la de Dios Maradona la vió y a la de Dios Rodin no la vió.

De los libros de bolsillo
Libros de bolsillo, tesoros en baúles enjoyados. Hay una librería a la vuelta de casa donde venden útiles escolares, y entre estantes de madera clara con carpetas, cartuchos de tinta, plasticolas, papel glacé, está la colección completa de clásicos de la literatura del Centro Editor de América Latina. La tana que atiende bosteza con la pereza de un dios oscuro llamado caos y atrás tiene placeres de saliva en boca llena de dulce como ninguna barra de chocolate podría darle. Me llevé Padres e hijos de Turguéniev a un peso y lo escondí en la cartera debajo de un pañuelo. Lo abrí en casa y al abrirlo salió humedad de bosque, moscas envueltas en calor de sol, un llanto de padre, una risa cínica y un par de mejillas pálidas. Cuando llegó Juan cerré la puerta de cartón y sentí que había entrado a la cocina un poco desfasada en el tiempo, y las palabras de Juan tenían eco y me parecía vivirlo todo dos veces.

De la mano que no existe
Estoy leyendo en el subte y veo una mano. La veo con el rabillo del ojo. Mi ojo está encima de las letras, mi imaginación está en el mundo “Rusia siglo XIX” que quedó atrapado como una mosca adentro del lenguaje ámbar del autor del libro. Mi atención está corrida para la mano que veo y no veo. Pero oriento los ojos hacia la mano y no es mano, la mano que no es mano se evapora como mano, se saca su vestido de mano y muestra ser sólo pintura blanca en una barra de acero. Pero al rabillo de mi ojo le gritaba “¡soy mano!”. Debió ser una mano, por ahí en otro tiempo, y no la veía con el rabillo del ojo, la recordaba con el ojo entero. No era una ilusión, era una mano. No estaba en mí, estaba frente a mí, pero no estaba “acá”, no estaba “ahora”.

De un dibujo de infancia
Veo en el recuerdo una hoja canson azul marino y unas manchas rojas pintadas encima. Es un dibujo que acaba de hacer mi prima Gloria en el secundario y que me muestra con orgullo. Sacudo la hoja y las manchas rojas, por demora (de ellas o de mis ojos) tratan de quedarse en su sitio. Se mueven como yo en el subte que se inclina hacia lados que no quiero y me fastidian. Al final las manchas rojas lo logran, quedan colgadas de una cierta eternidad. Ingrávidas y felices, no se ríen sin embargo de la hoja azul, porque están en un lugar de ya-no-importa, un lugar de estoy-satisfecha-conmigo-misma. Desprendidas, flotan a placer. Como cuando querés herir a un mar agitado que te marea y lo tajeás armado con equipo de buzo y te olvidás de las olas porque esa-manta-raya-no-se-puede-creer y mirá-los-cardúmenes-de-peces-de-colores. Me asusta mucho esa paz de puntos rojos y me empeño en devolverlos a su plano azul de realidad. Basta con dejar de sacudir la hoja para que los puntos caigan aplastados contra la superficie de la hoja canson. Pero eso no me deja tranquila. Los puntos rojos siguen teniendo la mirada extraviada del que está al lado tuyo y te habla, pero piensa en otra cosa más sublime.

De la luz
Ahora la luz es tan fuerte que tengo que taparla con la mano para poder mirar, porque la luz tapa las cosas como tapa de cacerola, y yo tengo que tapar la tapa para destapar las formas que quedaron debajo, achucharradas como una planta sin regar.

De las faltas de ortografía, y su belleza (a veces)
A veces Juan me da a leer algún examen parcial de los alumnos que le causa gracia. El más loco fue el que decía HABESES, así, con H, B, S, y todo junto. Me encanta cuando dos palabras se pegan como tigres que se aparean, y salen prolongaciones de placer, como esa H pañuelo que saluda desde un barco, o la V enaltecida en una B de bucanero, y la C que se torsiona en una S caracol de tensión premenstrual.

De Giselle
¿Puede una mujer convertirse en un pompón blanco empapado en brillantina y dejar una estela en un cuadro blanquiazul blanquibordeaux que parece una ruina que parece una iglesia que parece una torta borracha con olor a terciopelo y a durazno? ¿Puede un bosque crecer adentro de una caja de música y ser el escenario para personas de hule que se mueven como plumas esqueleto para cuerpos mazapanes envueltos en crema de frutilla, kiwi, naranja, pero todos cremas que se resbalan y saltan y se imitan en espejos asimétricos? Juan se pasó al llevarme a la función extraordinaria del ballete Giselle. Giselle pluma, Giselle arroz, terrón, Giselle cristal de color blanco con cintas azules en el pelo y vestida de vapor y puntos luminosos que a la primera vibración se quiebran. Y el galán-felpudo, el galán de pelo largo y pata ancha, es solamente un apoyo, uno de esos pies que sostienen los portarretratos. Banco grueso de color violeta en el que se apoya Giselle con vestido de novia, el espectro semitransparente Giselle, para hacerse más liviana si es posible, y llegar al techo de la caja de música, y caminar con una sola pierna, y flotar de un extremo al otro del bosque. Bosque verdinegro con la franja inferior blanca fosforescente, el blanco del ejército de novias malqueridas que murieron de rotura de corazón tironeado por la danza y el engaño amoroso. Terribles de brazos delgados y pálidos y marchando en puntas de pie entre vapores tan blancos que ya son sombríos, en la noche de cartulina azul con agujeros donde se encaraman las estrellas para titilar sobre la escena, mientras titilan también las arpas y los violines, y esos triángulos de metal que suenan con la armonía metálica de una figura geométrica.

Del gustolor
Hablando de golosinas, lo importante es su gustolor, porque la lengua capta el sabor solo cuando la nariz saborea con sus micropelitos las partículas sueltas. Y la boca, con su tactar mucoso de mucosa colorada, se complace en anunciar la formación del bolo alimenticio.

De la casa y la ventana
Hay que hacerse una casa para poder asomarse a la ventana.

De Hume
Lo que Hume quería conseguir, le dice Roberto a Juan, es lo que logró la literatura. Que las distintas visiones del mundo no puedan atacarse entre ellas más que de palabra, porque están hechas de palabras y son todas igualmente creencias, y se exhiben en el libremercado de la cultura. El que compra el texto adscribe a una creencia y nadie se mata porque no importa que a otro le guste otra novela, ¿entendés? Cada novelista está conforme con su obra y puede darse el lujo de alabar a los demás porque está satisfecho consigo mismo, con su logro y la cantidad de gente que lo lee. Claro que estoy hablando irónicamente. ¿Todavía no te diste cuenta?

De si debo estudiar, otra vez
Le dije a Juan que voy a empezar a estudiar letras el año que viene. Juan sonrisa, Juan ojos entrecerrados de placer, y yo que esperaba Juan “no hace falta”, Juan “quedate conmigo”. Me di vuelta y me puse a llorar. ¿Qué pasa?, dijo Juan. Ya no me querés, dije yo. Juan enojo, Juan “es bueno para vos, para que no estés tan sola”. Yo sonrisa, Juan sonrisa y todos contentos. Juan sigue con anteojos con ahumado para el lado de adentro.

De qué se yo qué
Hay libros que dicen “la verdura del bosque”, y vos te imaginás algo como sopa de pino y de brotes de eucalipto.
Hay un árbol sin cabeza y con tres brazos en el Parque Centenario, brazos con tres bolsas de follaje en cada uno, tres bolsas llenas de pájaros.


De las formas del cielo
Me gustan los cielos celestes enmarcados, surcados por alguna nube que pasa. Me gustan enmarcados por cercas de edificios perfectamente caja de zapatos, enmarcados por puntas de pez espada cubiertas de escamas que relucen, o por casas viejas de ladrillo y moho, o por vegetaciones cortas de parques florecidos. Esos cielos aprietan el pomo que tengo en el plexo solar y saltan, alegres, los chorros viajeros que aletean en mis arterias.

De una película francesa que me gustó
¿Por qué las películas francesas son vidrio molido con dulce de leche? Y un vidrio de colores, y lleno de brillos. Te corta para endulzarte por adentro. La película que vimos en la tele en el ciclo de cine europeo era un chico flaco y cabezón que tocaba la guitarra y reflexionaba de pie agarrándose el mentón con la mano izquierda. No importaba si el suelo era de arena o de macizos de flores o de mosaicos pulidos en una disco. Si estaba frente a la rubia que lo quería pero tenía novio a dos mil kilómetros a punto de volver y al que esperaba ver para saber si seguía enamorada. O frente a la morocha que se dejaba tocar pero hasta ahí nomás y que daba todo pero exigía todo y que parecía fácil pero las apariencias ya se sabe. O frente a la otra rubia que él creía su novia y era frágil, inteligente, engrupida, pero lo despreciaba por ser feo, pero se quedaba con él para mostrar que apreciaba lo que despreciaba, en fin. El chico siempre con la mano en el mentón, como Paris frente a las tres gracias de nada, desgraciadas. Al final elige a la primera todo afecto, pero ella lo rechaza porque “espero a mi novio y solo quería un amor veraneo”. Y él termina quedándose con su trabajo. Masculino pensador frente a eterno femenino se va con su trabajo. En vez de tirarse de la lancha que lo aleja de la costa y abrazar a la rubia que lo quiere pero, obvio, no se lo va a decir.
Juan dice: este tipo piensa como a su misma edad lo hacía yo, mirá lo que dice (y “mirá” está bien porque la película es subtitulada), dice: no entiendo a las mujeres, sólo sé que no se van a fijar en un tipo como yo.
Pero claro, Juan, porque el amor no es un pensamiento ni la elaboración de un conflicto, amar es hacer, es tirarse al agua.

De las palabras, otra vez
Corruscantes hojaldres. Co-rrus-can-tes. Ho-jal-dres. Es el mismo movimiento que uno hace con la boca al comer pastelitos criollos. Como chocolatl es el movimiento de la boca (y con boca digo también lengua y dientes, digo saliva, el todo de la boca) al comer un chocolatl. Cuando leo esas palabras la boca se me dualiza y una boca fantasma sigue repitiendo la misma mordida sobre hojaldre, la misma salivación de chocolate. Onomatopeyas estilizadas, como las decoraciones de hojas en las casas viejas, que de tan simétricas y combadas ya no son hojas. Pero tienen el mismo sentido que las hojas.

De la fiebre que es mi fiebre
Los cambios de tiempo trajeron la fiebre. Juan dijo que febrícula. Pero cuando tengo fiebre (o febrícula o lo que sea) lo que diga Juan no impide que me meta en la cama a leer una revista chismosa y a mirar programas chismosos de televisión. Juan me hace un té con limón, me da un beso en mi frente sartén con gotas de aceite y se va. Y yo me tapo, me destapo y me vuelvo a tapar, y sudo, y me seco y vuelvo a sudar, y miro y no miro y vuelvo a mirar un programa, una revista y un programa y una revista. Cuando llega Juan me encuentra con las sábanas revueltas, el camisón por encima del ombligo, el televisor encendido, las revistas desparramadas por la cama y yo dormida profundamente y sin una gota de fiebre (o de febrícula).

De mis sueños, otra vez
Mis sueños son ahora muy caracol, muy bicho bolita. Estamos sentados con Juan en unas reposeras sobre la playa, rodeados de gente, adentro de un cobertizo. El agua del mar está detrás de una pared de cirstal, pero se desborda y yo tengo miedo de que nos mojemos. Pero a Juan no le importa. Él sigue leyendo.

De la importancia estética de un hombre gordo, otra vez
Veo a un hombre jarrón a punto de cruzar la calle. Tiene barba y está vestido de celeste. Es propio el jarrón azul dinastía Ming que nos mostró a mis padres y a mí un curador piola en el museo de Tandil, cuando yo tenía diez años. Estaba en el sector de los cristales, al que no dejaban generalmente entrar a los chicos. Un hombre jarrón tiene la belleza de una habitación con vistas. Aunque una habitación con vistas es como una mujer con inquietudes, un concepto chovinista. No se dice “un hombre con inquietudes”. Ahí tenés a Lou Andreas Salomé. Cultivó todos los campos. No hizo crecer más que pasto. Era una mujer con inquietudes. Como el hombre jarrón, un fenómeno estético.

Del río
- ¿Tatiana?
- ¿Sí, Juan?
- ¿Vamos al puerto de Olivos?
Lomo de bicho gris, el río siempre malhumorado, largando vahos fríos a pesar del día tan celeste y tan sol. Palomas o veleritos y esos yates Costa Azul, la playa grande de arena con ceniza, botellas plásticas y maderas podridas, y esos pescadores que pescan nada y apoyan los rayos de sus ojos somnolientos en el agua oscura con olor a mal tiempo.

De la tabla de planchar
Hay madres que cuando están a punto de plegar la tabla de planchar cierran los ojos y se encomiendan a Dios para no terminar con el dedo amoratado.

De una charla corta con el Cortázar
En el subte hace un calor de morirse y el Cortázar insiste con su campera y su cuello abrochado. Se sienta a mi lado, me sonríe, me pregunta qué leo.
- Ana Karenina
- ¿Le gusta Tolstoi?
- Me gusta Ana Karenina.
- Entiendo.
Se queda callado y me deja leer. Me siento mirada y me tiembla una pierna. Antes de bajar me da un beso en la mejilla.

Del novio de la hija de Juan, que me mira
Fuimos a ver a la hija de Juan. Estaba estrenando novio nuevo, un chico lindo que me miraba todo el tiempo y me sonreía. Juan y la hija me miraban con el ceño así, como si tuvieran dos pares de cejas. Pero el día estaba hermoso y miré al sol a la cara. Él me regaló un reflejo que me hizo compañía hasta que pude dormirme a las tres de la mañana.

De los celos que no siente Juan
Le conté a Juan que un chico se me acercó en el subte. Juan me sonrió y dijo que no le molesta que tenga un amigo. Me puse triste. No me gusta que Juan no sienta celos. Los celos son el tironeo de la cuerda. Si no siente nada es que no hay cuerda o la cuerda está muy floja.

De la relación filial
Un nene se acerca a la puerta del subte con cara de héroe griego. La madre lo tironea del brazo, lo sacude, le dice que se puede caer si se abre la puerta. El nene tiene ahora una expresión de enojo tan marcada que parece fingida. Tuvo la rara idea de sentirse libre, de rozar el alba de los dioses, de robarse el fuego de la desmesura. La mamá natura escarbó en su barro y desenterró un tubérculo con forma de teta prolongado en rizomas de deseo frente al cual el nene se resigna de vergüenza. La madre natura cree que le hizo un bien. Pero no es que el chico haya estado en peligro de caerse. Es que la madre natura sigue los dictados de la cicatriz en su bajo vientre. Tenía que mostrarle al chico que no tiene derechos. Que es una antena, una cola, una prolongación que le cortaron con dolor. Pobre. Pobres los dos.

De Córdoba (la avenida)
Está bien que la Avenida Córdoba se llame así porque tiene el mismo gusto a helado y a sol. Hay mucho vidrio en una vereda, mucho concreto en la otra, mezcla de puertas viejas pintadas de verde con vidrieras que te ofrecen veraneos y buquebuses. Y está el jardín del edificio de Obras Sanitarias, ese pedazo tropical metido a la fuerza en el rompecabezas urbano, rebalsando de palmeras y bananeros que le cambian el sentido al cielo. De un lado un edificio y del otro la selva es como el dibujo de un pato que es un conejo que es un pato. La única continuidad un poco rota es ese cielo que se hace el distraído pero está picado, que dice: yo no tengo nada que ver. Pero el cielo sabe que hay una contradicción, porque es el mismo azul en todos lados, pero un reborde rectangular de un lado y en forma de hojas de palma puntiagudas del otro le da un aire de argamasa. El edificio mismo es una catedral que en lugar del altar tiene una fábrica de agua. Todas esas puntas de cubos, esos cuadrados amarillos y rosados. Un mosaico de franjas de colores, columnas con arcos, escudos que le tejen un cinturón azulyblanco y gorrofrigio, vincha patria en un palacio morisco que da al agua que contiene un algo de dios subterráneo protegido de Apolo por esmaltados reflectantes. Debe estar tan fresco debajo de ese sombrero barroco cubierto de cristales.

De otra época
Había una vez en que no había subtes. Las personas trabajaban en el barrio, que era ciudad, y veraneaban en el río, que era mar dulce. Antes: mundo mesa repleta de platos exóticos con cremas varias dulces y saladas. Ahora: un pañuelo. Lindo truco ese de esconder una mesa debajo de un pañuelo.

De la sólida realidad del frío
Juan me trató de tonta porque yo no acepto que el frío sea ausencia de calor. Como si no sintieras al frío entrar por la ventana, vivir en la heladera, paralizar las hormigas que se cuelan en el freezer.

De la luna
La luna es el cristalino del ojo del cielo. Y no hay ciencia que valga.

Del jacarandá
La salpicadura de pétalos de jacarandá sobre el polvo de ladrillo de la plaza de Lacroze es un paraíso reverberando en este mundo por momentos levemente uno. Flor de jacarandá, así en la tierra como en el cielo. Dan ganas de que haya Dios para agradecerle tanto lila en primavera.

De Juan y Roberto, escépticos
Juan está enojado porque el presidente dijo que la gente tiene que decirse que todo está bien y salir a la calle a consumir. Roberto lo acompaña riéndose con una tos seca y diciendo: pero esto es increíble. Es que Juan y Roberto no creen en milagros, y está mal. Si todos toditos todos creyeramos juntos, mañana mismo pasamos por el ojo de la aguja.



De lo que hice cuando no estaba Juan
Ayer Juan se fue a un congreso en La Habana. No quise acompañarlo. Una vez en un congreso es suficiente. Si iba me aburría como tía Marta en el planetario. Aproveché para no limpiar la casa, comer afuera todos los días y revisar mis mamarrachos. Eran mi escuela de letras, como los mamarrachos del jardín de infantes son la escuela del dibujo, el ingreso más suave al mundo de los sentimientos. Así lo demuestran esos tests que te piden un retrato de tu familia y de golpe ponen en evidencia tu deseo de descabezar a tu mamá o de cortarle los pies a tu hermano. Mis mamarrachos tenían algo de culinario. Eran combinaciones de metáforas robadas. Igual que cuando combinás ingredientes, te puede salir algo sublime o un asquete. Aunque a mí generalmente me salían asquetes. También revisé de nuevo los papeles de Juan. Había unos originales a máquina de un tal J. Sosa. Los leí y me di cuenta de que eran de José S. Así que se llama José Sosa. Deben existir unos mil con ese nombre y ese apellido. Está bien que hay más José S. que José Sosa, pero para el caso es lo mismo. Entre las cosas que José Sosa había escrito, había un texto largo que me gustó. Decía:
Mi vida es igual a la de un gato castrado cuya obesidad lo hace arrastrar los pasos entre dormido y despierto. Desliza la cola borrando las pisadas de los padres, que alguna vez pasaron por ahí con un paso más firme. Mamá es un campanario de paredes rosadas, y yo una paloma dando vueltas a su alrededor, bajo el sol claro de mi padre. Pero ese escozor adolescente, esas tormentas deliciosas a la noche, los relámpagos suaves, los truenos entrecortados, lo viscoso… No, no puedo. Sería manchar el sol, el campanario tan lindo. No, sería hacer en los brazos de mis padres una seguidilla de cráteres oscuros. ¡Jabón, necesito jabón!

Del Cortázar, y si es el paciente de Juan
Me encantaría saber si José Sosa es el Cortázar del subte. Aunque nos vemos de vez en cuando y yo lo saludo, no me animo a preguntarle. Ya se sabe que la curiosidad mató al gato castrado. La última vez le pregunté si se psicoanaliza. Me dijo: yo por qué. Me contó que clonaron a un humano. Le pregunté a quién. Me preguntó si eso es importante. Le dije que sí, porque si clonaron a un tipo lindo está bien. Preguntó: ¿y si es inteligente? La inteligencia no se hereda, le dije. Igual no van a dejar crecer al embrión, dijo él, es para sacar células y cultivar tejidos para transplante. Ah, bueno, le dije. ¿No te sorprende?, preguntó. Me sorprende que haya algo y no más bien nada, le dije. Se me quedó mirando. ¿Por qué me mirás así?, le pregunté. Por nada, dijo él, ya me tengo que bajar. Estudia medicina, lo cual no deja de ser bastante decepcionante.

De una pelusa
Hoy veía a una pelusa bailar como loca sobre el patio interior de nuestro depto. ¿Quién puede afirmar que esa pelusa no está viva si está coleando? Se sacudía con tanta alegría. Como Giselle en el primer acto. Su vida dura lo que dura la brisa, como la nuestra lo que dura el aliento.

Del paso del tiempo (un tema eterno)
El paso del tiempo añeja los recuerdos y les deja su aureola. Las novelas más lindas tienen tonalidad de infancia, aunque hablen personas adultas en años viejos. A veces el mismo efecto lo dan los árboles. En la plaza de Tribunales o en la plaza San Martín. O caminás por Coronel Díaz y sentís una vida y ves los árboles, las tipas, y te parece que se mezclaron el agua y el aceite y entonces la maravilla, como un dios encarnado. Pero estar debajo del ombú frente a la caja de música Teatro Colón te hace entender a esos indios que decían: el mundo es un árbol y vos una hormiga en el tronco, arriba los pajarángeles, abajo los hongomonios.

De una palabra, esta vez
Es lindo decir: me repercute. La percusión es la piedra haciendo plaf en el agua. La repercusión es la onda llevando el plaf de la piedra hasta la orilla del estanque.

Del estado de trance de un mozo de bar
El mozo del bar entró en trance. Está quieto, sentado a la mesa, con los ojos tan abiertos, con las manos tan entrelazadas. No parpadea. Ah. Ahora sí. No aguanta mucho tiempo estar en contacto con el plano espiritual. Cuando estás en trance te vienen brillos del fondo de la cabeza, pero no te das cuenta. Vienen sin que hagas nada. Como cuando ves y no ves cómo se trepan las hormigas coloradas a la mesa de la cocina. Sabés que están ahí pero no tenés ganas de hacer nada con ellas. Serenidad. El mozo estaba recién en serenidad pero no le duró mucho tiempo. Era como el místico que se funde y difunde con y por el todo-nada. Que esa serenidad sea unión mística o papar moscas depende de lo que queda alrededor. Depende de si las chispas iluminan el “me olvidé las llaves en la puerta”, o el “cuánta luz cuánta paz cuánto amor”. El mozo tiene un saco bordeaux, el pelo corto desgreñado, la cara rectangular inexpresiva. Ahora lee el diario. El trance sigue a sus espaldas pero ya no está ese vacío que lo dejaba moverse ante su ante. Ahora está ante su tras. El mozo casi deja su ser mozo, casi retorna a su vida prístina. Y me gusta “prístina”. Es una palabra tan gotas finas en una fuente de un patio andaluz.

De la bondad humana
Hoy tomé el 112 para ir a Caballito a visitar a mi amiga Josefina. Me senté en el asiento que está al revés para verle la cara a la gente. Un hombre joven subió una silla de ruedas y trepó con las manos por la escalera. Dijo: tengo cáncer de hueso denme lo que tengan para mi rehabilitación. Se arrastró por el suelo con los pies para adelante. El colectivo estaba lleno y la gente se apretaba para hacerle lugar y le daban monedas y monedas y envidiaban que pudiera echarse al suelo y no tener que colgar de los fierros, tan firme el suelo comparado con el revoleo al que nos sometía el colectivo en las curvas. La gente es tan buena que se te hincha el corazón y te dan extrasístoles de felicidad.

De los dedos de los pies
Hoy me miraba los dedos de los pies y pensaba: qué raro tener dedos en los pies. Además, comparados con los dedos de las manos casi no son dedos. Como una metáfora de un dedo, pero con uñas de dedo. Por ahí es el llamarlos dedos lo que los hace tan extrañamente dedos.

De Cuba
Juan volvió tan entusiasmado del congreso de La Habana. Dice que es un campo virgen, que redescubrió a Hesse al tratar de explicarlo a mentes prístinas, a hombres primitivos todavía no contaminados por la duda cartesiana (¿?).
Tengo miedo de que Juan quiera que nos vayamos a vivir a Cuba.

De los pájaros en el jardín de mi mamá
Mamá me llama por teléfono y me dice: el jardinero podó el rosal y hay un nido de cardenales con tres pichones, vení a verlo y traé la filmadora.
Vamos con Juan. Al pasar al jardín vemos un montoncito de paja entrelazada sobre una rama con hojas. Está vacío. Mamá dice: se deben haber llevado a las tres crías. La perra pequinesa de mamá husmea algo en el pasto. Mamá le da golpes en la cabeza. Hay una esfera de plumas que se agita, con una abertura en un extremo, de reborde rojo y forma romboidal. Es su pico abierto. Juan devuelve el pichón al nido. Mamá pregunta si la perra no le comió una pata. Juan dice que no. Mi mamá dice: acá hay otro, y saca de entre las ramas un pichoncito muerto. Tiene los ojos cerrados y el cuerpo flaco. Las patas están echadas hacia atrás. Después de almorzar le digo a Juan: andá a ver si la perra no se fue al jardín a comerse al pajarito. Juan dice: la perra no está. Vamos al jardín y la encontramos comiendo algo que tiene aferrado entre las patas. Es una galleta de salvado que le dio mamá. El pichón da saltos siguiendo a sus padres, que revolotean alrededor conduciéndolo a un nido nuevo. Cerramos la puerta que da al jardín para que la pequinesa no moleste al pichón. Antes de volver a casa nos asomamos al jardín. El pichón respira agitado con las plumas alborotadas. Juan trae una caja de cartón, le hace una puerta y lo cubre con ella. Tengo miedo de que los padres no lo vean y dejen de acercarle el alimento. Juan da vuelta la caja, pone el nido abandonado adentro, el pichón en el nido, la caja en una mesa de piedra protegida por una rama de ciruelo. El pichón salta de la caja y se mueve sobre la mesa. Le grito a Juan que lo agarre antes de que caiga al suelo, pero sin lastimarlo. Juan lo levanta con las dos manos. El pájaro lastima a Juan al prenderse de su dedo gordo con los espolones de sus patas. Juan lo deja en el suelo. Mamá le acerca un caracol para que coma. El pichón huye despavorido y se refugia debajo de un aloe vera. Mamá está contenta porque lo ve fuerte y la perra no le comió la pata. Fue una escena típica de mamá. Siempre lo alegre se le vuelve tragedia.

De la belleza en general
Yo sé que lo del pájaro muerto no fue nada agradable. Soy optimista pero no soy ingenua. Pero hay belleza ahí afuera, siempre. Si no, tomar un calmante no tendría efecto. A veces la cortina está corrida y uno quisiera ver el limonero florecido pero no puede, por más que ponga la mirada en el limonero la cortina se interpone llamando la atención. Entonces hay que forzar la tela, si está enganchada hay que arrancar algunas hebras. Pero si no hubiera limonero florecido, si hubiera solamente un tronco seco y quemado, te sentirías arrepentida de haber corrido la cortina. Querrías volver a sentir dolor, y esa alegre embriaguez de la pastilla rosa se te haría torturante. La belleza está ahí, en todas partes. La fealdad también. Pero depende de vos saber mirar. Por ejemplo, pasás por la verdulería y ves frutas con gustos de colores. Frutas de sabor azul y rosa, frutas de sabor amarillo y blanco, frutas acuáticas llenas de sol y zumos azucarados, como ese olor a durazno, olor a pulpa amarilla y a pelusa blanca. Y al lado libros jugosos como frutas, libros que te sacian y a la vez te hacen querer más, como las bebidas dulces que te dan una nueva sed después de apagarla. Y al lado adornos de navidad de colores frutales, esferas violeta repollo, árboles de un verde ideal y llenos de pinches inofensivos, estrellas plateadas y doradas con brillantina. Y más allá un negocio con discos compactos que revientan como frutas aplastadas que expulsan aromas de canto de pájaros golosos y satisfechos.

De lo que va a quedar
¿Qué va a quedar? La onda en el estanque. Ni la piedra ni el agua. Una vibración con un color peculiar. Ni Juan ni yo vamos a quedar. Va a quedar una manera de haber sido juntos, un matiz en el jugar que no se repite, y si se repite es que somos nosotros de nuevo, en esa forma de doblar las rodillas al hacer el amor.

De una rama
Fachada vieja de casa de dos pisos. Bajorrelieve triangular con un pectoral blanco con flores blancas rodeado por hojas caracoles. En una ventana sin cristales, una rama de árbol gusano verde adornado de flores blancas estirado hacia el sol. En una hoja plana, una arruga que trepa hasta mis ojos.

De mamá
Mamá dijo que dos pichones sobrevivieron y están bien. Tratando de mostrarse interesante le dijo a Juan: yo he viajado y le puedo decir que conozco bastante el mundo, pero frente al Glaciar Perito Moreno me pongo a llorar y pensar que abajo del agua es igual que arriba me pone la piel de cordero.

De la música
Hay músicas jarabes para desintoxicarte de músicas afiebradas que te calientan la cabeza al dar vueltas como trompos coloridos tan rápido que se vuelven atonales.

De lo feo
El Cortázar del subte, que se llama Francisco, dice que hay un lugar en el sur que es feo, la estación Constitución. Yo no creo. La fealdad en estado puro no existe. Sé que el subte C me acerca hasta ahí.

De que no hay lo feo
El C es un subte con un olor eléctrico a grasa de máquina y metales sulfatados. Al deslizarse por las vías hace un ruido agudo que me lleva a pensar en la sierra que partía el hueso del bife angosto en la carnicería a cuadra y media de casa cuando yo tenía seis años. Constitución es un montón de arcos florentinos. Vieja mansión abovedada donde conviven toda clase de insectos, desde cucarachas hasta mariposas negras con lentejuelas. ¿Cómo puede Julio no ver la belleza de esa caverna que desparrama caminos hacia lugares de nombres tan tibios como Glew o Ezeiza? Hay lisiados, mendigos y prostitutas, pero todos con los mismos arbolitos de savia roja debajo de la piel. Hay olores fuertes, a orina y a sudor, tan básicos y naturales como el olor a mar o a tormenta. Hay gente que se arrastra por el piso con la barba crecida y junta cosas de los tachos de basura, y hay gritos que pasan por las múltiples gargantas de los arcos semicirculares multiplicándose en un quejido universal de vida dura. No, Julio, no es feo Constitución. No lo supiste mirar.

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