miércoles, 20 de agosto de 2008

Es una historia de soles nacientes-Gastón Bachelard

De la multiplicidad que somos
El pulpíto muscular que tiene Amanda en el cuello ya se desarrolló lo suficiente como para acordar con la cabeza un pacto simbiótico. O sea que ya puedo sentar a Amanda en mi pierna y ella se queda herguida, como si lo hubiera hecho siempre. Es que los animalitos llamados órganos que vienen casualmente de los mismos genes pero crecieron cada uno por su lado, como los colores del arco iris, tienen poco cuidado de avisar a la telita conciente de Amanda lo que tienen planeado. Amanda se sorprende porque su lengua acaricia uno de sus dedos metido quién sabe por qué adentro de su boca, y del roce surge en ella el conocimiento de un sabor de carne que no come ni comería nunca porque eso sería comerse a sí misma, y así, convertido en un puro roce de piel de Amanda contra píel de Amanda le permite algo insólito, un primer conocimiento de sí misma.

De la nostalgia del primer mes en el tercer mes
Cumplió tres meses, y me da una angustia, porque de pronto hay que tenerla sentada, y era tan lindo verla acostada agitando las piernas mientras me sonreía. Ahora le reclinamos el cochecito, y ella se queda ahí, con los ojos grandes, con el cuerpo rígido, extasiada y a la vez temerosa de ese cambio de visión. Además, como no aprendió a sostener la cabeza, hay que tirarla de las manitos hacia delante. Pone entonces la cabeza contra el pecho, y hay que llamarla para que enderece la cabeza, y se le bambolea girando en torno al cuello que parece que se le va a caer. Ya siento nostalgia del segundo mes. Amanda ya no es la misma. Se sacó una película de sueño y ahora me sigue con la mirada, me sonríe, me habla con la mano metida en la boca, palpando la lengua, con una “a” aguda, vibrátil, como si con los dedos sintiera sorprendida la emisión de sus propios sonidos. La mano y la lengua se reconocen mutuamente mientras la conciencia de Amanda me mira y me agradece.

De los problemas internos y externos, y cómo se enlazan
Amanda tiene un pliegue en una rodilla. Dice la doctora que puede ser signo de un problema en la cadera. Ese decir hizo ondas muy feas en mi remanso. Pensaba que el único problema era el golpe de los albañiles del vecino contra la medianera, a veces hasta las once de la noche.
Juan fue a hablarle al albañil, pero ese hombre es un presidiario que pica piedra para salvar su vida, porque se le vence el plazo de entrega de la obra, y vive entre los escombros y no sabe ni la hora. Tiene el pelo y la barba desgreñads y sucios de polvo, y cuando Juan lo reta agacha la cabeza como un chico travieso que fue golpeado por su padre.
De la elección del presidente no hago comentarios porque fue lo mismo que nada. Juan dice que todos los países florecen y después decaen, que lo nuestro no es distinto a la caída de Israel a manos del Imperio Romano, y que las familias generalmente sobreviven a sus naciones de origen. Que cuando ya no exista Argentina…porque todo lo sólido se desvanece en el aire. Y somos portadores pasajeros de entidades flotantes tan frágiles como un pensamiento semiconciente en una madrugada de insomnio.

De la exacerbación simultánea de la risa y del llanto
Ahora que Amanda puede vernos desde el cochecito, porque está reclinado y ya no hay solo techo y aledaños sino paredes y todo lo que pasa sobre ellas, se ríe y llora más que antes. Cuando se ríe su entrecejo se pone liso, las cejas bajan hacia los lados, se le acentúan unas arrugas debajo de los ojos, se hinchan sus cachetitos y abre la boquita mientras se estira como al desperezarse. Cuando llora porque se le cansa el cuello lo hace con lágrimas, como si sufriera mucho.
Anoche Juan le estaba dando un poco de mamadera en el moisés y ella apartó con sus manitos la mano de Juan, abrazó el extremo superior del biberón apoyando sobre el plástico sus manitos a medio ovillar y mantuvo la tetina en la boca casi sin chupar. Un trofeo que después la hizo hablar con abundancia de “aes” y “ues”.

De las diversiones pequeñas de una nena pequeña
Amanda se yergue sobre sus manos y levanta la cabeza con el temblor de una tortuga que estira el cuello despavilada después de la hibernación. Como si estuviera sorprendida de reencontrar algo que recuerda vagamente de una vida pasada, que tal vez sea simplemente la vida de ella antes de levantar la cabeza, su vida de los primeros días cuando sólo había luz y mamá. La sostengo con las manos de las axilas y la bamboleo de un costado al otro, y ella rígida como tijera, con una permanente sonrisa de muñeca, fascinada con su pequeño parque de diversiones. Después la lleno de besos y la pongo de nuevo sobre mi cuerpo y ella lanza quejiditos de satisfacción. Antes de dormir llora mucho. Cada vez más siente el dolor del sueño fuerte, ese que la lleva a través de la noche. En el cochecito se mira las manos, mira a las manos mover los conejos plásticos rojos y amarillos de un móvil que le compró la abuela, los mira con seriedad, hasta ponerse vizca. Se sonríe cuando el papá, con una voz inusual de gaita aguda, le dice “quélinañeña”. Ahora que volvió el frío con su ristra de gripes y neumonías no la sacamos de paseo. Y es un conflicto. Porque debería conocer el mundo.

De las situaciones límite
La menstruación no se me detenía. Fuimos con Juan al hospital, a la guardia. La doctora seca y seria nos hizo un papel para un análisis. Decía “peligro de aborto”. Yo me puse como un papel. Me puse a llorar. Pensé “el DIU es abortivo”. Pensé “si me quedo embarazada de nuevo me mato y Juan tiene que cuidar a Amanda”. Juan decía “pase lo que pase te amo”. Yo le decía que iba a tener que abortar porque ahora otro bebé no quiero, y si nace el bebé va a saber que no lo quiero, y Amanda va a sufrir también. Juan decía que no podía entender cómo de un momento a otro se puede caer la felicidad, y todo porque él es calentón y no quiere usar preservativos. Pero el análisis dio negativo con respecto al posible embarazo. Todo había sido producto de un desequilibrio hormonal que me hizo producir un exceso de tejidos. Fue en el momento en que el presidente anunciaba que iba a pasar a retiro a militares y policías y a hacerle juicio a la Corte Suprema. El mismo momento en que Fidel Castro daba una conferencia en la Facultad de Derecho.

De las metáforas y su acción recíproca
¿Amanda es como una muñeca, o las muñecas son como Amanda? Cuando salgo a las siete para darle a Juan un beso de despedida, esas mañanas frías y ya sin amanecer temprano en las que va a dar clases a Lanús, me detengo a mirar el reflejo plateado del foco de luz sobre el empedrado gris. Sus reflejos hacen el efecto de la luna sobre el río. Ahora, bien, si yo quisiera explicar el efecto de la luna sobre el río, podría decir que es el mismo que hace el foco de luz (por otra parte, muy parecido a aquél de la cocina de la casa de mi abuelo) sobre el empedrado. En un caso la calle se me hace cósmica, y en el otro el cosmos se me hace barrio.

De cómo sigo siendo la bebé que fui
Amanda habla y grita y hace gorgoritmos de canilla mal cerrada, de pava hirviendo, y a la vez sonríe, y levanta la cabeza para seguirme con la mirada. Su sonrisa abre dos surcos a los lados de los ojos, que sin hundirse, se complacen en dejarse envolver por los cachetes redondos. Cuando se cansa apoya la cabeza en el reborde del cochecito de paseo, igual que yo cuando volvía en el subte cansada del trabajo. Entonces cruzaba los pies, igual que Amanda, y era bebé. Esa entrega es volver, como al temblar de miedo, o al sobresaltarme en medio del sueño.

De lo que no escuchaba y ahora escucho
Con tanto trabajo de albañilería en la casa de al lado aprendí a escuchar los golpes en las casas en construcción, las percusiones en los temas musicales que pasan por la radio.

Del olvido de la metáfora
Nosotros hablamos, decimos, para entenderlos, como metáfora, que los animales tienen también su lenguaje. Después olvidamos que eso es solo una metáfora, y nos preguntamos si algo nos distingue de los animales, después de todo. Decimos que las ballenas cantan y que los monos son inteligentes, y al dar todo eso a la naturaleza nos quedamos nosotros sin nada. Pero veo a Amanda y no sé, es tan humana, a pesar de no cantar, de no tener lenguaje. Esos ruidos que inventa, que no tienen ningún fin informativo, que es solo un modo de su placer, la sonrisa que los acompaña cuando yo le digo “qué lindo” con voz aflautada.
Ahora analiza con detalle su móvil de conejitos rojos y amarillos. A veces deja una mano sobre el borde del cochecito como esperando una donación de algo que agarrar, puede ser mi dedo, al que gusta pellizcar, o una bolsa de plástico, a la que gusta rebolear, pero todo con la mirada puesta en otra parte, sólo ejercicios para manos. Se mete la mano en la boca y trata de palpar el sonido que emite su boca, la ondulación de su lengua, y así se presentan: mano, esta es la boca, boca, ésta es la mano, y hacen las pases, aunque a veces a la mano se le va la mano al entrar tan hondo que le dan arcadas, y la cara se enoja, y yo tengo que poner orden.
El sábado la llevamos de paseo, bien abrigada, con la funda para pies, mirando hacia nosotros. Todo le parecía interesante, con el interés que despierta el movimiento de las olas cuando uno apoya los ojos sobre el horizonte del mar en Mar del Plata. El paseo de dos cuadras se nos hizo enorme, porque la calle estaba vacía, salvo por unos obreros sucios que bailaban una cumbia en un taller abierto de chapa y pintura. La vereda era irregular, y veíamos en Amanda el reflejo vibratorio de las baldosas rotas, las mal encajadas, las levantadas por las raíces de los árboles, o las viejas baldosas llenas de surcos. Nuestro tiempo era el tiempo de Amanda, pero con sensación de riesgo, un retorno a nuestros paseos de bebés, pero del otro lado, del lado preocupado de los padres.

Del silencio y su relación con el ruido
Al lado cesaron los golpes. De vez en cuando se escucha un ruido fuerte, aislado, como un eco, como si no pudiera irse del todo esa realidad que ya era sustancia, una especie de líquido que se dilataba y se condensaba alternativamente, que esperábamos siempre en la forma de pequeñas percepciones de estilo leibniziano.

Del necesario esparcimiento de los niños pequeños
Llevamos a Amanda a pasear al shopping. Sus ojos se llenaron de pliegues de ropas y caras en movimiento, brillos de vajilla y de vidrios de vidriera apenas perturbados por sus contenidos, masas en movimiento desplazándose sobre escaleras móviles que se alejan a medida que el cochecito se desliza, o todo se deslizaba y el cochecito era un centro quieto, como saben Einstein y los chicos más chicos. Pero el paseo fue una excepción en su vida, como una mancha en el cielo que nadie vió más que una sola vez, por un momento. Para Amalia fue un accidente entre dos tiempos de sueño. Sólo la continua repetición puede hacerlo realidad.



Del baño (de bañarse)
Amanda se mete la mano en la boca. Eso le da una mezcla de placer y dolor que es su primera picardía y su primera culpa. Cuando está con la cabeza reclinada, sentada en el cochecito, es Juan Pablo II. Cuando está sentada en la bañera es un pequeño buda de marfil. Si le acerco la mano a la boca mientras la baño, me la lame como un cachorro. Cuando se acerca el sueño y está en lucha, en agonía, se hace zancadillas, se saca con un dedo el chupete para obligar a sus ojos a llorar, o se mete un dedo bajo el párpado, o una mano completa en la boca para chuparla. Solo en contados momentos durante el baño es sonrisa de armonía entre su cuerpo ululante, sus pies que espolean el agua para que fluya como el sueño, sus manos que se apoyan en los bordes plásticos de la bañadera, todos los sentidos unidos en un instante sin por qué, como la belleza es para Kant la armonía casual de nuestras facultades de sentir y de pensar.

Del escribir
Juan escribe una novela sobre un paciente que llega a la consulta y se acurruca en la huella dejada por una paciente anterior y huele el perfume y se funde con el calor de ese cuerpo con el cual se cruza sólo un momento, cuando ella sale y él entra.
Yo escribo una carta dirigida al Diario de Poesía para que me expliquen por qué en las pocas novelas donde se menciona un parto no hay ninguna alusión a las pérdidas constantes de sangre, al malhumor y los gritos y peleas.

De lo pequeño bello que se vuelve grande y feo
Todo lo que hace Amanda me gusta: el pis, la caca, los vómitos, los ruidos con la boca, que en un adulto sonarían obscenos, estirar las manos como un Cristo resignado al dolor, rebolear pequeños objetos y tirarlos al suelo. Tiene todos los gestos de un orador político, todos los fluidos que consideramos sucios cuando se trata de personas grandes. Pero llega la época de hablar, de controlar esfínteres, de tener conciencia moral, y la sola mensión a una de esas cosas ensucia la página que estás escibiendo como si le pasaras encima el pañal que acabás de sacarle a la nena.

De la necesidad de una cierta violencia
Amanda es un montoncito de burbujas rosadas de distinto tamaño, y es toda sonrisa cuando la siento en la mesa y la dejo pasar sus manos por mi cara. Me tira de los pelos, intenta arrancarme un ojo, me apresa la nariz como entre tenazas, y yo contenta. Después recorre con sus uñitas cada arruga de mis labios como si tocara la guitarra, y a través de ella me veo como bajo una lupa que descubre cada rasgo de mi piel. Cuando Juan le da de comer le clava las uñas en la mano con que la alimenta, y Juan le sonríe, feliz de ser la piedra para el agua, feliz de sentir su materialidad, su mortalidad, su finitud.

De los orígenes de la intencionalidad de la conciencia
Amanda está por cumplir seis meses. Ya no espera los dones. Su cuerpo se estira, sus manos apuntan a las cosas que desea y espera. Toca los objetos, se complace en sus diferencias de textura: una toalla mullida y rugosa, un plástico liso y pegajoso, una flor más suave y frágil que se deshace entre sus dedos. Cuando emite quejidos lo hace hasta el límite de sus pulmones, y su garganta se ve obligada a toser para reponerse del esfuerzo. Pero ahora articula. Mastica el aire como mastica el alimento semisólido que procesa en sus encías rojas a falta de dientes. Agagagabababapapapa, suele decir, lo que es como la masa antes del corte de los moldes para las galletas, una masa ya ondulada, lista para estallar en palabras. Ella sonríe cada vez que se despierta, se lleva con placer unos dedos a la boca, y espera ser cambiada sobre la cama, sin pedir la leche que sabe que le será dada. Su sonrisa sin dientes es tan elástica e inflamada como no lo es la de ninguno de nosotros los adultos. Cuando le cambiamos los pañales levanta las piernas gordas, se pone de costado y estira los brazos hacia la bolsa de los pañales, la roza con la punta de los dedos, la explora, mide y calcula, y después trata de metérsela en la boca. A veces está explorando con seriedad un juguete para anticipar qué lado encaja mejor en los rebordes de su boca abierta. Es el hueco que busca ser llenado. Con el biberón es distinto. Sabe que es suyo, que siempre está dispuesto, y entonces juega con él, lo rechaza y lo acepta, y ya con eso es la semilla de una mujer seductora.

De la intencionalidad de la conciencia, otra vez
Amanda sacude la cuerda del chupete y lo hace boleadora. Está sentada en el corralito, la cadera grande, la espalda arqueada, la cara gorda y una sonrisa de dos dientes, una sonrisa-ratón que anticipa sus manoteos. Sus manos no esperan, se tienden hacia los objetos, no alcanza el deseo de la mirada, todavía no van solamente, van y esperan, como quien confía, ni resignada ni segura, ni activa ni entregada. Sus palmas rozan todas las superficies, el enigma de las arrugas que se resisten, o de esas superficies tan lisas que son como día soleado, como vida fácil. Arruga el entrecejo, lanza un quejido, después entorna los ojos y deja salir alaridos de su garganta, a veces gritos claros, otras tan delgados como voz de soprano. A veces son ripio oscuro, otras campanas de cristal. Antes de dormirse se arrulla, dice yaya, dice mamamama, papapapa, con los labios apretados hasta perderse, con los maxilares firmes, esa piel tan elástica como la ropa nueva. Ensaya gestos de alegría y enojo, ensaya risas, se anticipa a los motivos de esos gestos, los motivos son un agregado cultural a algo que no tiene más explicación que su propia existencia. Cuanto más toma de mí y de Juan más va siendo ella misma, porque antes era solo unos ojos, y ahora es una persona completa, sólo le falta hablar. Ya no tiene la seriedad del origen. Con los ojos abiertos y la cara hinchada de placer golpea una esfera de plático con su chupete-martillo. Amanda trabaja. El papel de las manos en la conversión del mono en hombre, dice Juan que diría Engels.

Del saber oculto
Iba en el subte y escuché a dos muchachos de rasgos orientales hablando así:
Esta carta muy poderosa, desactiva todas las armas.
Usted no sabe nada de poder, por eso yo le gano siempre a usted.
Usted tiene pocas cartas.
Tengo cincuenta cartas.
Le apuesto cincuenta cartas a que no tiene más de cuarenta cartas.
Tome, cuéntelas.
Yo quise conseguir esta carta en japonés pero sale treinta dólares
¿Para qué la quiere si nadie la usa?
Es una carta de colección.
Cuando estuve en Estados Unidos salía veinte.
Veinte sale en inglés, en japonés sale treinta.
Yo prefiero la carta que desactiva los Wadus, con esa sola tengo el partido ganado.
No, señor, usted no sabe nada de juegos ni de poder
Bueno, tengo que bajarme.
Bueno.
Adios.
Adios.

De lo que hay debajo
Salgo del subte a las cinco de la tarde, y veo una cascada de luz que se derrama escalón por escalón a medida que la escalera mecánica asciende hasta el cielo que es pavimento y vereda. Abajo quedó la lucha por el poder, que según Nietzche siempre queda abajo. Abajo quedaron también los bajorelieves colorinches del nuevo subte, los jaguares, los indios, los botes y los peces, los caciques, los suplicantes y los huacos censurados. Debajo de nuestro país está el otro país, debajo de esas figuras del subte hay otras figuras que estuvieron antes, de gente que estuvo antes. Uno camina sobre tanto abajo que abulta el suelo, que por ahí se cae. Pero arriba está siempre el cielo, el mismo cielo azul, la misma cascada de luz.

De la muerte de alguien, que es todas las muertes
Mi tío se murió. Tenía cáncer de próstata. Se resistió a la internación hasta que ya de la anoxia no podía coordinar ni oponer resistencia. Dejamos a la nena con una amiga y fuimos al velatorio. La gente hablaba, algunos se reían. Estaban solamente los parientes. No tenía amigos. La mujer le sacó todo con el juicio de separación de bienes. Hizo un mal arreglo, violó las cláusulas. Ahora la mujer le va a tener que pagar a su abogado. La habitación donde estaba el tío tenía una burbuja de silencio y de cosa solemne. Ahí solamente se escuchaba algún llanto. El solo mirarlo acallaba las risas y los comentarios tontos. Cuando lo ví me di cuenta de que mi tío ya no iba a estar en las reuniones de los domingos en casa, hablando de sus viajes por el mundo, hablando de su mujer, a la que amaba, a la que le obsequió su muerte, hablando de política, siempre sin escuchar a los demás, hablando aunque nadie le llevara el apunte. El último tiempo siempre con olor a pis, se sentaba en una silla, que era solo suya, reclinaba la cabeza y gemía a veces, o se adormecía, después levantaba la vista celeste y hacía un comentario sobre la nena, lo fuerte que estaba, como si sus visitas al dolor interior no le impidieran tener la amabilidad de cumplir con la mínima cortesía de hablar de los temas cotidianos. Su cuerpo en el ataúd me decía que ya no estaba, porque era un guante, una máscara funeraria, una estatua conmemorativa. Si no lo hubiera visto habría esperado encontrarlo en casa de sus hermanos, en otra reunión de familia. Ahora sé que no va a estar más. A medida que Amanda crecía él se iba consumiendo. Tener hijos es saber que uno no vive para siempre. Hay una vida que queda, pero es una generalidad, un magma. El tío está donde estaba Amanda antes de nacer. Digamos que en Dios.

De qué es estar más allá del bien y del mal
Amanda le tira a Juan de la barba, le tira del pelo, una y otra vez, quiere que algo de eso quede en sus manos. Lo hace sin maldad, se sonríe. Juan la deja hacer. Amanda no es buena, pero tampoco es mala. Está antes del bien y del mal, esa es su inocencia.

Del saber experto de un bebé
Amanda se asoma al borde del cochecito, como al balcón está Julieta esperando a su Romeo. Mira el suelo con deseos de gateo. Estira sus manos, que es estirar su deseo. A veces se tira hacia atrás dándose un golpe en la cabeza, y yo me enojo, y ella, acostumbrada al festejo de todo lo que hace, repite su gesto esperando una aprobación que no llega.
Amanda es experta en cuerdas y nudos. Como los juguetes están atados al cochecito para que no los tire al suelo ahora tiene toda una colección de cuerdas de distintos colores, texturas y sabores que se lleva a la boca con placer. Así su lengua, en intentos infructuosos por desatar los juguetes, tiene un saber experto en topología que su conciencia quizá nunca haga propio. Salvo que se dedique a las matemáticas abstractas, pero yo prefiero que piense en la contabilidad, o el derecho comercial, algo que sea más redituable. Aunque lo más probable es que siga los pasos de su padre.

De la imposibilidad de haber sido un bebé
Amanda pertenece a otra especie. Es una huésped del cielo a la que recibimos como una lluvia, no la fabricamos, sólo le damos abrigo como a una plantita linda que creció casualmente de una semilla venida de jardines exóticos. Juan dice que después de todo yo también fui así cuando era nena. Pero yo no era nena, cuando la nena era, yo no era todavía. ¿Cómo pensarme con sesenta centímetros de longitud, con manos pequeñas, con un chupete tembloroso entre los labios, lanzando grititos de alegría, haciendo pucherito cuando llegan las visitas, dejando de respirar y poniéndome colorada cuando mamá me deposita en la sillita de comer en el negocio de venta de rodados para ver si me sienta bien? No, Juan, no quieras convencerme, yo nunca fui bebé. Igual que la mariposa no es la oruga, Amanda no es más que levemente parecida a nosotros en algunos gestos, pero no tiene esa falta de asombro ante las cosas cotidianas que muestra cualquier ser de este mundo. ¿Cómo explicar si no que siempre haya salido borrosa en las fotos? Todavía es una nube cuántica, que se hace sólida bajo el influjo de nuestra mirada, que todo lo pesa y lo materializa. Sin nosotros se volvería de nuevo nube, como pasa con esos chicos de orfanato que se mueren porque no tienen un padre que los mire y los nombre y les de contornos delimitados por caricias y besos.

De la curiosidad inicial
Amanda tiene un dedo universal que encuentra siempre el nudo y lo desata haciendo que se desarmen las tramas de las cosas, y así aprende. Su dedollave, su dedotijera, su dedo escarbador trabaja despacito, se toma su tiempo, como la gota que lame la piedra. Cuando su boca come, su mirada y su dedo se confabulan en la investigación de las cosas más ocultas, como el plástico debajo de la sábana en el lado de atrás del almohadón que vuelve mullido su cochecito, o la textura de lona de su silla de comer. Sostiene el chupete como Diógenes la lámpara con la que iluminaba las caras buscando un hombre. En la cuna se da vuelta para ver una lámpara de pie y abre los ojos grandes y empieza a temblarle la barbilla y ya se pone a llorar y yo la doy vuelta. Pero ella otra vez se pone a mirar la lámparaterror porque le fascina, porque no todo es bello, pero todo es fuerza de atracción. Todo es una pregunta que no se hace desde más lugar que el dominio del chupete y la familiaridad con el dragón rojo al que le gusta morderle las orejas, o el michi que aprieta entre sus manos con una sonrisa cuando vamos de paseo a esa plataforma de pirulines de colores y verdes concentrados que es el paseo de Agronomía los domingos soleados por la tarde. ¿Sentirá el aroma embriagador de los paraísos, esa picazón dulce en la nariz que te hace flotar en el calor de la nueva primavera? Si lo siente es sólo como estado de ánimo, feliz coincidencia entre su cuerpo y el mundo.

De la importancia de andar erguidos
Amanda toma la leche con cara de indiferencia satisfecha mientras agita su manito en ondas que quieren ser saludo de bienvenida. Cuando la levanto se yergue entre mis brazos orgullosa de tener una columna que la hace vertical como la hierba, como la lluvia, como esas cosas vivas que miran la tierra desde arriba, sin dejar de ser tierra. Amanda es un sexo que espera la metamorfosis del resto de su cuerpo, pero es un cuerpo tan grande que el sexo se va quedando pequeño, secundario, reprimido. Todavía es flexible como una idea joven, se lleva el pie a la boca. Mira todo desde su observatorio cosmológico. Primero los árboles, después las casas, después las personas, después la vereda, después las partes del cochecito, buscando lo escondido, el plástico oculto detrás de la almohadilla que cubre el respaldo. Finalmente cierra los ojos y contempla sus sueños.

De la importancia de los límites
Juan no le pone límites a Amanda, y eso está mal. A veces no me come y yo le grito pero Juan se enoja conmigo, me dice que la deje, que coma cuando quiera. Dice que su mamá lo obligaba a comer y como no crecía le arrancó las amígdalas y entonces sintió culpa y engordó y depués se agitaba con los cachetes colorados cada vez que tenía la clase de gimnasia en el parque de la escuela.

Del dedo que lee
Amanda golpea con sus manitos la bandeja plástica de su cochecito, agarra un sonajero y lo sacude y lo golpea tan fuerte que por rebote sale volando y se queda colgando de su cuerda. Amanda mira y con la mirada dice “yo no fui”. Después me ofrece su chupete para buscar mi sonrisa, y se detiene con el dedo como leyendo el braile misterioso que expresa un mensaje cifrado en los botones de mi blusa.



De los defectos que se heredan
La doctora dice que Amanda, que ahora se sostiene sobre sus piernas con un poco de ayuda, con la cola parada y grititos de placer, es una vaga y hay que estimularla. Dice que es hipotónica. Igual que yo, dice Juan, y se le cae la baba. Qué tipo, éste. Le gusta que Amanda herede sus defectos.

Del poder hacer
Amanda se arquea con las piernas estiradas y gime obligándome a ponerla de pie en el corralito. Dejo que se agarre del borde acolchado. Ella se sostiene sobre los talones de los pies, sin apoyar la planta entera. Flexiona y estira las rodillas alternadamente mientras pega grititos y me sonríe. En su sonrisa hay asombro de poder hacer. Me pide con la mirada que me sienta orgullosa. Yo la premio mostrándole a través de la ventana la sombra lila del jacarandá, una sombra palpable de flores caídas, un espejo en el que se refleja la copa del árbol que está en la vereda. Miro a Amanda y también tiene algo de espejo, un espejo de flores en el que Juan se refleja, y yo también, un poquito. Como los electrones que pasan por rendijas pequeñas, los genes se interfieren y en vez de una simple mezcla generan ondas de difracción en el cuerpo de Amanda.

De la importancia de saber esconderse
El corralito de Amanda tiene un sector cubierto para protejerla de los barrotes cruzados contra los que podría golpearse. Cuando está sentada oculta detrás del sector acolchado pregunto: ¿dónde tá la nena? Y Amanda inflama los cachetes, junta los labios como un viejito sin dientes y con su mejor sonrisa se asoma a su ventana para que pueda verla. “Acá tá la nena” digo con un grito, y ella grita y muestra sus tres dientitos, hace una caída de ojos y vuelve a esconderse. Cuando no la llamo se asoma igual en espera de mi asombro, que en realidad es de ella.

De las leyes del movimiento
Ahora agarra el chupete, lo gira sobre su eje, lo vuelve a poner en su boca, y así varias veces, convirtiendo la cuerda que lo sostiene en un tornillo de tela. Sigue leyes muy claras de rotación con las manos, de movimientos pendulares con las piernas, de flujos y reflujos de marea cuando se sacude sobre el cochecito tratando de impulsarlo desde adentro. Como si las formas típicas del movimiento de los astros se combinaran para hacerla micromundo.



De la importancia de una alimentación equilibrada
La doctora dice que la nena está muy flaca. Tanto esfuerzo para cambiar la alimentación láctea por la sólida, y no le alcanza. Yo la quería alimentar sanito, verdura, carne molida, y ahora la doctora rubia cara lánguida me dice que hay que darle crema de leche, postres, vainilla pisada con leche y otros materiales de engorde. Espero que en las dos semanas que faltan para la consulta de emergencia engorde lo suficiente o me tiro por el balcón. Juan ya lo sabe.

De los estudios de física
Amanda volvió al ritmo habitual de engorde. Una alegría se difundió despacio por mi pecho como un caramelo que se derrite. En el corralito Amanda nos regala su sonrisa de cuatro dientes mientras nos muestra, sin dejar de mirarnos con sus cielitos redondos de crepúsculo, cómo va caminando, con un pie por vez, hasta dar la vuelta a la esquina. Nosotros la alentamos y ella sacude las piernitas. También le gusta que pongamos chiches a su alcance para tirarlos al suelo. Después de ver cómo caen, nos mira con cara de yo-no-fui, con la boca abierta en círculo, los cachetes colgando y las cejas levantadas, y genera un discurso que dice más o menos: aia, a, chiche, iá, aó. Juan le contesta en un idioma inventado que quiere ser japonés y ella grita en un agudo para romper cristales con la lengua afuera y un par de dedos en la boca. Está estudiando a la vez la ley de gravedad y la ley de la confianza en que sus padres le van a alcanzar el juguete para seguir tirándolo al piso, y es feliz siendo Sísifo o cualquier otro griego castigado por un dios a hacer siempre lo mismo. Lo es en un infierno que para ella es paraíso porque es la repetición eterna de la misma belleza del instante. Por eso a la noche, cuando hace lo mismo agarrada a la baranda de su cuna, en cuanto llega el sueño grita hasta quedar sin aliento y termina durmiendo en mis brazos como entregada a la fatalidad, después de haber dejado en claro su protesta contra el fin del día. Eso le demuestra que hay dioses más poderosos que sus padres, y uno de ellos es el dios del sueño.

Del descubrimiento del mar
Fuimos el fin de semana largo a un departamento prestado en Mardel ¿Cómo explicar el descubrimiento del mar? Para Amanda las ondas eran viejas conocidas, pero sólo por la alusión táctil de su sonido a chapoteo de útero y agua de bañadera. Pero las tres líneas de conchillas dibujadas sobre la arena, el olor a salado y a arena y ese peso de lo eterno sobre los músculos que te hace sentir hambre y sueño, los trazos arqueados de burbujas que se entierran en la arena, el movimiento perpetuo, lo infinito luminoso, todo eso le hizo dar un discurso de “aes” y “ues” que fue la muestra de un asombro. Asombro que era a la vez el reconocimiento de una íntima familiaridad. Después de todo, la emergencia de Amanda a partir del trasfondo oscuro es todavía reciente. Ella sabe invocar a los dioses de los elementos, porque ella todavía es elemento, la cultura vendrá después del cruce del río Leteo de los seis añitos.

De la posibilidad de que se caiga el universo
Mientras Juan se estupidizaba un minuto con la tele, oyó el ruido de un golpe. Gritó “¡se cayó, la nena se cayó!” Pero, ¿se pude caer un universo? ¿Hacia dónde caería si no hay nada fuera de él, si yo y Juan somos en él? Lloré y la abracé y ella también lloró y supe por eso que estaba bien. A Juan le pegué un coscorrón en la cabeza pero después lo perdoné. No dejamos que se durmiera por media hora. Ella trató varias veces de poner la tapa del biberón sobre la nariz de Juan, y después se durmió.

De la imposibilidad del análisis
Como la nena bajó otra vez de peso hay que hacerle un análisis de orina, por si tiene sistitis. La primera vez que le pusimos el recolector de orina se hizo caca y hubo que tirarlo. La segunda y la tercera vez quedó mal pegado en la zona perineal y se perdió la pis.

Del destino y los mundos posibles
Ahora sé lo que sentían los griegos cuando visitaban el oráculo de Delfos. En el hospital, un sacerdote vestido de blanco lleva las preguntas de los fieles a la pitonisa que se envuelve en los vapores volcánicos de las tinturas para los cultivos y lee al microscopio ese destino del cual a veces es posible escapar, pero que generalmente se cumple precisamente cuando hacés todo para safar de él. Es lo que les pasa a los enfermos terminales, esos que hacen que los médicos se rasquen la cabeza y miren para otra parte. Mientras espero el resultado del análisis la realidad se vuelve cuántica. Soy el gato de Schrödinger, alegretriste, con una nube de probabilidad que dibuja dos destinos alternativos. Me dan el resultado. La nube llueve llanto de alegría. Amanda está sana. En un mundo paralelo, una pobre mujer igual a mí en todo salvo en su destino se va a llorar a su casa la enfermedad de su hija, que se llama Amanda. Me da mucha pena.

Del pasaje de la comida primera a la comida segunda
Mi amiga, ya saben cuál, la única, me dice: ¿Todavía le dan papilla? Tiene que empezar a comer sólido.
Y yo pienso: Qué tonta soy, tengo demasiados conceptos en la cabeza para oir su pedido de comida de papáymamá en su mirada de deseo cuando nos ve comer pollo a la cacerola.
Así que ahora, pedacitos de pollo y de ravioles para que mastique con sus cuatro dientes en un almuerzo que se prolonga por más de una hora, pero es la felicidad de su boca, su grito y su sonrisa, su mano explorando la lengua y los ojitos redondos en alegría tranquila.

De la repetición y de la renovación
Amanda oscila entre la repetición de lo que le agrada, por ejemplo tirar los chiches desde el corralito para que yo se los levante, y la búsqueda de lo nuevo, que se manifiesta en su entusiasmo ante cada chiche nuevo, ante cada nueva payasada de su padre. Ahora Juan agita los cachetes como si tuviera frío, y Amanda le sonríe mientras se agarra de un pié, sentada en el cochecito.
Los dos piensan igual. Cada vez que Juan ve un papel o alguna otra cosa pequeña y peligrosa para Amanda y está a punto de retirarla sin que ella se de cuenta, ya está la nena estirando la mano para agarrarla.

De los arquetipos
Ahora entiendo por qué todo lo vemos a través de un vidrio ribeteado de cultura. El primer Sol que vio Amanda es el dibujo amarillo espiralado en las paredes de su biberón. Ahí también su primer Babau (perro), su primera Flor (quizás su Única), su primera Nube. Su primer Oso es de peluche, Oso es un nombre propio que se desdibuja con el tiempo, se dilata hasta abarcar otros osos, hasta llegar al plantígrado científico que termina por opacar a los otros, que convierte a Oso en una antigua vergüenza, en un error emocional. El Origen está hecho del relieve oscurecido que dejó la ausencia de un juguete.

De la voluntad de verdad
Amanda come ahora con los dedos, con la palma de las manos, con los ojos. Antes de digerir con el cuerpo digiere con la mirada. Primero come con los ojos y las manos, después con los dientes, y finalmente con el estómago. La voluntad de verdad ya se impone en ella sobre la voluntad de vivir. Juan la deja hacer. Yo le grito que no quiero que se ensucie, pero él dice que todo bebé tiene que analizar con los dedos y las uñas antes de incorporar algo exterior a su cuerpo. Él dice que gracias a ella se está reencontrando con su pasado, que Amanda es un espejo que atrasa cuarenta años.

Del alma
Amanda se estira en el cochecito para mirar los chiches que tira al suelo. Abre los ojos y su mirada es clara y despierta, alegre y atenta. En la cama, a la noche, se trepa a mi rodilla flexionada para ponerse de pié y cuando lo logra sonríe con orgullo. Está tan llena de alma que sólo le falta hablar.

De la primera forma de la plenitud
Amanda está en el corralito. Dice: ahíahíahíahí mientras agita una mano como pintando el aire. A la hora de la comida revuelve la papilla en el plato mientras Juan le da cucharadas plenas que come aumentando el placplac habitual de una masticación de pastas blandas en una boca abierta. Se nota que le gusta ese ruido, esa plenitud blanda en la boca. Pasa sus dedos sucios de la mano derecha sobre su brazo izquierdo hasta limpiarlos en él, mira sonriendo a Juan, agarra un poco de esa pasta tamizada sobre su piel y estira los dedos en dirección a la boca de Juan, para que él haga una degustación. Siempre quiere que Juan se ensucie como ella. Hay kilómetros entre ese puente material de comida blanda entre Juan y Amanda y las comunicaciones espirituales de vibraciones sonoras desencarnadas. Pero es un primer paso hacia la música.

De las primeras vacaciones de Amanda
Las vacaciones fueron un fracaso. Amanda mordía conchillas y lloraba y se retorcía cuando yo se las sacaba de la mano, gritaba “mamá” a cada rato, después nos enfermamos todos por algún alimento en mal estado. La nena tuvo diarrea. Juan estaba todo el tiempo oliéndole la cola a ver si se había hecho. Amanda no quería comer, el mar no le importaba, yo le grité a Juan que ya no podíamos tener una conversación en paz, que él sólo piensa en Amanda, que va a tener que pensar en qué lugar va a vivir cuando nos separemos… Ahora sólo queda de las vacaciones los restos de maderitas, plásticos y conchillas que tira el mar sobre la playa. Un día en Miramar, en ese parque dunícola de árboles apretados, con aroma a eucaliptus, con jorobas cubiertas de una vegetación que contrasta con el suelo de arena, con cactus gigantes que se derraman como lonas ajadas alrededor de un tallo erguido, barquitos encallados con sus retoños creciendo a sus pies protejidos del sol, y las paredes de piedra arenisca que bajan a playas pequeñas que se dejan lamer por un mar más bravo que no puede, sin embargo, trepar más allá de una línea definida en la que se queda hasta la ola más alta. También cerca de Sierra de los Padres un jardín grande de pasto bien cortado con una casa grande pero chata en el medio y sobre el pasto una multitud de pavos reales con los ojos azules o blancos de sus penachos erguidos y vibrando para hipnotizar a las hembras, mientras algunos pocos, ya atardeciendo, parecían plumeros vistosos que colgaban de las copas de algunos árboles. Y claro, paseos por la orilla del mar entre multitudes de microcentro porteño, alguna zambullida mientras Juan cobarde sostenía a la nena para no enfrentarse a las olas más grandes, y yo buscando las onditas en las que se preforman las olas que más cerca de la orilla pegan tan fuerte que te voltean, en ese mar que los banderines anuncian eternamente dudoso.

De las comparaciones que no son odiosas
Y estaban esas flores en el jardín de Villa Ocampo, en el barrio los Troncos. Si supiera sus nombres podría ponerlas sobre este papel, hacer un herbario siempre fresco, en el que conservarían sus tonos lila y rosa. No porque un nombre resuma los caracteres de una cosa, sino porque el que lo lee siente que el autor vio claramente la flor, que sabe de qué habla, que bastaría con ir al Jardín Botánico y preguntar por el nombre para que se le muestre esa flor y ahí estaría todo lo que puede ofrecerle una descripción. Y eso sin que deje de ser la contemplación sensible de un universal, de la especie y no del individuo. Algo le dice "es ésta, pero no la de acá, es como ésta, pero es más ésta que las palabras que podrían describirla".

De la cercanía del fin de este diario
Faltan sólo quince días para que Amanda, ahora más llenita, con sus ojos en medialuna por la curva de los cachetes que los tapan un poco desde donde la veo, acostada sobre la mesa mientras Juan la cambia, con su curva de pancita que volvió a crecerle, sus manos que ondulan y se curvan de manera tan femenina, y buscan llenarse de juguetes y bolsas y papeles, con su atención más despìerta y los consiguientes berrinches... faltan quince días para que ese atado de flores rosa, para que esa superpoblación de gestos y sonido guturales que no llueven todavía en palabras, faltan quince días para que cumpla un año. Y este diario, que es su diario, la voz de la que tiene voz pero no palabra, la voz de Amanda, se termine. Quizás siga, pero el cuaderno en el que escribo se quedó sin páginas. Este trozo y los que vendrán los agrego con cinta adhesiva porque son la cola que prolonga lo que no quiere terminar.

Del gesto de la victoria (que no es la V)
Amanda tiene su gesto de victoria. Levanta un brazo, con el cuerpo erguido, y aprieta algún objeto cerrando la mano con todas sus fuerzas. Ahora ya no le alcanza con sus juguetes. Quiere palpar la forma de todos los objetos de la casa. Cuando Juan le dice de alguno “no chiche” se pone a lloriquear, y Juan se desespera por encontrarle un sustituto. Pero cada vez es más difícil distraerla de sus objetivos de conquista.

Del año que vivimos en peligro
No hice un balance de las cosas importantes del siglo que pasó. ¿Qué le podría interesar de aquello a Amanda, es decir, a la posteridad? Se descubrió que hubo una época en que la Patagonia era fértil, había dinosaurios como mezclas de elefantes y reptiles que tenían miles de kilos y comían hojas, otros como lagartos trasvestidos de aves, con la piel llena de plumas y cabeza de cocodrilo. Millones de años después un ave corredora de alas atrofiadas y pico de loro que medía tres metros de altura se alimentaba de caballos del tamaño de un pony. Siguen las guerras en todas partes, la miseria y el hambre. Posiblemente la Atlántida haya estado en Bolivia. La torre de la historia se desplazó hacia Egipto y quedó el hueco. Claro que eso ya lo sabía Francis Bacon. El siglo veinte no hizo más que realizar lo que se habían imaginado para el futuro los hombres del renacimiento. Leí un librito en el que Bacon habla de frutas artificiales con poder medicinal y acumuladores para la energía del sol, academias de ciencia e institutos de meteorología. Ahora sabemos que hubo agua en Marte, que quizás el planeta estuvo lleno de vida, que era azul y no rojo.

Del aprendizaje del no
Amanda dice papá, titititi, baba, mamá. Lo dice más agudo cuanto más feliz está. Ahora que pasó el calor que licuaba la piel y resecaba los pastos del jardín pudo dormir bien y se siente expansiva, da vueltas por el borde del corralito, sacude las piernas, se trepa a los juguetes aplastándolos con los pies y obligándolos a chillar. Su mundo es un chiche de chiches, y Juan tiene que andar limitándola para que sepa que “esto no chiche”, que hay cosas que no son para ella. Es necesario que aprenda que el “no” no es sólo el rechazo de la comida cuando ella no tiene hambre, que también es el rechazo del mundo a su afán de posesión. Ahora sabe que hay dos esferas dentro de la realidad. Una más pequeña, donde está el chiche. Otra ilimitada, abierta, que rodea a la primera, que es el dominio del no chiche, que falta en aquellos que hacen brevajes para la vida eterna y curas milagrosas para el mal de amores.

De la morfología aplicada
Hay una amplia morfología en las caconas de Amanda que ahora conozco a la perfección. Está la caca blanda de color verde, la dura en piedritas de color negro, la semidura en oblea veteada de marrón claro y venitas verdes. También está la oscura y licuada que indica el inicio de una diarrea, y la amarilla y lechosa que acentúa la convicción de que estamos en problemas. Ésta es la que nos obligó a volver de las vacaciones antes de lo esperado.

Del aplauso y su sentido
Amanda aplaude. Aprendió de mi mamá, que le canta “tortita de manteca”. Cuando aplaude parece querer atrapar el aire, aplastar mosquitos, enderezar hojas, rezar con intermitencia. Pero no es un par de manos que piden, sólo agradecen su alegría del día, y eso que ayer fuimos al Centro y se largó a llover y nos empapamos y se me rompió la tira de uno de los zuecos y se me corrió el lente de contacto y las escaleras mecánicas del subte no funcionaban y hubo que cargar con el cochecito. Amanda estaba dormida. No se enteró de nada. Pero a la noche le dolía la pancita y nos tuvo despiertos con sus gritos y sollozos hasta la una de la mañana. Al final se durmió jugando con el reloj despertador en brazos de Juan, con Juan de pié, porque ella no quería que la sentara sobre la cama. Pero hoy sonríe y aplaude porque el dolor ya pasó y ella vive feliz porque no pide nada.

De la vocación inicial
Estamos en la cama. Amanda dibuja con tres dedos mi nariz, mis cejas, mi oreja. Con su dedollave se mete en uno de mis orificios nasales, explora el interior de mi oído, intenta palpar lo cavernoso y oscuro, me abre los labios, recorre mis dientes, intenta separarlos para llegar hasta mi garganta. No sé si anticipa así una inclinación a la Medicina o a la Espeleología. Le encantan las mucosas, las cavernas húmedas, lo que le recuerda a la acuosa consistencia del origen sin luz. Después se sonríe mientras me rasguña la cara, mientras clava sus uñitas en mi nariz tratando de arrancármela. Con su inocencia no distingue en mí el signo del dolor, aunque sí el placer de mi sonrisa, porque cuando sonríe y me imita siente el mismo placer, y su mente y su cuerpo no están separados. En cambio, cuando el dolor “es”, ella “no es”, ella es sólo un cuerpo adolorido. Sólo hay conciencia en el placer, en el juego. Ella tiene ahora la ventaja de que puede tocar la cabezota de sus dioses creadores sin que pierdan el misterio. Como las estatuas griegas que podían ser vistas y adoradas, que no necesitaban estar en sombras para despertar el respeto. Belleza es una diosa de claridad y de luz pero uno sabe que está sólo de visita en los intersticios de la rutina, que es una visita de algo que no podemos entender, que aceptamos como siendo parte de este mundo pero no de nosotros, como la capacidad que tienen algunos para hacer cuentas largas sin usar una calculadora.

De las hojas que caen verdes
Ahora que estamos en medio del verano algunas calles tienen un colchón de pétalos pequeños y verdes desprendidos de los tilos. Hacen que todo se vea como a través de un agua coloreada o un cristal traslúcido, refrescando la luz que cae sin piedad en los intervalos entre lluvia y lluvia.


De lo que mueve
Amanda señala con un dedo, con su dedollave de la mano izquierda, y trata de rozar con los ojos un objeto sobre la mesada de la cocina. Juan le dice “no es chiche”, y ella hace un amague de llanto. Después se agacha, roza con los dedos de una mano el colchón del corralito, salta sobre una parte algo floja mientras sonríe con los cachetes inflados de un blanco refulgente, apoya la cabeza en el suelo y se convierte en un trípode mientras sus manos atrapan y sueltan juguetes. Cuando Juan no le presta atención dice “af-af-af” con expresión de pena en la cara. A la noche se pone de rodillas sobre la cama, se trepa al cuerpo de Juan agarrándose de su remera y señala los objetos en la mesita de luz para que Juan se los alcance uno a uno. Ya no espera a que el viento tire la fruta del árbol. De golpe la mueve una flecha que la arroja con violencia feliz sobre el tronco, que la arrastra hacia la copa del árbol, y esa flecha irradia brillos, no la lastima, se le presenta como su propio impulso. Vista desde afuera, la flecha es una macromolécula que choca con sus células y las pone en movimiento. Vista desde adentro, la flecha es un cosquilleo de deseo, el placer antes del placer, que es placer cuando toca su objeto, y después se desvanece, es borrado por un nuevo deseo. “Shisha”, dice Amanda, “shisha”, y se abalanza sobre el mundo, ese chiche de chiches. Pero Juan le dice “no es chiche”, y Amanda se pone triste.
En el mundo de Amanda hay tres clases de cosas, aparte de los dioses padres y de la papa: no chiches, chiches y chichis. Los chichis viven una existencia intermedia, son no-chiches que el dios Juan cede ante el pedido de Amanda porque no son peligrosos para ella. Generalmente se trata de tuppers, vasitos plásticos, tomates y ajíes arrancados de la huerta. A diferencia de los otros, que ya son asignados por el destino a ser o no ser accesibles para Amanda, los chichis existen para que el mundo no sea rígido e inflexible, para que haya una franja variable que disminuya la sensación de ahogo que produce en Amanda la imposibilidad de acceder a una parte importante del universo.

Del despertar
Me asomo con los pies descalzos a la habitación de Amanda. Son las nueve de la mañana. Las persianas están bajas. En la cama me reciben sus ojos, que se abren y se cierran como las luces intermitentes de los barcos. El cuerpito desnudo se despereza y obliga a los brazos a estirarse. Amanda señala con un dedo al muñeco con forma de pollito que está sobre la cajonera de la cama funcional, y que es casi tan grande como ella. Le digo “¿upi?” y ella estira los brazos hacia mí. Se pone erguida, mientras mi brazo rodea su cintura y palpo su pancita con orgullo. Tiene los ojos bien abiertos. Con una mano se agarra de mi remera, con la otra se aferra al muñeco, y se sonríe porque el muñeco amarillo le hace cosquillas en todo el cuerpo. Amo esa luz alegre, ese cuerpito tibio. Pero a veces necesito alejarme de ella. Necesito dejarla en casa de mi mamá para ir con Juan al cine o a mirar vidrieras o a comprar libros viejos. Porque su belleza me cubre con un ala que me ahoga, es como una mamá pájaro que se pone sobre sus pollitos para darles calor con tanta vehemencia que los aplasta y los ahoga. Cuando estoy junto a ella no me deja leer. Quiere mi libro, y yo se lo doy, y ella lo estruja y lo tira al suelo, o intenta llevárselo a la boca. Yo como un trozo de mazapán y ella me lo pide y se lo doy. Se come un pedacito y el resto lo tira al suelo. Escucho música pero ella tiene sueño. Apago la radio y ella se duerme debajo del ventilador de techo. Pero se despierta llorando y me obliga a sacarla del corralito, a tenerla en alto mientras recorre con sus manos los lomos de los libros de la biblioteca. Todo eso me quita la savia, me pone débil y triste, y la dejo con Juan y me voy a hacer amigas en un curso de cocina para microondas. O la dejo con mi mamá y voy con Juan a tomar un café como en los tiempos de noviazgo, aunque Juan ya no me mira fijo como antes, se distrae con las caras de las otras mujeres que están a kilómetros, tras los ríos violentos que separan las mesas. Pero estando afuera extraño a mi nena, y vuelvo a ella, y la abrazo tan fuerte que hace puchero. Somos elásticos, no se siente la tensión si la cuerda no se estira. Si no se mueve está ahí, pero no la sentimos. Y lo que no sentimos no existe más que como la posiblidad de sentirlo.

Del ahora
¿Qué puedo decir de “ahora”? La nena duerme. Juan duerme. Son las nueve de la mañana. Se escucha un ruido de fondo de la computadora en la que escribo. Por encima de él, un ritmo de tambores africanos lejanos, lo que llega a mí de una música híbrida que combina ritmo de cumbia con sonidos oscilantes de sintetizador y una letra que habla de sexo, de drogas y de muerte. Pero me llega de ella lo auténtico, los tambores africanos. Siempre hay algún foco de música de ese tipo, las veinticuatro horas del día alguien escucha esa música, se desparrama como la luz de fogatas sucesivas, como una molesta llama que a veces no me deja conciliar el sueño. Una llama marrón y violeta, una llama que hace pensar en hongos, babosas y caracoles que procesan las hojas y hacen humus, igual que los cartoneros que revuelven la basura. Por encima de ese ritmo que tarde o temprano pasará a ser natural, inaudible, como el de las hojas al viento, están los automóviles que pasan, y que forman también una segunda naturaleza, el colchón en el que se recuestan los eventos.del “ahora”. También hay una huella de un olor desvanecido a cine. No podría comparar ese olor con nada. Penetró la película que vimos con Juan ayer y ya es carne del recuerdo, la materia de ciertas emociones fuertes que surgieron del cansancio de trepar escaleras resbalosas de piedra negra, de tajear las patas arbóreas de inmensos elefantes cargados de ciudadelas fortificadas, de cabalgar sobre caballos veloces que derribaban enemigos con el solo impulso de sus músculos, impenetrables para las lanzas. Y después las lágrimas de emoción por el reencuentro con los amigos, por el fin de la empresa, y ese hueco feliz, pero hueco al fin, que te hace pensar que es imposible, después de tanta aventura, retornar a la vida cotidiana. Pero falta sólo una semana para que Amanda cumpla un año de vida. Ahora ya sabemos que lloraba a la noche porque quería caminar por el piso de la habitación, sentarse a tocar la madera, apoyar en el suelo los juguetes y acercarlos y alejarlos y revolearlos y ser feliz en el movimiento, en la vivencia de su propia aventura, de la que no podría retornar si no fuera por el sueño que la envuelve para alegría de sus padres cansados de jugar. Sólo una semana y hay que comprar las tapas de empanadas y los chorizos y tantas otras cosas que volverán la tarde del domingo quince de febrero un “ahora” más memorable que éste en el que escribo.

Del cansancio de sí y la búsqueda de aventura
Ahora Amanda parece haber abandonado la búsqueda de la autoconciencia. Su interior la aburre, le parece pobre. Por eso dirige su mirada hacia los objetos que la rodean. Es que uno carece de contenido hasta tanto se haya puesto a prueba con el mundo que lo rodea. Amanda estira las manos, mueve las piernas, quiere tocarlo todo, morderlo todo, absorver dentro de ella al universo para que en su interior haya un universo, para que todas las cosas se asienten en ella durante la primera infancia y engendren un primer lenguaje, una primera opinión, todavía juguetona e ingenua, acerca de las cosas. Recién inicia el vaivén entre ella, los otros y el mundo, tejiendo su espiral, su cuerpo largo, su cola de cometa, su identidad hecha de multiplicidades.

De la moda
Me acuerdo cuando las chicas usaban faldas largas de tela de vaquero que prometían debajo perfume de flores viscosas, de flores en celo. Después vinieron los pantalones negros, las microminis. Ahora se muestra el ombligo, se escapa el borde rojo de alguna bombacha. Los hombres ya no usan pelo largo ni pelo corto ondulado de ejecutivo. Usan los pelos cortados y levantados como cerdas de cepillos y se lo tiñen de azul o amarillo patito.

De la belleza de Amanda
En el segundo nivel del shopping, contra la baranda que da a las escaleras de la entrada, frente a una multitud de fantasía, un chico dawn canta usando un micrófono falso mientras escucha en un discman un disco de karaoque. Amanda camina ligerito sobre el piso pulido. Lleva un mordillo en cada mano. Por momentos la sostengo con las dos manos, otras veces con una. Ella guía mis pasos. Sonríe. A veces se detiene, se poya en mí y mira para arriba, hacia mis ojos. Camina como un monito ágil. Camina tanto que no doy abasto y Juan tiene que reemplazarme. Por momentos se sienta en el suelo, cambia los mordillos de mano, y después hace fuerza con los brazos para que la levante y poder seguir con su exploración interminable. Amanda camina ligero. Después se detiene de golpe. Todos pasan a los costados pero no le importa. Como el chico dawn de allá arriba, no le importa el público, no compite con nadie. Dos de cada cinco personas se detiene a mirarla, le sonríen, se dicen unos a otros “qué linda es”. Belleza, a quien siempre rendí culto, me hizo un regalo. Es para festejar y para temer. Es algo inefable, un despertador de sonrisas, una cosita frágil que activa algo bueno en ciertas personas, pero también puede en el futuro traerle envidias y celos, deseos incontenibles y quizás violentos. “La suerte de la fea, la linda la desea”. Habrá que protegerla sin ahogarla, el justo medio en este mundo que es una balanza desequilibrada, repleta de trampas y de pesos falsos.

Del origen del juego
Amanda inventó un juego. Hace que Juan la lleve a caminar, agarrada de las dos manos, Juan detrás, ella mirando el suelo. Se detiene cada tanto para levantar la cabeza y sonreirle a Juan. Lleva un juguete en una mano. Hace saltar esquirlas de luz con sus ojos tan azules y su sonrisa tan roja. Después de dar una vuelta por el comedor vuelve al punto de partida, deja el chiche, escoge otro de los que previamente dejó sobre una silla, y vuelve a pasear con el juguete en la mano. Siempre elige sus juguetes favoritos: el mordillo transparente, o el que tiene colgantes con perfiles de frutas, o el elefante Dante, al que le gusta morderle la cola, o el mordillo con triángulos de colores, o la canastita de goma, o la osita mamá. Por momentos lleva dos juntos de paseo, y en medio del camino se sienta en el suelo, los tira lejos, estira los dedos para alcanzarlos, si no llega lloriquea y mira a Juan esperando, después estira los brazos para que Juan la ayude a levantarse, todo sin ninguna piedad por el dolor de espaldas de su padre.

De la búsqueda del fundamento
Hay una silla que le encanta. Tiene un tapizado de cuerina ajado, con algunas grietas que confluyen en un agujero, igual que un volcán, y el magma es su corazón de goma espuma, al que Amanda trata de sacar usando su dedotijera. Amanda busca siempre lo oculto, el fundamento. Abre las cajas, rompe los envoltorios de los regalos. Pronto va a despanzurrar a los juguetes. No es un retorno. Qué error el de Juan. No busca volver al útero materno. Al contrario, quisiera dar vuelta todos los guantes, para que la luz los ilumine por adentro y ya no guarden secretos. Pero cómo se aburre Amanda cuando ya no hay secretos.

De la necesidad de hacerla feliz
Mi única preocupación es que Amanda tenga una infancia feliz. Sólo la infancia feliz. Con eso es suficiente. Eso crea un fondo pulido y luminoso al que es posible volver siempre cuando la vida se vuelve sinuosa y embarrada.

Del Dios de amanda, que es un payasito
Amanda tiene ya su chiche favorito. Es un chiche difícil de describir. Es un amasijo de colores y pompones. Es un payaso sonriente, con los ojos bolitas negras, las piernas asimétricas, un poco de pelo rojo en la nuca, un bonete que arranca directamente de su cabeza casi calva. Tiene la mitad del traje azul y la otra mitad amarilla, con lunares blancos. Amanda siempre lo lleva de la borla roja que corona su bonete. Casi nunca se anima a caminar sin llevarlo en una mano. Ese payaso es para ella una especie de ídolo, pero en el sentido verdadero del término. Es un pequeño dios que condensa las bellezas de su mundo. Unas bellezas que para nosotros los adultos son de un gusto dudoso. Cintas, pompones, colores chillones, todo lo que Amanda busca está contenido en ese payasito que no vale más de cinco pesos. Es un compendio de su universo. Amanda lo lleva como un arquetipo. El payaso es Dionisos. Es el dios de los chicos. Es un pequeño desorden luminoso. No es una mancha borrosa. Es un montoncito de cristales rotos, una frase de Proust, un conglomerado de caracolitos, un torbellino de retazos de papel glacé dando vueltas alrededor de un desagüe después de la lluvia.

De la belleza de lo gratuito
¿Hay algo más cómico, ridículo, gratuito y bello que inflar un globo de cumpleaños? Hinchar los carrillos, soplar sin resultados, llegar a la mitad y sentir los ruidos locos del desinflado, perseguir al globo mientras se te escapa moviéndose en zigzag. La vida podría verse así, y todas las frustraciones te harían reir. Esos ruidos tan alejados de las melodías, tan parecidos a los sonidos más elementales del cuerpo, esos que Amanda aprende a producir frunciendo los labios y soplando. Igual que los gestos que los cómicos imitan de los chicos, pasarse una mano por la cara, hacer puchero, golpear las superficies planas con la palma de la mano. Todo eso nos hace reír porque nos recuerda que hicimos esas cosas. Nos reímos con vergüenza al oir esos ruidos de globo desinflado, con la vergüenza de haberlos hecho, de haber sido chicos. Con la vergüenza de habernos metido los dedos en la nariz, de habernos hecho caca, con la vergüenza de todo eso que la maduración y las normas sociales nos obligaron a excluir de nuestro cuerpo y de nuestra conciencia. Pero inflamos un globo y todo el pasado retorna a un cuerpo que se afloja y vibra alocado sacudido por una risa orgánica que no tiene nada que ver con el humor, una risa incontenible como el llanto, una risa que rompe los pactos que hicieron nuestros miembros para formar un individuo, que nos devuelve al temblor de la niñez. Y una vez recuperada la compostura nos hace sentir la olla de agua que descansa despues de que el hervor le hizo arrojar la tapa por los aires.

Del primer cumpleaños
Son las siete de la mañana. No puedo seguir durmiendo. Estoy muy excitada. Ayer fue la fiesta y yo me prometí terminar este diario cuando Amanda cumpliera un año. Amanda no sabe que la tierra dio una vuelta completa alrededor del sol desde su nacimiento. Para ella no hubo un ciclo. Hubo caras nuevas y chiches nuevos. Caminó agarrada del payaso, comió chicitos, uno en cada mano, lució un vestidito con fruncidos y bordados, estuvo sentada con otros chicos, le tomaron fotos, bailó a su manera, es decir, sacudió las piernitas al compás de la música y sacudió las manos al compás de los saltos del papá que la tenía en brazos. Aun los amigos más sombríos de Juan no pudieron evitar sonreirle.
La naturaleza dio una vuelta más, como esas que le da Amanda a su chupete cuando tiene sueño.

De la morfología sentimental
Amanda pone su mejilla en contacto con la falsa mejilla de un peluche enorme de cien patas y antenas y anillos de colores que le compramos para su cumpleaños. Es su aprendizaje de las caricias, de la suavidad, de la civilidad y la cultura. Un chico que no tuviera peluches nunca sería capaz de convertir sus arañazos y sus golpes en caricias y besos. A veces me chupa la nariz o me muerde la barbilla, pero no me acaricia ni roza su mejilla con la mía. Sólo un peluche es lo suficientemente blando para amortiguar toda su agresividad.
En esta noche Amanda camina de la mano de su papá. Recorre las habitaciones con las piernitas arquedas, a una velocidad enorme, agitando una mano. Juan le da un suncho que usamos para guardar los billetes cuando vamos de compras, y ella lo arrastra y lo sacude como una carterita mientras sonríe con coquetería. Fuimos una semana más a Mar del Plata. Todo el tiempo llovía y hacía frío y Amanda tuvo que dormir vestida y con saco de lana. El mar hacía olas muy altas de dudosa transparencia que mostraban caminos de espuma y caían haciendo estragos en la playa mansa. Pero Amanda comía todo el tiempo, sobre todo pedazos de pepino y pollo, que son sus alimentos favoritos. Pronto va a abandonar las papillas, va a caminar sola y va a empezar a hablar. Cuando volvíamos en el micro el día estaba hermoso. Había brillos en el agua calma, azul, y las olas eran pequeñas. La gente se bañaba, indiferente a la diferencia entre esas olas pequeñas y las olas bravas de los otros días. Sólo ciertos sentimientos relacionados con la maternidad son capaces de alumbrar los contornos, la morfología verdadera de esas olas, sus diferencias ante la presencia o la ausencia del sol, esa taxonomía sin disección ni ejemplares típicos. Amanda tiene un año, pero aún así no puedo definirla, sólo puedo seguirla, recorrerla con la mirada en sus vaivenes de ola que se tambalea, se cae y vuelve a levantarse. Amanda tiene la misma identidad que el mar, y la única ciencia que puede estudiarla es sentimental. La única ciencia para Amanda es la única ciencia que puede haber acerca del clima y acerca del mar. Una Morfología Sentimental de las Olas de la Vida.

De lo importante
Releo este diario y me doy cuenta de cuánto cambié en estos tres años. Debería pensar con melancolía en el carácter efímero de los placeres. Debería dejar correr una lágrima por cada experiencia que no pude detener, por cada trascendencia que quedó perdida en su instante y que ahora es sólo recuerdo. Pronto ya no va a haber corralito en la cocina, y el hueco va a llamar mi atención convocando a mi imaginación a poner en su lugar un vapor de colores pero sin solidez, conciente de su propia impostura. Pero no lloro. Recuerdo hacia delante, y suspiro. Amanda será grande. Amanda será novia y madre. Eso es lo importante.

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