miércoles, 20 de agosto de 2008

Elsoñador tiene la impresión de bañarse en una luz que lo lleva-Gastón Bachelard

De lo que se siente cuando todo se siente diferente
Me parece que las tetas me van a estallar. Las puntas sensibles quedaron a una distancia que no aumenta el tiempo que tarda en llegar el placer o el dolor a mi mente, pero es como estar en dos lugares al mismo tiempo, como la yema de un dedo en la punta de una montaña. Y el resto es todo sensación de derrumbe inminente. La línea imaginaria que une cada pezón con mi caja torácica es como un mango de paraguas abierto, una vara delgada apuntalando masas sinuosas en pleno deshielo, masas apenas sostenidas por una membrana que va cediendo. Es contener dos torbellinos húmedos, una marejada de vida animal, en los límites de mi yo, es decir, de mi piel. Una vida juguetona baila adentro mío y es feliz, un poco al margen, más allá de mi voluntad, y me rellena tanto que me hace sentir vergüenza. Me volví demasiado mujer, demasiado canal de circulación de cosas más grandes. Y no tengo suficiente cuerpo para contener tanto despliegue, tanta manifestación de fondos oscuros, tanta aclaración, tanto dar, tanto “a luz”.

De cómo será
Me pregunto a quién de los dos saldrá. Cuando veo una chica igual a su madre, con los mismos ojos almendrados, la misma nariz recta, el mismo pelo rojo, hasta la misma manera de llorar, de tocarse el estómago cuando está nerviosa, pienso que tenían razón los ovistas, que decían que el padre aporta solamente la gota necesaria para que desborde el vaso y una forma plegada se desenrolle en un nuevo ser. Pero cuando veo un chico que tiene las mismas cejas pobladas y los mismos labios delgados y la misma expresión de seguridad de su padre pienso que tenían razón los animalculistas, que una réplica chiquita del padre viaja apretujada en la punta redonda del espermatozoide. Que la madre solo aporta la torta de albúmina que el bebé se come desde adentro para poder crecer en los primeros tres meses. Pero después ves esos chicos que son el punto medio exacto entre los dos padres y pensás que es inexplicable, y te cansás de teorías y te limitás a asombrarte, y a asombrarte de tu asombro en este mundo donde asombrarse suena a falta de educación.

De lo extraño de ser dos
Ahora soy dos. Pongo mis dedos sobre el lado izquierdo de mi pecho y está el tumtum que golpea sobre las yemas. Pongo mis dedos sobre el lado izquierdo de la parte más baja de mi vientre y también tumtum. Es que tengo dos corazones. ¿Qué el más chico no es mío? Es tan mío como el otro. Los dos están adentro de mi cuerpo, a los dos los siento con las yemas de los dedos. La misma sangre los baña y los usa de descanso y de impulso para navegar por este monstruo de cuatro brazos, cuatro piernas y dos cabezas que soy ahora y que me hace sentir completa. Y me olvido de los dioses y los dioses se enojan y me cortan una parte y ahí está el nacimiento. Entonces al bebé le queda un recuerdo de mí, que es mi ausencia en él, una cavidad con mi contorno, que es su imagen materna. Y el papá Juan está al servicio de los dioses. Cuando nuestro hijo crezca le va a decir que tiene que buscar su completamiento en otra tierra. Y entonces el hijo se va a volver un creador que va a fabricar cosas increíbles para llenar su hueco con contorno de madre. Pero todas cosas con forma redonda, con forma de teta, de útero, de vientre. Y lo que era un castigo se va a convertir así en el motor de la evolución de nuestra especie.

De los recuerdos de Juan
Juan escribe:
Me acuerdo cuando tenía el mapa de Argentina pegado en el cuaderno de la primaria y hablaba con mi madre sobre la suerte de vivir acá. “¿No es cierto que estamos en la capital de Argentina?”, le decía, pensando que capital era algo así como el centro, el eje, la cima del país. “Sí, es cierto”, decía mamá sonriendo. “¿Y es el país más austral del mundo?”. “Claro”. “Además, acá no hay terremotos”. “No, no hay terremotos”. “Y de América del Sur somos el país más rico”. “Sí”. “Y tenemos la avenida más ancha y el teatro más lindo y el río más grande”. “Así es”. “Y no hay pobres muy pobres, y aunque no estemos en el primer mundo tampoco tenemos los problemas de la droga y los secuestros y es muy tranquilo todo”. “Sí, hijo, muy tranquilo”. Eso fue antes de los trece años. Después mi mamá me enseñó que no podíamos estar peor. Y yo ya no cantaba la marcha de San Lorenzo con alegría. Y ya no me gustaba ir a los actos del mediodía en la escuela durante los feriados patrios. Aunque sí era un placer cruzar la plaza llena de flores después de cada acto, sentir el campanazo de la iglesia anunciando la una, pasar por el puesto de diarios y comprar un libro con la biografía de Charles Darwin. Después subir al colectivo casi vacío oliendo el apresto de mi guardapolvo blanco, sacar el envoltorio de plástico que hacía ondas y ruidos, abrir el libro, leer eso de: “Erasmus Darwin había elaborado una obra llena de intuiciones, de ideas apenas esbozadas, con las que creaba un fresco de las variadas formas de vida de las especies animales y vegetales, uniendo con hipótesis originales los puntos conocidos, tendiendo puentes sobre los abismos desconocidos, hablando por primera vez de selección natural, selección sexual y desarrollo embrionario”. Hablaba de una obra vasta, total. Y esas palabras tan jugosas, mezcladas con el olor del guardapolvo limpio y blanco, el cielo celeste con pocas nubes, y los olores a limoneros y tilos, su vaho de sensualidad entibiada por el sol de primavera, todo eso me hacía olvidarme de las confusiones de la adolescencia, me llevaba a pensar que yo también quería escribir una obra vasta y total, llena de hipótesis geniales. Quería que mi biografía apareciera escrita en un libro de tapas plastificadas con un trilobite en la portada. Quería decir todo lo interesante que puede decirse sobre el tema del hombre. Quería hablar de personalidades en una forma llena de colores, para después unirlo todo con un hilo y descansar satisfecho sobre el paquete que entregaba a la humanidad. Y después de ser llamado genio salir a pasear, gordo y con barba blanca, y disfrutar el calor de la primavera, de vuelta ya de los viajes febriles por el mundo intelectual. Y no me daba cuenta de que lo que yo quería era sentir siempre el aroma de los tilos, el calor del sol de primavera, el olor a limpio de mi guardapolvos de fiesta.

Del tiempo en las heridas de Juan
Juan sigue dejándome a mano su libreta, esa en la que anotaba las reflexiones de su personaje José Sosa. Después de ir a trabajar unos días cargado con el peso de una pequeña fiebre, escribió:
No es verdad que el tiempo sane las heridas, ni es verdad que el recuerdo sea una fiel suspensión del tiempo. La herida está siempre, pero la vida hace ondas alrededor de ella como el río entre las piedras, la cubre y ella se transparenta apenas en el agua turbia, pero siempre te tropezás con ella. Se siente como esos remolinos de piel secretada sobre una bala que estaba demasiado cerca de un órgano vital para ser extraída. Así es el recuerdo de ella. Más lo quiero cubrir, más abulta mi piel, y cada vez que estoy distraído y me paso el dedo por ahí la descubro y es el mismo dolor punzante. Sí, hay muchas cosas, cosas grandes como mi mujer, como el bebé en mi mujer, mi hija y su futuro, que también me preocupa. Pero no es fácil para un hombre aceptar que él no es un punto sino un plano extendido, como esos mapas físicos que te muestran los accidentes geográficos con distintos colores: marrón, azul, verde, blanco, amarillo. Todos colores falsos. Pero bueno, nuestros símbolos son siempre traductores traidores.

De los colores verdaderos
No Juan, esos no son falsos colores, como no es falsa la gota azul y no es falso el sol amarillo. Son más verdaderos que la verdad, como esos tonos sepia que en las películas te hacen ver lo que hay de recuerdo en el recuerdo, o como esos esfumados que te hacen pensar: esto no es real, es una fantasía. Si las películas los mostraran como la percepción te los muestra estarían mintiendo, porque así se ven las cosas, es verdad, pero no se recuerdan ni se imaginan así.

De la proximidad de la primavera
Una guarda blanca sobre fondo violeta tiene la consistencia exacta de las decoraciones pasteleras de azúcar esculpida. En estos días, después de la tormenta de Santa Rosa, el sol, sin calentar demasiado, se apoya blandamente sobre el azul del cielo, como reponiendo fuerzas hasta que lleguen los próximos calores, esos calores que parecen extensión de la temperatura de tu sangre y te dan ilusión de Paraíso. Puerta de entrada a la primavera, esa guarda de azúcar sobre fondo violeta es como la ropa limpia sobre mi cuerpo dilatado y frutal.

De cómo ser un genio
Juan escribe:
Para ser un genio el primer paso es creer que se es un genio. Después hay que creer que se sabe todo. Después hay que demostrarlo explicando las cosas más raras, como la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad. Finalmente, hay que ir más allá inventando alguna teoría inverosímil. A los doce años yo reunía todos los requisitos. Me creía capaz de resolver cualquier problema científico. La relatividad para mí no tenía secretos. Es muy fácil, me decía. Cuando un cuerpo se mueve suficientemente rápido, su parte de atrás alcanza a su parte de adelante. Por eso se convierte en un punto de masa infinita. Como un corredor cuya nuca persigue su frente hasta darle alcance. Y también es fácil entender la mecánica cuántica. Yo también soy una onda que ocupa varios puntos al mismo tiempo, que se expande por mi cuerpo y se concentra cuando cae bajo la mira de mi propia conciencia al despertarme. Pero era una locura. En la física no hay nada que entender. Me rompía las fibras de la cabeza de tanto estirarlas y creía que sabía porque sentía un calor que me coloreaba las mejillas y reducía mi tensión de deseo de saber. La vocación por la psicología vino entonces de la mano de una profesora con cuerpo de pera y cabello electrizado, que leyó un día de primavera, mientras el sol quemaba el patio, una página de von Uexkühl que hablaba acerca de cómo ve el mundo una ameba. La ameba no tiene ojos, nariz, lengua, no tiene orejas. La ameba es una piel, una piel que tacta las rugosidades de las cosas, distinguiéndolas a tal punto que usaría palabras tan distintas para “liso” como las que los esquimales usan para nombrar los distintos tipos de nieve. Me quedé fascinado. Yo pensaba que hay un solo mundo. Y entonces supe que cuando digo “verde” otro escucha “marrón” y por eso asiente. Me ponía a mirar a la directora del colegio en la fiesta del día de la raza, su cara de piedra, sus cejas abultadas, sus patas de gallo, y era para mí como un muro que quería golpear para saber qué había detrás. Sólo veía oquedad, pero seguro que estaba lleno de moscas cargadas de recuerdos y miedos.

De la casa nueva y de esto que escribo
Estábamos a punto de mudarnos a la casa recién reformada cuando llegó la noticia del bebé, y pensé tanto en él que todavía no me hice a la idea de que ya tenemos casa propia. Es que en la vida hay un acontecimiento que ya llega y de pronto otra cosa te hace olvidarte de eso y parece que pasa una eternidad hasta que se concreta lo que estaba tan cerca.
Si esto fuera una novela dirían que está re-mal escrita, que el autor se fue por las ramas, etcétera. Pasa igual con los amigos de Juan, que entran y salen de escena como comparsas. Ahora Doménico, Roberto y Jaime están charlando con Juan y yo no me había dado cuenta. Vinieron con la excusa de ver mi panza. No los veía juntos desde el casamiento. Se parecen mucho en el hecho de ser tan diferentes. Doménico con su aire de señorito inglés, Roberto con su pinta de campanario gótico sobrevolado por pájaros oscuros, y Jaime, acumulador distraído de sabiduría, con cuatro divorcios a cuestas. Cuando yo entro dejan de hablar de ciencia y alaban mi café y mis galletas, cada uno a su manera. Doménico dice: exquisita muestra de agasajo. Roberto dice: lo triste de la muerte es perder los placeres del cuerpo como el de saborear galletas como ésta. Y a Jaime las galletas le recuerdan las que hacía su madre, y dice: pobre mamá, qué hijo tan raro le tocó. Y tiene razón.


Del latido de un corazón nuevo (literalmente)
Otra vez nublado y frío. El sol se ve entre las nubes como un fósforo en el proceso de quemar un papel gris, antes de atravesarlo, antes de que todo se vuelva fuego.
Mamá me acompaña al ginecólogo. El médico me hace recostar en la camilla, y me mide la panza con una cinta métrica. No la circunferencia, que es variable, sino la distancia de la punta de los pelitos de ahí abajo hasta la línea en que la piel, después de dar un rodeo de colina, vuelve a insertarse en mi cuerpo más viejo, en mi cuerpo no enterado de las transformaciones de mi vientre. Después me pone gel y un aparato negro sobre la panzota, aparato que no alcanzo a ver porque sólo hay techo y luces. Tiene un amplificador que me hace escuchar mi nuevo corazón. Es un tumtum tan acelerado que una piensa qué de vida al principio, cómo se enlentece todo con el paso del tiempo. Se siente como si la sala entera se hubiera vuelto útero, y yo fuera bebé escuchando mi propio corazón que retumba en las paredes acuosas. Debe sentir todo tan grande el bebé allá adentro. Para él el mundo es líquido e ilimitado, como para esos peces que nunca son pescados y mueren creyendo en la infinitud de las aguas. El bebé me da una sensación de terremoto, de esas cosas que vienen de no se sabe dónde, una relatividad de espacios, porque lo más grande puede pasar en el lugar más pequeño. Es como una casa a la que entrás por una puerta de tamaño normal y una vez del otro lado notás que la puerta ocultaba un bosque sombrío donde flota el viento, y descubrís que tu mundo, ese del cual acabás de llegar, no es más que una casita de madera en medio del bosque.

Del significado de lo que me ocurre
Lo que ocurre en mi panza, más que una cosmogonía, es una metamorfosis, una genealogía de dioses. De la oquedad oscura del bostezo a la brillantez del rayo de Zeus poderoso y el intelecto armadura de su hija Atenea. Al final, eso es lo que siempre quise saber, lo que ahora tengo, lo que sé con el cuerpo, pero nunca con el saber.

De las bellezas del hospital
Las cosas sencillas que hago junto a bebé tienen un encanto especial. Cuando bailo, cuando escucho música, siento que las ondulaciones del tiempo llenan su pequeño espacio y le dan anticipos de una vida que puede ser bella. Es cuestión de que el bebé dirija la mirada en zigzag, que compense las grietas de aquí con las filigranas de allá.
Me gusta ir al hospital, que es pequeño pero acogedor. Tiene el cielorraso repleto de spots luminosos que caldean con su luz continua en los días nublados. Hay en el hospital una máquina expendedora de la que extraigo capuccinos riquísimos, con su mezcla exacta de leche, café y chocolate, y la pizca de canela necesaria para darle un picor que no desdibuje su dulzor de doble azúcar. O un chocolate que parece realmente un chocolate líquido. En un día frío es lindo quemarse los dedos al sostener el vaso plástico, poner bien juntos y estirados los labios pintados de rojo y soplar, dejar que el vapor empañe mis ojos y haga con sus gotas microscópicas pequeños surcos en el maquillaje que cubre mis ojeras de señora embarazada.
Acercar mi panza a los parlantes del equipo de música es llamar a las puertas de los sentidos de bebé, educarlo para que recuerde la caverna prenatal como un brillante mundo de ideas.

De las voces que hablan en mí y no son mi voz
Cuando leo me viene una voz desde adentro, que se adapta a las frases, al clima tropical o boscoso del texto. No es mi voz. Tampoco un recuerdo. Es una protovoz, porque no está hecha de sonidos, sino de modulaciones sentimentales, como las de la música. Pero dice palabras, no con fonemas, sino con algo parecido al recuerdo, o a las voces del sueño, esas que traducen los ruidos de los autos o el crujir de la persiana. Una consistencia así tiene la voz de bebé cuando lo imagino trayéndome noticias de las nuevas configuraciones del mundo infantil, tomando de la mano a la nena que fui para jugar con ella un rato. Para hablarme de soles amarillos y de gotas azules, y dejarme una lágrima de nostalgia que tengo que esconder porque yo soy una persona grande. Quiero que pueda realizar las posibilidades más hermosas, dónde “hermosas” no es una palabra vacía, sino luces en las casas vistas de noche desde un décimo piso, o la puesta de sol en Montevideo, el único sol realmente amarillo, o esa luna que un día de invierno ví besando el borde del horizonte, con la cara tan grande y manchada que no pude entender a los griegos cuando la creían una esfera de piel de eter, bien depilada y sin arrugas.

De la vida
Juan me acompañó a una casa donde venden valvas de algodón para proteger carnes blandas de almeja superdesarrollada, que es una manera dulce de hablar de estas frondosidades blandas que ponen en evidencia la calidad mundana de mi ser. Quiero decir que me acompañó a comprar ropa interior para embarazada.
Me quejo un poco de las modificaciones en mi cuerpo, pero siempre me gustaron las historias arborescentes y los procesos embrionarios. Historias de una vida más allá de la vida, por los cruzamientos de los parentescos, las reencarnaciones parciales, reencarnaciones de un color de ojos o una textura de piel. Esa fuente plástica infinita que combina las mismas cartas para armar mazos siempre nuevos. Bebé, como yo, va a ser una casa llena de gente. Y me da orgullo ser una de las primeras personas en habitar esa casa. Bueno, Juan también va a ser de los primeros, aunque no se lo merece, porque está mirando el voladito en la parte superior de la falda negra que tiene puesta una vendedora de cuerpo macizo, la vendedora que me acaba de dar el corpiño talle cientocinco y la bombacha con faja elástica portapanzota que me estoy probando en el vestidor de madera.

Del futuro de él
No quiero hacerle a bebé lo que esa madre que agarró del brazo y sacudió a su hijo por acercarse a la puerta del subte con cara de héroe griego, ni hacerle sentir la culpa que la madre de Juan le metió junto con el sudor de los pantalones cortos en un día de calor y de viaje en colectivo. Pero tampoco quiero dejar a bebé a mercer de sus vacilaciones adolescentes como hace Juan con su hija, o que pinte los labios a sus muñecos, como permite hacer la chica de la casa de al lado a su nene cara de sapo.

De los árboles llamados tipas
Esos árboles llamados tipas son ríos de madera con deltas de hojas verdes. Trepan hasta los edificios y dialogan con los habitantes de los departamentos a través del canto de los pájaros que anidan en sus copas. Cuando los veo en la avenida Coronel Díaz me dan ganas de dormir una siesta arrullada en esas copas llenas de pájaros, es decir, de cantos milenarios que van pasando de pájaro en pájaro para persistir en el tiempo.
Últimamente me da por dormir la siesta. Cuando cierro los ojos me desvanezco en luces difusas. Pero si afuera se oyen golpes, un golpe de luz arborescente en mis ojos todavía no escondidos detrás de su detrás, detrás de las imágenes del sueño, me obliga a despertar. Como si el sonido pudiera tocar a las puertas de la percepción visual, como si un golpe fuera traducible a lenguaje de destellos de luz.

De la luz del sol y de la luna
La luz del sol, a la mañana, roza el suelo, como si lo peinara, hace aletear la vida en los papeles y el polvo, impregna todo de algo parecido a una pátina dorada. No es dorada, pero tiene el sentido de lo dorado. Si pintabas al sol y a la luna con témpera, tenías que pintarlo a él de amarillo y pintarla a ella de blanco. Pero si los vestías de gala con recortes de papel glasé metalizado, tenían que ser dorado él, plateada ella.



De la vida cuando es sueño
El cielo de la tarde es un flamenco gigante. Como el cielo de los bebés de cinco meses de vida intrauterina. Un Big Bang dorado, rayos amarillos sobre fondo rosa. Y adentro de bebé una conciencia tan chiquita como la del sueño profundo, sueño de tibieza y latidos de corazón, entre los que se cuela alguna nota musical de un tema de Mozart a manera de estimulación temprana. Cuando Belleza entra en la trama del sueño más sueño, la vida se vuelve un deslumbre constante y se ve en todos lados el misterio. Esa melodía es un orden al que prenderse fuerte ante el caos de sonidos de la ciudad.

De los mensajes de él
Bebé ya da pataditas. Un mensaje que no puedo descifrar. Él no va a poder ayudarme cuando haya cruzado el río del olvido. Debe estar armando proyectos que no pueden describirse con nuestro lenguaje, que nos producirían la misma extrañeza que un libro que se llamara Morfología sentimental de las olas. Por eso cuando llegan a este mundo se interesan por cosas como las pantallas rojas de algunos veladores, o esas maquinitas que sirven para hacerles agujeros a los boletos del colectivo.

Del mal de Alzheimer
Juan escribe:
El mal de Alzheimer te convierte en tu propia caricatura. Tu personalidad se desenvuelve claramente en las palabras. No hay condensaciones ni desplazamientos. Si siempre fuiste paranoico, vas a ser más paranoico, si fuiste una persona cariñosa, no hay barreras para tu cariño. Es como entrar en un estado más puro, más cercano a la muerte.

De la evolución de las especies
Yo creo, Juan, que no hay una evolución de las especies. Tu mamá está en otro estadío de la vida. A algunos les llega antes, a otros después. Dicen que las células del cerebro se mueren. ¿Y a quién no le pasa eso? Primero son más, después son menos. La cuestión es el alma. Cómo cambia. Es igual que con los chicos que tienen síndrome de Dawn. No son hombres disminuídos. Son otra especie surgiendo en nuestra especie. Nunca intentamos entender su religión, su arte, su flosofía.

De la ecografía y lo que deja ver
Ahora bebé es la bebé. Lo supimos hoy. ¡Aletheia, aletheia! daban ganas de gritar. Porque había una superficie barrosa, agitada, y asomaba una onda que se agrandaba y se estabilizaba y se hacía cabeza, ojos, panza, destellos en hilera de columna vertebral. Parece planilandia. Un punto que se agranda hasta ser un círculo, después otros dos círculos, después nada, y por aquí pasó una cabeza. La bebé tiene un equipo de buzo llamado placenta, con un respirador que sale de su ombligo, y hace largas recorridas debajo de su mar, que es mi vientre. Yo agarro su mar entre las manos, miro cómo dibuja olas en su superficie, olas pulsátiles, revelación de su transmundo, y le canto. Le canto “El reparador de sueños” de Silvio Rodríguez. Es de un disco que Juan escucha en sus horas nostálgicas. Cuando el enanito llega al cuarto donde está el motor que mueve la luz tengo la cara mojada. No puedo evitar el llanto feliz, la sonrisa perlada de gotas de sal.

De cómo convertir un diario en una novela
¿Cómo podría convertir este diario en una novela? Si escribiera:
Juan la abandonó. Se fue con Paula. La dejó sola abrazando a su bebé a través de la piel, bañándolo con sus lágrimas, preparándole una cuna de dulces espinas.
O:
Acariciaba esa panza vacía, en la que su ternura tejió con hilos ilusorios una imagen capaz de llenar su hueco infértil, y le cantaba a nadie, y a nadie le hacía mimos, y de nadie esperaba que fuera el suyo un futuro feliz.

De Amanda y lo que le gusta
La bebé se llama Amanda. Lo decidimos ayer. Le gusta el rayo de sol con halo de cielo azul que le llega como un leve suspiro de calor, una diferencia de temperatura que crea sus pequeños torbellinos, sus nubes y sus tormentas. Por eso se agita y me da pataditas. Mientras dejo que las cosas sean, que sea el sol en el cielo, la beba en mi vientre, la sangre en mis sienes tibias, Juan quiere que todo se confiese, que le diga lo que es, quiere mover el rayo de sol que golpea su libro y le impide leer, quiere eliminar la acidez de su estómago con sales digestivas, quiere hacer que la historia argentina le diga por qué, pero ella es solamente un qué.

De la historia (según Juan)
Juan escribe:
Si el infierno fuera un mismo castigo repetido, sería ya costumbre, hasta podría agradar. Por eso el castigo debería ser modificado siempre, de ser posible de manera azarosa. Paro hasta al azar es posible acostumbrarse. Es lo que pasa con la historia. Solo un neurótico sufre todas las veces como la primera vez. La palabra, a la larga, aburre. Cada filósofo se esfuerza por encontrar, entre las palabras que existen, alguna que no haya sido usada para hablar de lo real. Espíritu, materia, inconciente, dios, ser, diferencia, mismidad. Estoy seguro de que si buscara en el diccionario y copiara todos los términos que hay estaría anticipando todas las filosofías del porvenir.

De la expansión de un universo, el mío
El hemisferio de mi vientre está en expansión uniformemente acelerada. Como el universo. O el universo está en expansión como mi panza. ¿Qué será lo que está por nacer allá afuera? ¿Esos huecos negros que se tragan todo, ubicados en el centro de los racimos estelares, son un retroceso para darse impulso? ¿Son el silencio del pensador, la suspensión de la vida después de la fecundación? Es lindo pensarlo, pero no es lindo saberlo. Pensarlo como se piensa en los peces abisales mientras una, sentada en una reposera a la vera de la ruta que bordea la playa, se seca la piel con un toalón.

De la guerra de la naturaleza
No hay una transición tibia del invierno al verano. Hay una guerra entre el frío y el calor. Cuando el sol se sienta sobre la ciudad y empolla los árboles hasta hacerlos largar sus flores y sus frutos, viene el águila fría del sur y trata de roberle los polluelos. Al final el sol es más fuerte y el águila se ve obligada a huir con su aliento de hielo, pero deja un rastro de ramas caídas, de pétalos y hojas jóvenes.

De la Amanda futura
Hoy vislumbré a mi Amanda futura. Estaba en una librería limpita de pisos brillantes. Aclaro esto porque generalmente me revuelvo entre nubes de polvo en la calle Corrientes. Habíamos ido con Juan a un shopping, y quise mirar algún libro oneroso, de esos que de chica pensaba in-alcanzables, in-merecibles. Me detuve en un libro gigante sobre religiones, super-ilustrado, desbordante de rojos y negros y azules en torbellinos que se pretenden mundos con dioses sentados encima en posición de loto. Y entonces fue que vi un bracito de Amanda dando vuelta la tapa, mirando las ilustraciones, decidiendo dedicarse a estudiar teología. Tuve en mi mano uno de sus futuros posibles. No compré el libro. Todavía no sé si voy a comprarlo.

De la ciencia para los bebés
Estoy pensando que voy a tener que hacerle a la nena un manual de historia, uno de filosofía y uno de cosmología para que tenga las necesarias precomprensiones del mundo.
Cosmología: el mundo es una luna creciente, un útero perdido y una teta futura.
Geografía: si uno gatea en línea recta vuelve a la cuna de la que partió, pero mojado con sal, y con pecesitos en los pañales.
Historia: solo un cambio de pañales.
Cosmogonía: una cueva tibia, la luz y el dolor, el llanto, el deseo de volver a la tibieza.
Antropología: a la mañana gatea, al mediodía se yergue, a la tarde se arrastra, hay que aprender de nuevo a gatear.
Religión: papá hace a bebé del material del que están hechos los sueños de mamá.
Moral: no le metas el dedo en el ojo al que te da de comer (eventualmente, ama a tu hermano como si no fuera de la competencia).
Todo esto, al principio, debe estar en balbuceo, que es el lenguaje de la primera infancia. O sea: uuu, aaaa, atáaa, babi babi.

De que es bueno que todavía
Redacción, tema: Qué bueno que todavía…
Qué bueno que todavía haya pájaros en las azoteas y perfume de paraísos, personas que escriben con la mano izquierda y chicos que lloran por su tortuga muerta. Qué suerte que todavía haya culpas por promesas incumplidas y discusiones por algo tan inútil como la literatura y la filosofía.

De Juan y el Dasein (¿el Golem?)
Juan escribe:
Dasein abrió los ojos y sintió que todo su ser estaba abierto. Y sintió que el futuro era un agujero que eran muchos agujeros que eran la posibilidad de lo lleno, es decir de lo pleno. Y sintió que tenía una deuda que era una culpa. Y esa culpa era la de no ser. Y tenía la obligación de ser, es decir, de haber sido.

Del ritual que hace nacer
Tengo que hacer un curso de psicoprofilaxis para embarazadas. Tiene una serie de materias muy difíciles, entre ellas una Introducción al Pujo, que debe ser como Introducción a la Filosofía, pero más esotérica. Algo así como un ritual para convocar a la bebé a salir de las sombras hacia la luz, de la potencia al acto, del ser al devenir. Hacer que salga de la autosuficiencia divina de chuparse el dedo hacia el mundo de la multiplicidad y delquenolloranomama.

De un colibrí
En el jardín, un colibrí que no me tiene miedo se suspende encima de una flor, la liba, salta a otra, vuelve a libar, regresa, como si yo no estuviera presenciando la maravilla, como si me hubieran dado la gracia de la invisibilidad. Sus alas son energía, luz, espíritu del vuelo. El aire vibra de gozo de sol tocando las cuerdas de la humedad ambiente.
La fruta de mi vientre está pesada. La semilla Amanda quiere salir. Me patea para romper la cáscara que soy. Quiere ver las alas del colibrí. Mucha endorfina para un solo día.

De la necesidad de pasar del mar a la tierra
Amanda patea y patea. Ya llegó a los límites de su mundo pequeño. Tiene curiosidad por trascender. Se pregunta si hay una vida postuterina, como yo me pregunto si hay una vida más allá de esta vida. Lo cual no le impide chuparse el dedo y disfrutar de ese clima permanentemente tibio que la cobija. Así como era feliz moviendo la cola cuando una parte chapoteaba en el esperma de Juan y otra navegaba por las trompas de Falopio sin saber que se iba a encontrar consigo misma. Las partes habían estado juntas y se separaron en una época en que ni siquiera sabíamos lo que es pisar la tierra firme, una época en la que no se sentía la carga de tener un cuerpo, y arriba era el lugar del calor, abajo el lugar del frío. Una época en que el mundo era mar. Y ahora Amanda llegó a los límites de su mar, quiere tierra, quiere saber dónde está eso que sus ojos están hechos para ver.

De la diabetes gestacional
Tengo que cuidarme con los dulces. Me lo dijo la diabetóloga. Con lo que me gustan los conitos de dulce de leche bañados en chocolate. Es que junto con las sustancias del placer que comunican a los dos cerebros, el mío y el de Amanda, a través de la sangre, pueden ir azúcares que yo no puedo asimilar y que obligarían a Amanda a producir un exceso de insulina. Eso haría que le creciera el cuerpito tanto que no podría pasar por la puerta que da al mundo exterior. Además, podría sufrir, y yo no quiero que Amanda sufra, así que nada de azúcar en las fiestas, nada de pan dulce, nada de turrón. Entonces ¿cómo no ponerse a llorar? ¿cómo no deprimirse? La única manera es pensando en tener el pompón de calor entre los brazos, para darle los besos que ahora solo puedo comunicarle a través de las oscilaciones de mi pulso, a través de las ondulaciones de mi sangre.

Del pujo
Curso de preparto. Hay chicas con la panza más grande que la mía que se quejan de dolores en los ovarios y pinchazos en la piel de ahí abajo. Son cosas de las que tengo apenas el anticipo en pequeñas percepciones, en esquirlas de futuro que a veces aparecen en el presente como sucesos individuales cuya falta de repetición nos hace decir “no es nada”, porque solo es real lo persistente. Juan pone la mano en mi panza mientras yo la inflo aspirando fuerte. Inclino la cabeza hacia delante y la panza se me convierte en un caparazón muscular con forma de armadillo. Entonces pujo. Pujo y me quedo sin aliento y no logro hacer nacer nada más que una rigidez, pero es la posibilidad de un parto natural. Que de natural no tiene nada y tiene todo. No tiene nada porque la obstetra te prepara con el goteo, que no sé qué es pero ya lo voy a saber. Y te da después la peridural, una droga autorizada que te pone en paz y amor (partera dixit). Y de natural tiene todo porque todas esas manipulaciones, tecnologías, drogas y aparatos no crean nada, solamente preparan, llaman, invocan, esperan. Lo demás corre por cuenta de Amanda. Estamos en manos de médicos brujos de rituales distintos, ni siquiera más complejos que los primitivos, médicos que rezan a sus dioses de nuevas maneras, en espera de un resultado feliz. No sabemos nada más que maneras de aumentar, prolongar, disminuir o amortiguar lo que decida venir o no venir. Nadie puede fabricar un bebé desde la nada. Ni siquiera fabricar una burbuja o una grieta. Amanda es una plétora (según el diccionario de la real academia española: “la abundancia excesiva de alguna cosa”). Una plétora que sólo si quiere se da vuelta y cruza el canal de parto río Leteo y sale a ver qué hay más allá de los límites de su paraíso circular.

De mi hija como negación
Amanda no se puso en posición para ser eyectada de su mundo feliz. No quiere la caída, y hay que obligarla porque tiene que ser ella misma, porque tiene que cortar el cordón que la une a mí. Yo tengo que aceptar que su corazón ya no sea más mi corazón, sentir de nuevo el hueco en el vientre. Y tiene que ser así porque si no nos morimos las dos. Es decir, si la negación de mí que es Amanda no prospera manteniendo y superando la división en el contexto de una unidad familiar, la naturaleza nos barre a las dos y empieza de nuevo en otro lugar. La negación se llama tiempo, y es la cosa grande que nos crea y nos destruye y que no podemos explicar, pero hace que todo se pueda comprender y tenga sentido, porque a pesar de toda la ciencia y toda la técnica no se puede dominar ni cambiar.

De la importancia de derretir hielo bajo el agua
Una de las cosas que tengo que enseñarle a Amanda es a derretir hielo. Es muy refrescante en verano poner hielo en la pileta y tirarle un chorro de agua, sentir con los dedos el carácter efímero de los cristales, la belleza que tienen en el momento en que desaparecen, todos esos filos que no lastiman, esa sensación de quemazón que se pierde, que habla del dolor que siempre pasa por la justicia de la naturaleza que todo lo iguala en un mismo chorro de agua. Lástima que ya no hay heladeras que se llenan de escarcha, que te enseñan el paisaje polar en ese teatro diminuto, la escenografía para los iglúes de cubitos de hielo.

De mi hija como negación, otra vez
Amanda me niega. Es su manera de afirmarse a sí misma. Se afirma como lo otro de mí. Es su ser biológico el que niega mi vida para ser. Pero no comprende que negándome se niega a sí misma, pues solo es la negación de mí. Por eso los doctores tienen que negar su negación para dejarla ser y dejarme ser .Pero los médicos niegan esa negación desde afuera. Tratan de anular la negación, esperan de las dos una coexistencia pacífica. Pero Amanda y yo somos una sola cosa, aunque seamos dos, porque ella es el no de mí y yo soy el no de ella. Porque somos como el peso y el color de un mismo ser, que es el nosotras de una madre y su hija, algo que los doctores no pueden entender. Pero ellos son necesarios para que podamos vivir. Por eso me hago los controles y análisis que me piden, aunque lo esencial de la relación entre las dos no pasa por ahí.

De la importancia del espacio
Amanda anoche dio una voltereta y se encajó en mi pubis con la consiguiente lluvia de pinchazos y tirones. Ya está lista para arrojarse al mundo. Porque eso de que estamos caídos, de que no elegimos…Amanda tiene unas ganas locas de agrandar su espacio, de tener muebles y libros y una computadora. Claro, por ahí se arrepiente y empieza con que “yo no quería, yo no sabía”. Después se lo cree y ahí se divide en un deseo negado y una añoranza de un paraíso que siempre le quedó chico.

De la importancia de tener un marido al lado a la noche
Juan ya no añora paraísos. Me toca la panza, sonríe, quiere sentir todas las noches el movimiento de la bebé. Está paternizado. Se preocupa por mis análisis, que si la cetona está alta, que si la glucosa demasiado baja. Cuando lo despierto a la noche, angustiada pensando que con tanto rotar la bebé se va a salir de lugar, no se enoja, me abraza, me consuela, me dice que eso nunca pasa en el primer embarazo, que no me ande sosteniendo la panza porque la bebé no se va a escapar por ahí. Algo en lo que no confío demasiado, por más que la partera diga que si el cuello no está dilatado “la mamita no tiene que hacerse problema, que el baby no se le va a caer”.
Cuando nos muestran en la clase de preparto los esquemas con posibles problemas, como ruptura de bolsa o pérdidas de sangre, Juan agranda los ojos y mira fascinado, anota todo como si estuviera haciendo algún descubrimiento, como si esas cosas no pertenecieran al área de lo ya sabido.


De los lugares de la belleza
Belleza, que siempre está borracha de felicidad, sigue dando eses por el mundo y cae en una casa de muebles para chicos levantando una polvareda de colores pastel. Al disiparse emergen en deslumbre veladores con forma de oso y de conejo vestidos con todo el despliegue de puntillas de las damas ricas del siglo diecinueve, dibujos de ositos dormilones en colchones de cuna, camas funcionales con bordes sinuosos, coronadas de esferas de portal de casa señorial.
Belleza se levanta, se despereza de su sueño de muebles antiguos, sigue bailando por las calles de seños fruncidos, y vuelve a caer en un sueño de felicidad al llegar a una casa de ropa para bebé, en cuya vidriera se exhibe todo lo que ahora Amanda tiene en su placard: baberos bordados de color rosa, babitas rosas y blancas para envolverla cubriéndola de un sol sin barreras, enteritos con o sin mangas, con o sin piernas, con dibujos azules y rojos de biberones y peluches, enteritos anchos arriba y angostos abajo, batitas de seda rosa para la buena suerte. Juan ofrenda su tarjeta de débito para sacrificarla en el altar de la diosa Amanda sin una lágrima. Tengo que pararlo para que nos quede plata para el puchero.

De la importancia de clasificar y dividir
En el inicio del parto está lo sensible, el puro instinto, el presentimiento, el universal abstracto, el mismo para cada madre de cualquier especie de animal vivíparo. Después viene el trabajo del entendimiento, una historia de dividir, clasificar, pensar, calcular y dominar. Un trabajo que se remonta a las clasificaciones que hacían los indios de las distintas formas de hacer el amor y de los distintos grados de la meditación. Una dura labor que se refleja en la partera de un modo todavía teñido de sensibilidad, como por ejemplo la clasificación que hace de los desprendimientos del tapón mucoso en: sustancia gelatinosa con filamentos rosados, o con filamentos rojos, o una mancha de sangre de color rojo brillante, o de color borra de café. Se nos enseña a las madres paso por paso a pensar en todo lo que nos va a pasar, todo lo que vamos a tener que hacer, y es como una tonelada de claridades superpuestas que no hacen más que oscurecer. Porque todo ese trabajo -por otra parte necesario- del entendimiento, todo ese prevenir y hacer ver a través de la palabra mediadora -sin la cual no se puede compartir, y solo existe lo particular, el dolor y la confusión y la imposibilidad de ser libres- todo ese trabajo es insuficiente. Porque la partera no te dice cómo cada categoría fija debe desvanecerse, desaparecer en su contrario, convertirse en lo que ya no es, para dejar paso al movimiento total llamado parto, que es lo que el instinto sabe nebulosamente, lo que el entendimiento divide al infinito, pero lo que sólo una misma va a poder vivir en la unidad del instinto y el entendimiento, en la frialdad del cálculo y el calor del sentimiento. Sólo la unidad móvil que conserva y a la vez supera todas esas etapas: contracciones cada cinco minutos, desvanecimiento del cuello, dilatación de siete centímetros, posición para recibir la anestesia peridural, respiración y pujo, sólo esa unidad puede ser llamada parto. La medicina no hace más que seguir ese trabajo de separar, amortiguar, controlar, y aumentar la probabilidad de que todo salga bien.
Claro que sin la ayuda de la ciencia, ¡qué dolor!

De la última vez que mi hija percibe a través de mi
Quiero que Amanda perciba por última vez a través de mis sentidos las tonalidades del barrio, el olor de la tierra. Camino por las veredas con baldosas con forma de acordeón y de tablero de tres en línea. Las calles son empedradas, con adoquines que se difractan como las olas de un lago, igual que esos jardines japoneses que dibujan con piedras geografías marinas de islitas montañosas. Las porteñas orgullosas sacan a pasear a sus chicos en los cochecitos, lucen su figura esbelta de dietas y gimnasias, no están maquilladas, visten sencillamente, se saludan con la misma medida de amistad que le niegan a su vecina de al lado.
Las paredes medianeras entre las casas son todo un tema. Están separadas con precisión de frontera con Chile, y ojo con tratar de poner un solo clavo, una sola grampa del lado de la pared que no te corresponde.
Yo le explico todo eso a Amanda, pero no sé si ella me presta atención. Es que tiene hipo, se traga parte del líquido amniótico y después se hace pis, todas esas pequeñas cosas que para ella forman su vida. Pero sé que a través de la sangre le transmito mis placeres y mis angustias en mensajes escritos con hormonas que la ponen en un clima emotivo. Un clima con el que, cuando ella nazca, va a rodear y fagocitar y cargar con amores y con odios los objetos y personas que formen sus representaciones de la vida. El escenario ya está constituído por las emociones prenatales que yo le transmito a través de mi agua, mi sal y mi aire.

De la multiplicidad de los placeres hechos con los mismos ingredientes
Paso por la puerta de una confitería y me envuelve el calorcito aromático de las medialunas recién hechas. Me acerco a la vidriera mientras acaricio a Amanda y miro las delicias de las que voy a poder disfrutar después del parto, si todo sale bien. Es increíble que con huevo, manteca, azúcar y harina se pueda hacer toda esa variedad de colores y olores que se reúnen en torno a texturas suaves en el paladar para hacer juntos el sabor de las confituras. ¿Qué pasará en esas combinaciones de productos de las aves de corral, de las vacas y del trigo para que el resultado sea el placer más grande del hombre? Cuando pienso en eso no puedo creer en la teoría de la evolución de Darwin. Toda la vida aparece como un solo bloque, y no es raro entonces que la planta use a un insecto como mediador en su reproducción, o que una flor determinada se disfrace de mariposa o de abejorro.
Pero volviendo a esos cuatro ingredientes que hacen maravillas para el paladar y los ojos, son como los átomos que de acuerdo con Demócrito se unían y separaban para generar como fenómeno de superficie la variedad en la naturaleza.Pero yo creo que la harina, al unirse al huevo y a la manteca, ya no es más la harina como la conocemos en estado puro, y al agregarse el azúcar en su claro torbellino de procesadora, la mutación es completa. Se desvanecieron, se convirtieron en energía de movimiento, y solidificaron en una realidad tan nueva que es como hacer visible una onda de luz ultravioleta.

Del placer que produce el recuerdo de lo que no puedo comer
Papá me mandó una encomienda desde España, donde está vacacionando por razones de trabajo. Es un pan de fruta abrillantada. Él sabe que me encantan esos panes. Lástima que se lo va a tener que comer Juan, por mis problemas con la glucosa. Le recomendé que lo coma con moderación, una feta cada mañana, para que disfrute sin empalagarse su suavidad de compota de frutas, su consistencia de durezas de azúcar precipitada, su envoltura delgada de harina de almendra y yema de huevo. Ese pan es un condensado de sol, que te puede dar energía o quemar, según se deje uno o no llevar por el exceso, que era el nombre del pecado entre los griegos.

De la importancia del contexto microsocial en la formación del niño
En la economía de nuestro universo pequeñoburgués, alejado de los grandes riesgos que traen aparejadas grandes victorias y grandes derrotas, cuando llega la bebé todo adquiere sentido. Ponemos a sus pies nuestra experiencia de amor, la casa recién remodelada, hasta nuestros amigos y esos parientes que la bebé no merece. Así, las charlas con mis amigas le van a indicar a Amanda como ser una mujer coqueta y cuidarse de las malas intenciones de los hombres. Jaime Papá Noel le va a servir de advertencia contra los excesos intelectuales y la repetición de los errores, y la va a divertir en las fiestas de fin de año. Doménico la va a arrullar con sus preguntas tontas y sus mundos paralelos. Roberto la va a poner en guardia contra los excesos de la melancolía, pero le va a hacer descubrir la importancia de una vida que termina. Mis tías y mi mamá le van a servir de arquetipos de vidas femeninas. La mamá de Juan, el primo Pedro y los otros personajes oscuros de la familia le van a permitir conocer de chiquita el sufrimiento de la condición humana, para que cuando crezca no vea en eso algo ajeno y no intente, por lo mismo, encontrar una cura imposible, como les pasó a Buda, a Jesús, a Marx y al Che Guevara.

De la recorrida por un cuadro
En la pared situada al pie de la cama hay un cuadro de Venecia con unos botecitos atados a unos troncos irregulares sumergidos en el agua. Me gusta, durante la hora de la siesta, recorrer el contorno de esos troncos con la imaginación y reproducir esos movimientos a una escala más pequeña con movimientos del dedo gordo de mi pie derecho. Son esas las cosas que hacen que la casa nueva se convierta en algo familiar.

De las mariposas
Faltan treinta días, o sea un mes, lo cual es mucho. Pero faltan cuatro semanas, y cuatro semanas no es nada.
A la tarde unas siete mariposas se dispersaron por el jardín y se posaron sobre las paredes blancas que sirven de medianeras. Se pusieron a mover las alas lentamente, como papelitos marrones y negros agitados por la brisa. Una se coló en nuestro comedor diario y fue a posarse sobre una flor de cerámica que cuelga de la pared. Juan trató de agarrarla mientras la mariposa tenía las alas juntas, para no lastimarla, pero ésta se agitó demasiado, y dejó un trocito de ala en su mano. Juan la pudo atrapar en un segundo intento y la puso sobre el césped. La mariposa siguió agitando sus alas a un ritmo lento y solemne. Deben ser mariposas viejas que están esperando aparearse o vinieron a nuestro jardín a desovar. Yo no estoy por poner huevos, pero me siento identificada. Somos especies muy distintas, a menudo no nos entendemos, nos perseguimos, o somos indiferentes considerándonos mutuamente parte del paisaje. Nos vemos como predador y presa o como sujeto u objeto de una contemplación estética. Pero a la hora de parir levantamos las cabezas, cerramos los ojos, y nos dejamos atravesar por una misma fuerza.

De las mariposas, otra vez
Riego el jardín. Al contacto del polvo del agua las hojas de las tomateras se desenrrollan como envolturas de caramelos dejando escapar parejas de mariposas que se persiguen revoloteando en zigzag y se detienen sobre las paredes blancas, más blancas por el sol. ¿Estaban las mariposas en esas plantas antes de que yo las viera, o nacieron de las hojas por estímulo del agua? Una nube de pequeños insectos verdes parecidos a muescas se depliega en halo alrededor de las palmas que baten aplaudiendo su propio colorido, que va del amarillo al negro y al índigo. Hay unas veinte mariposas en vuelo nupcial que usan como mantas acolchadas para su jugueteo todas las plantas del jardín, los escobillones, los trapeadores, todo lugar que sea suave y les de sombra.
Una vez que acabo de regar, aparecen las nubes esperadas durante varios días. Caen las primeras gotas oscuras y ya un soplo aullador rodea la casa haciendo pensar en monstruos y en almas tristes. Los árboles se tuercen como pasto para no caer. Me subo a la escalera que da a las habitaciones y me siento a mirar a través de los vidrios de la puerta sol, esa puerta blanca que está en casi todas las casas nuevas. Me gustan los aros móviles de las gotas que caen en la vereda, lo tenue de esos aros crecientes, que hace pensar en ondulaciones de vestidos de seda. Me voy al otro lado de la casa y miro al jardín, interrogándolo acerca de las mariposas, tan felices con ese calor que parecía inacabable, y que por lo mismo terminó en forma violenta. Ahora volvieron a ese fondo verde que parece quieto pero arde en agitaciones potenciales que se van a convertir en insectos cuando pare la lluvia. Aspiro ondo y provoco los movimientos ondulantes de Amanda, agradecida por esa bocanada de oxígeno que la pone en sintonía con la vida escondida debajo del pasto. Esa misma vida que habíamos echado de la casa cuando iniciamos la obra, y que siempre vuelve, porque su ley es volver, repetirse, como la nuestra es crecer, superarnos, ser siempre diferentes.

De la guerra grande y pequeña
La guerra ocurre, como el arte. No importa que el tema se haya enfriado entre la India y Paquistán. La guerra siempre se las arregla para existir. Como el hombre, la palabra y el triángulo. Puede ser por motivos religiosos, económicos o políticos. La guerra, entonces, nunca se termina. Es un arquetipo, uno de esos excedentes de sentido que salen del tiempo y se quedan en una eternidad sustentada en las repeticiones, esas que hacen que siempre haya pájaros y fieras. Y también hormigas.
Juan está empeñado en un combate perpetuo. Venenos líquidos, aerosoles, venenos granulados. Juan dice que vió a una hormiga negra cargando los restos de una compañera mientras bajaba por la medianera. Se subió con una escalerita hasta el límite de la pared y vió a cinco hormigas que se miraban. Una estaba al lado de los restos de otra compañera. Parecía la jefa del grupo. Juan empezó a rociarlas con flit y se pusieron en fuga. A una la alcanzó. La vió darse vuelta y retorcerse en un rictus de agonía, si es que las hormigas tienen rictus. Juan se asustó. Dice que parecía una persona. Siente que tiene que defendernos de la invasión, pero las dudas morales lo atormentan, algo que no suele pasar en las guerras.

De la necesidad de soltar lo que se lleva
Tengo una hornalla en la base del tronco, un aro que duele, y es que Amanda está presionando. La fruta pesa en la rama. A veces se me bloquea el pensamiento y no puedo hacer nada hasta que empiezo a llorar. Siento una angustia, a veces dos, a veces desgano, o tristeza. O bien me pongo torpe, se me caen las cosas de las manos. Todo mi cuerpo está queriendo soltar lo que lleva. De vez en cuando el vientre se me endurece. No puedo dormir de corrido una noche entera, tengo que ir al baño y me dan ganas de comerme un durazno o una manzana. Todo esto lo digo para que nadie piense que por ser optimista no tengo en cuenta el lado malo de las cosas. Es simplemente que el tener un lado bueno, aunque sea infinitamente pequeño, me basta para pensar que todo tiene sentido.

De la inteligencia de los loros, y de la nuestra
Juan escribe: Los loros hablan. Es un problema que dejó de plantearse porque nadie pudo solucionarlo. Pasamos a su lado con aparente indiferencia. Nos reímos. Pero el loro no se interesa por lo que dice. Habla para sacarnos algo, una atención, una comida. Solamente nosotros damos más importancia a la polabra que al pan. ¿Acaso eso nos hace superiores a los loros y a las hormigas? El loro se ríe de nuestro interés por las palabras, de que quitarle a un hombre un poco de comida sea tan fácil como quitarle a una planta una flor.

Del sexo de las cosas
Juan está escribiendo un ensayo sobre la sexualidad de los artefactos. Se puso a pensar en eso al saber que los enchufes y las cañerías tienen macho y hembra. Dice que si fueramos hermafroditas un enchufe tendría una pata y un agujero, y lo mismo el tomacorrientes inserto en la pared.

Del destino
Hoy una nube gris llena de pozos y ondulaciones se quedó quieta en el cielo. Era tan grande que si no hubiera sido nube, si hubiera sido, por ejemplo, una galleta, hubiera dado miedo.
Juan empezó a hacer ruido de papel estrujado. Agarró una hoja nueva y empezó a escribir una profecía. Yo creo que Juan busca distraerse inútilmente de un hecho que ya está demarcado en el tiempo antes de suceder, que tiene la fuerza inevitable de un destino. Y lo sabe y no quiere saberlo. Ahora no le alcanza con la historia argentina. Quiere estudiar la historia universal para poder predecir la historia que vendrá. Estaba leyendo el cuento Los teólogos, de Borges, y pensó que los musulmanes van a salir victoriosos en las nuevas guerras. Porque su condición es la misma que la que llevó a los cristianos a conquistar Roma: convertir su sufrimiento en una causa. Igual que a los cristianos aceptaban ser devorados por los leones, se dejaban matar con la esperanza de ganarse el Cielo, los musulmanes aceptan la inmolación por causas nobles. Pobre Juan. Si fuera tan fácil averiguar el futuro, sabríamos si Amanda va a nacer el dieciséis de febrero o el seis de marzo.

De los movimientos bajo mi piel
Juan estaba lavando con la manguera la cortadora de césped. Sacaba los pedacitos de pasto entorbellinados y jugosos de savia. Se acumuló algo de agua en una curva del armazón de la cortadora, y el ruido del agua de la manguera chapoteando en ese charquito tenía algo de salto de agua en río de montaña.
Me siento en una silla de la cocina-comedor diario. Me descubro la panza. Un pliegue se mueve desde abajo y va a asentarse en mi costado derecho. Es Amanda que me acerca un piecito para que se lo acaricie. Como siempre está oscuro ahí adentro, cuando Amanda se despierta y se sacude lo hace de un modo que no podemos conocer. Cuando está dormida debe permanecer en un estado similar a nuestro dormir sin sueños. Cuando decimos que se despierta, debe vivir algo parecido a un sueño. Pero si no tiene recuerdos, ¿con qué sueña? ¿Tendrá sueños táctiles, de calor y latidos? Cuando se chupa el dedo ¿qué sabe de chupar y de dedos? Nunca vió su dedo, nunca le dio un nombre. Su dedo es sin embargo algo distinto a su pie y a su cabeza, si es que puede sentir diferenciadamente las distintas partes de su cuerpo. Se supone que yo pasé por esa etapa, debería saber qué se siente. Pero saber y sentir son conceptos, y los conceptos no existían en mí en el momento previo al nacer.

De lo que pasó una noche tormentosa
La noche del viernes de hace quince días estuvo tapizada de relámpagos en mi columna vertebral que me hacían retorcer como un cable cargado de electricidad y que condensaban en una caparazón de lluvia en mi vientre durante cuarenta segundos que no se terminaban, como la carrera de Aquiles y la Tortuga, porque el tiempo se dividía a la mitad, y a la mitad de la mitad. Y cuando Juan pudo subirme al auto en un grito de dolor anduvimos por la calle mojada de lluvia resbalando en las curvas. Cuando llegué a la clínica ya había pasado del límite del dolor y estaba tranquila, como si mi dolor no fuera dolor sin los gritos, como si se hubiera instalado en mí igual que un sobrehueso, un hecho concreto como la pared de la sala donde la partera revisaba y decía “muy bien, qué buena dilatación” y sonreía, como hablando desde otra realidad. Cuando llegué a la sala de partos el dolor no me hablaba, solamente me hablaban las personas que me desnudaban, me ponían en camilla, las luces deslizándose en el techo. Juan me daba pena porque estaba llorando y no lo dejaban entrar a verme. Yo me sentía muy chiquita y abrigada, casi agradecía que el dolor me permitiera recibir tantas sonrisas de afecto de la partera, de la doctora y del anestesista. La peridural extinguió un dolor que ya no tenía. Era como tomar un jugo refrescante por la espalda. Eran todos flashes que impedían ver lo que pasaba alrededor. Juan dice que pusieron una plataforma debajo de mí, me hicieron pujar, y que yo obedecía, y también decidía, ahora tengo ganas, decía, y me inflaba toda con el aire, levantaba la cabeza y presionaba poniendo la fuerza abajo. La doctora sacó la plataforma, la partera puso un banquito al costado, se subió, me agarré a los fierros y me ayudó la partera presionando la cola de Amanda hacia abajo. De todo eso no me acuerdo nada. Juan dice que a los tres pujos Amanda ya estaba afuera. Que era un pollito mojado que empezó a lloriquear en cuanto la limpiaron sobre mí. Cuando la trajeron a la habitación era un ramo de gestos: un concentrado de sonrisas, seños fruncidos y desperezos, gestos listos para ser utilizados cuando su mente madure.

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