viernes, 15 de agosto de 2008

Una inteligencia que toca algo de lo absoluto-Henry Bergson

De la distracción (apología)
Juan dice que soy distraída. Pero todos. Porque cuando estás metido con el trabajo estás distrayéndote. La única diferencia es de duración y de tema. Yo me distraigo con muchas cosas chiquitas por poco tiempo, Juan con cosas tan grandes que no ocupan espacio y tienen nombres serios como belleza y verdad.

De la ensalada
A comer ensalada de lechuga y tomate. Placentas de semillas se encuentran en las ensaladeras y se vuelven el bocado del festín del rey del reino animal. Aguas en las que se concentran el verde, el rojo y el blanco, arco iris licuado y precipitado en sales riquísimas que explotan en la boca y te hacen nacer un océano turbio y refrescante en las cavernas pilosas del tracto digestivo.

De la mujer anterior de Juan
Juan mastica como un rumiante de muchos estómagos y piensa en su viudez. No creo que sienta culpa porque su mujer anterior se murió de cáncer. Sabe que el cáncer es el otro de uno mismo. Que generalmente ese otro está en equilibrio con el uno mismo. Vos, bebote abierto a cualquier cosquilla que te llena de ronchas rojas de alegría, estás al borde de vos, fruto de cardo acaracolado y lleno de pinches de melancolía. Predominó el cardo, y ni con radiaciones ni con palabras dulces. Era una rubia de melena larga y cara redonda. Estudiaba derecho. Juan no habla mucho de ella. Dice que sus cargas las pone en las espaldas de su analista. Que para eso le paga. Y la hija de veinte años vive en su propio departamento desde los diecisiete. Juan la quiere libre. Yo la veo demasiado hoja amarilla al viento otoñal, pero él dice: tiene que hacerse responsable de lo que ella elige.

De la gimnasia
Hago gimnasia y me lleno de sudor y escucho mi sangre. Esa lengua de sol que atraviesa el aire me lame apropiándose de las sales que recoge también del rocío. Tanto de nosotros sube al cielo y hace feliz al sol, que es un sacrificio que hacemos al dios aunque no seamos creyentes.

De la belleza y su lugar
Belleza es como la superficie exterior de una pecera. Las paredes de la pecera son de agua, y nosotros vivimos en ellas. Belleza es cóncava y con salpicaduras soleadas, Fealdad es convexa y espesa, con ondas que van hacia adentro, como la inversa de una caída de piedra en el estanque. Belleza atraviesa en zigzag nuestro espacio y en algunos lugares se pone especialmente intensa. Ahora Juan pasó al lado de adentro de la pecera. Dice que se siente inestable por la llegada de la hermana para las fiestas. La hermana vive en Pensilvania. Es oncóloga. Ella le había insistido en que mandara a la mujer a hacerse un análisis para ver si sus depresiones no eran de origen orgánico. Juan confió en su propia experiencia y no quiso. Pensaba que lo de su mujer era una de esas torpezas repetidas que te hacen enredar entre algas oscuras y te cubren la piel de anémonas viscosas. Cada vez que la hermana viene de visita, Juan ve un solo color. Me dice: acá hay demasiado amarillo, acá hay demasiado azul. No sabe dónde poner las manos. La cabeza le tiembla un poco. Dice: mi hermana me va a reprochar que no sé hacer asado. Dice: me va a pedir que la lleve en auto hasta el hotel y me va a gritar que casi choco con un colectivo por el camino, siempre lo hace. Yo lo agarro de los brazos para que no se vaya demasiado hondo. Es difícil comunicarse con los convexos. Ellos se creen que afuera es adentro. Pensar que cuando vino de Cuba era una ristra de ventosas y se la pasaba todo el tiempo adherido a mi piel.

De la venta de zapatos (que es mi oficio)
Las ventas de zapatos aumentaban siempre para Navidad. Esta vez no. Tuvimos que comprar esa máquina con hijito y cordón umbilical que conecta con los cajeros automáticos de los bancos. Ahora el dinero es algo tan abstracto que circula en números que saltan de cajero en cajero, hada de orejas punteagudas y vestido vaporoso. Estamos en el momento en que el agua se evapora o el polvo del suelo se levanta y se hace luciérnagas. ¿Qué va a pasar ahora? Tiemblo un poco. No hay cambios importantes en las ventas y eso me dice que está por pasar algo grave. La pared está bullendo y Belleza y Fealdad empiezan a librar su combate en toda la extensión de la pecera.

De una noche de diciembre del 2001
Vamos a casa de Roberto. La nena, Matilde, lanza alaridos graciosos. En la tele se escucha: pedimos a los argenaaaaaaaa un poco de ajó ajó, vamos a tener que congeaaaaaaa las cuengugugu atatata babi babi. Subimos a la terraza. La Nancy se queda abajo cuidando a Matilde. La escalera es un zigzag al borde que te hace ver estrellas posibles para abajo. Arriba están las estrellas verdaderas, que al lado de la Panamericana se ven bien a pesar de las luces de los autos. En el cielo las estrellas y en el campo inundados y en el medio de mi pecho un prendedor azul con perlas falsas y un tamborillero que toca la canción de la escalera caracol al borde del precipicio.
Roberto dice: todavía no alcancé a sentir todo lo que seguramente voy a sentir con respecto al parto, porque solamente podés cuando la nena ya es grande y vos te acordás, ¿entendés? Yo lo presencié, pero fue terrible, nadie, ni tus padres ni tus abuelos, te dicen el sufrimiento que es eso para una mujer. Nancy gritaba como si estuviera en la sala de tortura. No le querían dar la peridural porque el chico puede adormecerse, ¿entendés?, y a la nena un poco le pasó eso cuando al final se la dieron. Pero es increíble ver cómo Matilde se me parece en ciertas cosas.
Te sentís como que dejás algo, dice Juan.
No, dice Roberto, no pienso en eso, no, es otra cosa.
Yo digo: yo cuando tenga un hijo no voy a sentir dolor.
Roberto sonríe y las dos piedras de sus cachetes se abren en un valle surcado por un río perpendicular. Juan me mira con la boca abierta y las cejas levantadas.
Claro, existe eso del parto sin dolor, dice Juan.
Roberto sonríe de nuevo y me mira con ternura.
Mis primas se hicieron cesárea y yo no voy a ser la excepción, le digo.
Ah, así sí, dice Juan, y nos ponemos a reir.

Del dolor y del placer
Juan dice:
Siempre hay un fondo de dolor, un ombligo del sueño.
Y yo digo:
Siempre hay una superficie de placer, una piel que brilla y ondea.
Es cierto que a veces el brillo es tan intenso que duele. Parece que te vas a convertir en pescado frito, que te va a evaporar una ola solar, y nadás hacia el interior de la pecera haciendo eses, sin dejar de sentir el calor que te abruma. Yo no sé dónde están los límites entre adentro y afuera. Hay lugares donde el brillo es muy intenso. Al lado de un jacarandá en flor, en la librería Kier, en el museo de bellas artes o en el rojo de una sandía partida al medio y exhibida en una verdulería. Irnos a vivir a Cuba sería salir de la pecera, secar las lágrimas que envuelven los brillos y los hacen deliciosos, me moriría resecada por el mediodía tropical. Necesito mi agua, mis brillos en el agua, mi pecera. Ya sé que Cuba también tiene peceras, con paredes de peces tropicales amarillos y violetas. Pero yo quiero mi pecera, hecha de estos brillos porteños que me alimentan. No Juan, no me quiero ir a Cuba. Aunque te den un buen cargo en una universidad, aunque tengas atención médica gratuita y aunque sea el país con menos mortandad infantil de América y aunque acá nos congelen los plazos fijos y nos cambien la plata por bonos. Ya sé que todos se van, que es lo razonable. No me importa lo razonable. Aunque queden ruinas van a ser mis ruinas con mis plantas tan verdes y mis flores silvestres tan blancas y tan amarillas.

Del mal amor
Juan estaba enojado. Me trató con delicadeza y me hizo gozar muchísimo. Parecía una lengua húmeda abrazando toda mi piel. Pero no me miraba a los ojos. Sentí mi cuerpo muy mimado, pero Juan no quiso compartir conmigo su expresión de placer. Eso me dejó un regusto melancólico después del orgasmo que me llenó la cabeza de estrellas y planetas fríos, titilando a ritmo fijo como seres no vivientes. El cuerpo Juan me ama como siempre, el sentimiento Juan también, pero el intelecto Juan tiene un proyecto Caribe que no me quiere, y Juan no quiso mostrarme sus ojos de intelecto Juan decepcionado porque Juan el todo todavía me quiere.

De Cuba y por qué no
Juan quiere que vayamos de vacaciones a Cuba. Dice: no querés porque no conocés. Si vas, te va a gustar. Aunque este año perdió muchos pacientes tiene suficientes ahorros. ¿Y qué va a pasar con José Sosa? ¿Cómo sabés que se llama Sosa? me pregunta Juan. Ayayay. ¿Ahora qué hago? Mi piel dice: ante lo inevitable ponete a llorar. Lloro y soy sauce llorón y soy Iguazú y una flor de pétalos muy grandes y muy caídos. Juan me abraza y me dice: está bien, lo vamos a decidir entre los dos. Sabés que sin vos no puedo vivir, dice él. Lo que significa que el muy malo pensó en dejarme, lo pensó aunque sea un instante. Así que ahora con ser catarata no me alcanza. Ahora soy huracán caribeño y reboleo los platos y las tazas hasta que Juan me lleva a la cama y me hace el amor pero esta vez me mira a los ojos y yo, feliz y despejada.

De la crisis
De chica me contaba muchos mundos. Ahora me cuento este, porque los mundos míos no lo entienden. ¿Cómo contarme lo que pasó estos días? ¿Cómo decirme que hubo focos de belleza entre marabuntas y brillo de cacerolas entre vidrios rotos? Y ese clima tan rojo flotando como bandera sobre el río. Y después la lluvia y los rastros de un dolor muy viejo que flotó al ser más liviano que el agua, como los plásticos y las manchas de aceite. Graciela, mi patrona, lloraba frente al hueco de la vidriera sin aquellos zapatos finos que no se vendían. Yo también lloré. Juan sigue con los ahorros enjaulados y el proyecto Caribe descansando.

Del despertar de la crisis
Toda cosa tiene su primavera. El barro del deshielo que arrasa las casas se llena de plumas verdes y sacude las nubes grises que aplastaban al sol. A Juan triste le dí la máquina de truenos, el cetro masculino, o sea, el tubo de la aspiradora,y él puso toda la bronca en sorber con su tubo negro las pelusas y las telas de araña. Los pisos, las paredes y los muebles empezaron a latir, abrieron sus poros y aspiraron el calor y la luz y tosieron su polvo. La casa levantó sus párpados marrones y la brisa secó las cavidades húmedas.

De mi país
Roberto dice: Argentina tirada por cuatro caballos, Chile, Bolivia, Paraguay y Brasil, y la cabeza que parece libre con miles de hilos tendidos a Europa. Argentina hombre acostado con el cuerpo desgarrado y plural, con la cabeza brotada de semillas ajenas.
Y a mí que me importa. Yo cuido mi jardín. Hay en él unas macetas de plantas que estiran las hojas al cielo cuando las riego, como ciegos gozosos agradeciendo a las nubes las gotas de las mangueras. En la cocina una heladera fabrica cubos de hielo, esos pájaros fríos que picotean el calor de mi boca y la hacen caverna fresca adentro de una brasa encendida.

De la hermana de Juan
Juan dice: ya llegó mi hermana de Transilvania. Es Pensilvania y la broma es tonta, pero se lo dejo pasar. Pongo en la mesa el mantel nuevo blanco tan blanco y trazo arquitecturas de mazapán, ladrillos de almendras cementadas con mieles sólidas de tanta azúcar, pedregullo de maní, puentes chocolatados, iglesias de pan dulce con cúpulas de nuez. La hermana de Juan viene con vestido largo negro que brilla y deja la espalda al descubierto. Es muy flaca, ojos grises, pómulos salientes, con los dientes marcados debajo de la piel, la mandíbula inferior con trazos rectos. Cuando sonríe le asoman las puntas de unos dientes amarillos. Es muy distinguida. Juan, cuánto tiempo, dice, ella no es tu hija. Es mi pareja, dice Juan, y el cuello se le pone colorado, con la piel arrugada. Ah, mucho gusto, dice Marta, la hermana de Juan. Juan está muy contento de que haya venido para las fiestas, le digo. No hace falta mentir, dice Marta, nunca me va a perdonar que haya satisfecho su curiosidad. Juan la mira serio, sin hablar. Después me mira a mí, se acuerda de que estoy con el mismo traje sastre de cuando nos conocimos, y el resto del tiempo, hasta la medianoche, lo pasamos entre comentarios apagados, con algunas luces intermitentes.

De la manera en que discuten Juan y su hermana
Juan dice: estoy angustiado por lo que está pasando.
Marta dice: la angustia es una molécula que se elimina con una pastilla de Prozac.
Juan dice: esa molécula es la manifestación sensible de un conflicto inconciente.
Marta dice: el único conflicto que hay es entre una sustancia química y las actividades habituales de un cuerpo viviente.
Juan dice: vos nunca tuviste corazón.
Marta dice: yo tengo esa válvula muscular de tejido estriado pero movimientos de tejido liso en el lado izquierdo de la caja torácica aunque corrida hacia el centro como tus ideas políticas.
Juan dice: por eso mismo digo que nunca tuviste más corazón que una válvula muscular.
Marta dice: nadie tiene más corazón que una válvula muscular.
Juan dice: es nadie quien tiene sólo una válvula muscular por corazón.
Marta dice: eso son juegos de palabras.
Juan dice: el espíritu es un juego de palabras y vos nunca supiste jugar.
Marta dice: yo juego con los hombres en la cama y no con las palabras en el diálogo.
Juan dice: el juego erótico es un noventa por ciento juego de palabras.
Marta dice: el juego de palabras es un preliminar que exacerba el placer de la fricción de las mucosas.
Juan dice: las mucosas sienten placer cuando entraron en el juego de las palabras.
Marta dice: las palabras son vibraciones del aire que generan conexiones neuronales que irritan las mucosas.
Juan dice: las conexiones de neuronas es un conjunto de cuatro palabras dos de ellas monosilábicas y que hacen referencia a un velo simbólico con el que cubrimos una realidad de deseo a la que no podés ver porque te haría pedazos y de la que es una muestra el tic que tenés en la comisura derecha de la boca.
Marta dice: ese tic es una descarga de alguna dendrita mal ajustada.
Juan dice: el mal es un concepto ético espiritual que no debería entrar en tu vocabulario neurobiomolecular.
Marta dice: el mal es un desequilibrio en las ecuaciones que las hace no lineales…
Etcétera.

Del mar
Marta se quedó con la mamá de Juan. Nosotros fuimos a Mar del Plata a pasar el año nuevo. Con la crisis presidencial la gente esperaba en su casa. Las playas estaban desiertas y llenas de papeles.
En el museo del mar vimos tantos caracoles que por saturación pensé:.es que quieren protegerse, conservarse y crecer, por eso las espirales. Los caracoles son condensaciones de tiempo. Así serían todos los seres que crecen si conservaran cada etapa en una serie permanente. Por eso las galaxias parecen caracoles, y también los átomos, y los caminos de piedras. Si pudiéramos ver todo el tiempo simultáneamente veríamos caracoles. Hasta el mar es caracol. La piel atigrada de espuma. Se come las conchillas y con ellas se hace una casita ambulante de arena que abarca las playas de los cinco continenetes.

Del mar, otra vez
Cuando estoy frente al mar soy un pedazo, una punta de algo. El cansancio del choque de las olas hace que después de bañarme, al caminar por la orilla, sienta el placer de la misión cumplida, ese “ya está, ya puedo descansar”. El mar con sus zarpas saladas se queda a un lado y yo busco en su orilla trozos de caracoles de color azul, que es el color más difícil para un caracol. Hay en el aire de mar un algo de cañoncito con dulce de leche, una consistencia de escón, está lleno de dulces ese aire, y un calor de horno de pan me tapiza el hueco que está detrás de la nariz. Camino inflada como globo y me cuesta agacharme a recoger las conchillas azules. A veces encuentro alguna espiral chiquita de color crema, tan chiquita que no sé cómo la distingo entre las otras desde tal altura, la altura inflada por el viento del mar y el ruido de las olas, ese ruido tan ruido, sin melodía, y sin embargo equivalente al ondular del fuego rojo. A veces un resto de ola dibuja abanicos transparentes que vibran al ritmo de la arena arrugada como piel bronceada vista de cerca.

Del amor al mar
La primera noche en el hotel Juan y yo nos desnudamos. Me puse de cuclillas sobre él. Le pegué tantas veces en las piernas que mis nalgas se conviertieron en recipientes de olas. Un calor me quemó por adentro, un cosquilleo rico me acarició la pared frontal de mi caracol central y grité mucho. Al terminar, cuando Juan ya me había dejado su espuma densa, me quedé un rato sentada sobre él. Después me acosté a su lado y me puse melancólica. Le pregunté por qué estaba peleado con la hermana. Porque satisfizo mi curiosidad, dijo él. Le pedí aclaraciones. Dijo:
A los diez años quería saber más sobre la anatomía de la mujer. Espiaba por el ojo de la cerradura a las amigas de mi hermana, en las fiestas de piyamas que ella organizaba cuando iba al secundario. Mientras se estaban desnudando para ponerse la ropa de dormir, Marta se dio cuenta de que yo estaba pegado a la puerta. Abrió y dijo “¿así que querés mirar?, vení, mirá”. Yo me puse colorado y salí corriendo. Ellas se rieron de mí. No, no llores. Es algo que pasó hace mucho tiempo.
No lloro por eso, Juan, es que es una historia tan hermosa que tengo que refrigerar con las lágrimas mis mejillas coloradas.

De la inocencia
No entiendo lo de perder la inocencia. Será que no la perdí o que nunca la tuve. La culpa, bueno, pero desde chiquita, por comer un caramelo a escondidas. Esa tensión en los músculos de las orejas que te avisa de cualquier ruido que salga de la media ambiente. Yo sentí que a los trece años mi cuerpo se abrió y goteó y lo que goteó lo hizo con dolor y no fue agradable, pero tampoco lo fue la primera caída de rodillas o el primer golpe en la cabeza al tirarme de la silla de mimbre en la que me sentaban a la hora de la comida.

Del amigo de Juan y el mar
Reviso los cajones de la mesa de luz de Juan en el hotel buscando una pastilla contra la acidez secretada para digerir el buñuelo de manzana que comí en el restaurante chino, y encuentro nuevas anotaciones acerca de José Sosa. Una de ellas dice:
Cuando iba a la playa a leer creía que odiaba estar en la playa y el único placer era leer, pero ahora me doy cuenta de que me gustaba sentir la playa, que la playa se metía en lo que leía y eso hacía todo más intenso. Que la mezcla de las letras con el silbido del viento, el olor salado del mar y su golpeteo constante y el roce de la arena en mi piel armaba lo que para mí era la imagen más exacta del paraíso, que se desvanecía en cuanto faltaba alguno de esos elementos. Por eso cuando volvía a casa buscaba esas mismas sensaciones libro en mano, tan irritado como cuando mis padres me incitaban a caminar por la playa con toda la vergüenza que me daba la mirada que los extraños dirigían hacia la nueva arquitectura de mi piel.
La oración que va de Que a elementos está tachada con un trazo ondulante. Debajo hay otras que tratan de describir la misma escena:
El viento, el agua y la arena eran como los huesos, la sangre y el aliento que daban consistencia de materia viviente a las palabras… cuando leía esas palabras con un fondo de mar al que no prestaba atención directamente… las palabras inflaban la playa y la acercaban al cielo y el sol, gozoso, me observaba…

Del mar, una vez más
José Sosa se empeña en hablar de cosas que no existen. Laplaya, elmar, elviento. En vez de hablar del almohadón de arena en el que se apoya un trozo triangular de valva color verdinegro, o del abanico de agua que se abre y se cierra y muestra y esconde tigres de espuma, o del torbellino de aire que anima los trozos de cajas de cohetes azules y rosas desparramados en la playa antes del rastrillo del primero de enero.

De la depresión en las fiestas
La mamá de Juan no estuvo con nosotros para Nochebuena porque las fiestas la deprimen. Se acuerda del marido. Juan dice que el papá se murió de disgusto. Que los médicos dicen que fue de un paro cardíaco pero él sabe que fue de disgusto. Que se murió porque le cambiaron la plata por bonos que tuvo que vender a las dos terceras partes de su valor y cuando empezaron a cotizar en alza le agarró el ataque. O sea, se murió de apego al dinero. Así que Juan se siente con el compromiso de ver a la madre, pero como Juana está con ella y Juan y Juana no se quieren nada y no quieren causarle un disgusto a la madre, que ya bastante tiene con sus depresiones festivas, prefiere visitarla para cuando Juana ya se haya vuelto a sus pagos adoptivos en Pensilvania.

Del mar, una vez más
El mar es como esos caldos turbios con pedazos de zapallo, acelga, cebolla, remolacha, chorizo y carne de puchero, pero pedazos que aletean y se enlazan en cardúmenes y parejas y se comen los unos a los otros. El mar es tan piedra, tan golpe de certeza, que ir a la playa es lo único que te salva después de una cena de milanesas de soja y zapallitos rellenos en el restaurante vegetariano.

De los libros y el mar
Caminamos de noche por la peatonal. Llegamos hasta la plaza. Tiene una delicadeza de rosas aisladas, encajes de discos rosados y amarillos entre macizos redondos y verdes. Huele a esa frescura que no se da en las ciudades. El aire es acá como un mar seco. La iluminación de la peatonal la hace demasiado neón y fierros grises. En la plaza se está más en ambiente pueblerino. Mientras volvemos al hotel nos detenemos frente a una librería ubicada a la entrada de una galería. En la vidriera del costado muestra libros que no están de moda. Algunos grandes, de pintura, con rojos muy rojos, otros de arquitectura, reducidos a trazos negros, curvas y rectas que parecen una forma de escritura, a medio camino entre el arte figurativo y el jeroglífico. Uno tiene una I sobre una O en color dorado, y se llama El número de oro. Un libro que había visto hace diez años pero no me animé a pedirselo a papá porque era muy caro. Le tenía el mismo respeto que se siente por la puerta cerrada con llave del cuarto donde está el mueble de caoba en el que se guardan los muñecos de cristal representando peces y ciervos, muñecos que solamente se dejan ver un par de veces al año. Le digo a Juan y él se ofrece a comprarme el libro. Dudo, porque sé que, si acepto, voy a producir un ruido feo de cristales rotos. Pero entiendo que tocarlo es confesar que crecí. Entonces acepto. Para no sentirme demasiado crecida agarro el libro con las dos manos, lo apoyo en mi regazo e inclino la cabeza sobre el pecho de Juan. A las diez vemos que el chorro de la fuente frente al casino se reduce al mínimo. Nos quejamos del mal servicio sanitario cuando una esfera de vapor color violeta empieza a girar al compás de una música grave. La pared de sonidos es tan dura que un solo chorro emergiendo de la esfera de agua en movimiento basta para hacerla estallar en tonos agudos que se montan sobre velos retráctiles de agua y nos hacen mirar hacia las luces violetas y anaranjadas que agujerean el agua y se meten en las gotas y las prenden desde adentro como lamparitas que flotan en el aire.
Somos trompos que giran en un abismo hacia arriba blanqueados en la noche por cascadas de estrellas.

Del cielo nocturno
Me encanta ir de noche por la ruta. Es tan relajante. El sol no molesta en los ojos y el viento frío te permite concentrar la atención en lo que estás haciendo. Cuando paramos para cenar miraba el cielo y sentía vértigo. La tierra se ve tan chiquita en comparación con la cordillera de estrellas que atraviesa el cielo que no entendés cómo los antiguos pudieron creer que estamos en el centro del Universo. Desde el estéreo del auto, Chris Cornell y Jeff Lynne hacen agujeros por los que asoma esa casa de sonidos en la que vive lo que no se puede decir. Lynne hace las escaleras, Cornel cava los túneles. Después viene Marc Knopfler a colgar de las paredes crepúsculos azules, a hacer del marrón un color hermoso lleno de tonalidades que no parecen tonalidades marrones. Ni el marrón ni el gris son colores feos. La miel es marrón. Los ojos grises te estremecen. Juan duerme a la sombra de esa música.

Del tío Manuel
El domingo después del regreso de las vacaciones, tío Manuel vino de visita. Tiene la frente ancha pero casi horizontal, con una mata de pelo gris alrededor de la tonsura, la cara atravesada por arrugas verticales, el cuerpo flaco y encorvado. Usa camisa a rayas de manga larga arremangada y pantalón gris de vestir. Siempre tiene la misma expresión de despedida. Juan le preguntó: qué le pasa que le llora el ojo. Y él, sin cambiar el tono de voz, dijo: me emocioné pensando en mi hija que vive en Houston, estado de Texas. Mi hija que vive en Houston, estado de Texas, dijo, es psicóloga y trabaja en la cárcel, con chicos adictos, en Houston, estado de Texas. Voy a comprar una heladera Siam. Me piden ciento veinte pero yo voy a ofrecer ochenta. Es una Siam 58. Y la heladera que ya no me anda la voy a usar para guardar los papeles.
Pobre tío. Pensar que tenía una mansión con dos escaleras de mármol blanco. Se lo quedó todo la mujer. Porque había hecho el convenio de darle la casa en usufructo por diez años, pero después le pidió que lo dejara dormir ahí, y ella dijo que sí, pero ella usó a la sirvienta de testigo en su contra en el juicio de separación de bienes.

De la tía Asumpta
Después vino tía Asumpta. Tía Asumpta dice: hola Taíta, hola sobrino, como estás Taíta, tanto tiempo, fuistes de vacaciones Taíta, qué lindo Taíta, que lindo que fuistes de vacaciones Taíta, yo hace años que no voy de vacaciones sobrino, no voy de vacaciones porque no tengo quién me lleve, sobrino, además, qué lindo que estás sobrino, que linda que estás Taíta, toda bronceadita Taíta, además mi nene está en el penal sobrino, y si alguien no me lleva a verlo yo no puedo ir porque es muy lejos sobrino, y vos Taíta, para cuándo los confites Taíta, qué linda Taíta, cómo estás Manuel, sabés algo de tu hija Manuel, siempre tan linda tu hija Manuel, Manuel, te acordás cuando me caí de cabeza en el tonel Manuel, y vos me salvaste Manuel, qué lindo Manuel, antes sabía sumar y restar y después se me borró de la cabeza sobrino, tengo la cabeza mojada sobrino, desde los diez años tengo la cabeza mojada Taíta.
Pobre tía Asumpta. Cuando se acuerda de que antes sabía más que ahora se pone a llorar. Es una pasa de uva pero tiene una cabellera envidiable. Siempre anda con el bastón y camina a pasos cortos, salvo cuando se olvida de que camina mal y camina bien. Pedro, el hijo, es esquizofrénico y está en la cárcel por haber ayudado a robar un camión que repartía leche entre los pobres. Tío Manuel, tía Asumpta y primo Pedro son mis verdemohos, mis azultoxinas, mis tiznenegros, la belleza de las ruinas.

De papá y su mujer
Me llegó una tarjeta de Navidad de papá. Dice en letras doradas “Ciudad de Taipa”. Es una foto verde abajo, gris arriba, y rectángulo marrón en el medio, cobertizo con techo de zinc y detrás una vía de tren con flecos de pasto crecido. Al costado un cartel que dice “Ciudad de Taipa”. Ahí vive papá con su novia, Margarita. Margarita es una viuda estanciera. Antes sembraba girasol, pero como se le inundó el campo ahora siembra pejerrey. Papá dice que está contento porque les pesificaron la deuda. Hace cinco meses habían pedido un préstamo por noventa mil pesos para iniciar la producción de pescado.
Cuando recibí la postal estaba trabajando en mi Tratado patafísico sobre las burbujas, más específicamente en el capítulo dos, De la migración de las burbujas en una pava de agua a punto de hervir. Estaba describiendo el proceso por el cual lo que en un primer momento parece un polvillo de color gris se va convirtiendo en burbujas de paredes gruesas que dejan estelas en su ruta de migración de este a oeste y de oeste a este, para disolverse después en hilos blancos que se lanzan a la conquista del aire. Se me ocurrió que no había pensado todavía en la posibilidad de incluir un capítulo dedicado a la reproducción de burbujas a través de la respiración ictícola, y me entraron ganas de visitar la granja de la novia de papá. De mamá no sé nada. La invitamos para Navidad pero no vino. Llamó para pedir disculpas pero no dio explicaciones, como siempre.

De la dispersión de Juan
Juan está muy disperso. Sale y no me dice adónde va. A los hombres les pasa que hablar de sus debilidades los hace sentir sin una falta que de no haber dicho que estaba no estaría, aunque en realidad no estaba porque una falta no es algo sino la ausencia de algo. Es cierto que el nombre es un anzuelo para atrapar peces de ausencia que de lo contrario se confundirían con la azul realidad de un mar agitado. En fin. Dado que desde el último saqueo me quedé sin trabajo me dedico sólo a cocinar, limpiar los pisos, lavar la ropa, recibir la visita de alguna amiga y trabajar en mi ensayo sobre las burbujas. Las más lindas son las del detergente, porque además de la belleza de su forma esfera agregan los tornasoles rojinaranjivioletililiazules de su piel.


Del cementerio
Voy al cementerio a visitar a mis muertos. Paso por la puerta principal que es más bien un arco con puertas de hierro. Camino por un sendero de baldosas que atraviesa la zona de los nichos. Un montón de casitas coronadas por cruces y de colores sobrios. Algunas tienen la puerta entreabierta dejando ver las camas de madera. Después, el campo sembrado de cruces de cemento o mármol, todas casi iguales y sin embargo distintas, como las personas que permanecen ahí amarradas a los vivos por cuerdas de flores artificiales, helechos, lápidas y bronces conmemorativos. Hay un hombre con overol azul, de pelo canoso, la cara afeitada y gorda, con unos anteojos de cristales rectangulares, que habla con la tumba de su esposa. En una mano lleva un rastrillo. El jardín que acaba de arreglar está rodeado por un cerco de madera pintado de rojo. Adentro tiene tres macetas con flores artificiales rojas encerradas en un cubo de vidrio, rodeado por andamios rojos que sostienen otras macetas con plantas rojas en un diseño complejo que es como una especie de arquitectura de jardín ideal. Más lejos una mujer, una adolescente y un chico están arrodillados sobre un mantel blanco dispuesto encima de una tumba a ras del suelo. Sigo buscando la sección y el tablón donde está mi primito. Hay una parte de tumbas más chicas, algunas con un ángel en el lugar de la cruz, otras con una especie de altar en el que está encerrado un juguete, generalmente un camión de color azul o rojo. Me sorprende una tumba cubierta por una casa de muñecas de cristal con varios pisos llenos de peluches, y el altillo con muñecas chiquitas sentadas en sillones estilo imperio. A un costado, tirado en un rectángulo de pasto, un elefante gris que el viento alejó de su lugar. En la tumba de mi primo alguien dejó una botella de gaseosa y un paquete de caramelos, un soldado de juguete y un avión gordo con una hélice grande en la trompa. Después de pensar en él y dejarle unas flores verdaderas me fijo en la lápida de al lado. Dice 21-1-01 y 22-1-01. Un chico que vivió un día y ya dejó un recuerdo alrededor del cual sus parientes edifican una torre de vapores armando una vida imaginaria que al persistir en sus mentes le da la prolongación y el desarrollo que su cuerpito no le pudo dar. Los muertos son nuestros flecos, nuestros rebordes mellados. Tiramos fuerte del recuerdo para que no salga afuera del campo de nuestra atención y no es fácil porque es tan globito. Así que plantamos un ancla de piedra y atamos el piolín y lo dejamos ahí, y hacemos nuestra vida y después volvemos y ahí sigue el globo del recuerdo. Si no lo pusiéramos ahí nos seguiría y es tan resbaladizo, no podríamos atraparlo con las manos y daríamos tantas vueltas que la gente pensaría: esta persona está loca.

De Dios y la belleza
Yo no sé si hay un Dios. Tampoco sé si no hay. Juan cree que no hay. Yo ni creo ni dejo de creer. Porque yo no sé si hay alguien que sea padre de Belleza. Para mí Belleza se basta a sí misma y ella sola hace que todo tenga sentido. Claro que este mundo es tan raro, tan exótico, que hasta podría haber algo así como un viejo con barba que midiera unos cien mil millones de años luz y que este mundo fuera una burbuja que se desprendió del jabón en la divina bañera del Dios que está a punto de reventarla con una uña de su divina mano mientras una divina sonrisa ilumina su rostro. Lo que en realidad no importa porque lo que para él es la duración de una burbuja para nosotros es la eternidad.

De los laberintos
Laberintos. Laberintos nacarados. Laberintos de tinta y papel, laberintos de leyes y de palabras que solo existen por obra de la fe.
Juan le dice al empleado gordo de bigote canoso que lo mira con el seño fruncido:
De acuerdo con la ley mi madre está exceptuada.
El empleado le dice:
La ley puede decir eso pero a mí no me llegó la circular de la casa central y si yo hago algo mal y después se enteran me dicen vaya por ahí hasta su casa.
Juan dice:
Pero la ley ya fue sancionada.
El gordo le dice:
Yo no niego eso pero si no llegan las circulares del banco es como si me dijera: usted por ley tiene que hacer este edificio, y yo no sé arquitectura, qué quiere que haga.
Juan dice:
La ley dice que usted está reteniendo el dinero y yo lo puedo mandar a juicio.
El gordo dice:
Yo no estoy reteniendo nada, el que está reteniendo es el banco y yo no soy más que un empleado.
Juan dice:
Y quién se hace cargo por el banco.
El gordo dice:
El gerente.
Juan dice:
Entonces puedo hablar con el gerente.
El gordo dice:
Usted puede hablar, tiene derecho a hacerlo, pero el gerente no va a querer hablar con usted.
Afuera del banco hay unos chalets con jardín al frente, unos árboles nos regalan la sombra para que nos refugiemos en ella y no nos piden explicaciones. El sol brillando entre las hojas no se puede con números, no se puede con papeles o leyes, ni siquiera con fe.

De la justicia, y dónde está
Juan dice: la justicia no existe. Pero eso no es cierto. Yo leí en un libro de filosofía que la justicia está en un lugar que se llama hiperuráneos, que es por donde andan los números, las figuras geométricas, la isla Utopía, el unicornio, Dios y la esencia de mi estornudo de ayer.

De la hormiga
José Sosa escribe:
Aplasto con el pie una hormiga que no hizo otra cosa más terrible que ser desagradable para mis ojos. Es un acto fácil, con poco gasto de energía, y esas células que tanto tuvieron que hacer para mantenerse unidas y con vida, esos ganglios nerviosos que estaban ocupados en atrapar una miga, pasaron a la condición de rotura, de pequeña mancha viscosa aplastada contra el suelo. Y me llamo humano. Y me llamo compasivo.

Del agua y de la cucaracha
Hoy a la canilla se le dio por tejer con el agua un vestido acampanado con unas borlitas que tuvo que reemplazar a cada rato porque se le caían. Un hermoso vestido transparente que sería lindo ponerse sin ropa interior para incitar a Juan a una noche de pasión.
En el lavadero atrapé una cucaracha, la levanté con la pala y la llevé hasta el container de la basura. Me daba no se qué matarla después de leer el texto de José.

De la gente, cuando se enoja
A medida que nos acercamos se me tensan los músculos de la cara. Las luces surcan mi cuerpo rígido por la expectativa. Se siente algo como un ruido de motor de agua. Al dar vuelta a la esquina la vemos. Ahí está. Nunca había visto una. Está formada por doscientas personas. Personas que golpean cacerolas, agitan maracas, o hacen palmas. Algunos llevan banderas. Hay chicos serios y adultos que sonríen. Gente que mira desde afuera del círculo empieza a palmear y se integra a la ronda. Con Juan buscamos el centro. No hay centro. Sólo unos hombres tocando tambores y silbatos, y una morochita que da saltos para un lado y para el otro. El semáforo parpadea colores en un ritual inútil con la calle cortada. Por momentos el ritmo del conjunto cambia y hay un aumento súbito del entusiasmo. Pero algo falta. Murmullos, una pancarta que se dispone en dirección a la avenida principal. Empieza la marcha. Después de un par de cuadras la columna se detiene. Muchos miran hacia una calle lateral. Son los de Villa Pueyrredón, dice una mujer. Se redobla el tangtang de las cacerolas. Alguien toca una fuente de acero que suena como un gong. Todos miran hacia una columna de una cuadra que se acerca. Los dos grupos se entrecruzan, multiplican los ruidos de sus motores de latón y siguen camino hacia la Chacarita. Un líder político se sube a un banco y habla a través de un altavoz. Villa Urquiza y Villa Pueyrredón viran para no encallar en él y siguen su camino. Yo sonrío. Juan está enojado. No va a servir, dice. Pero Juan, qué importa si no se consigue otra cosa más que esta cosa que llaman asamblea popular. Son mujeres, hombres y chicos, como yo, como vos, todos juntos, porque sí, nadie nos llamó, nadie nos dirige, y acá estamos, somos veleros en el mar, somos pingüinos, Juan, un garabato de delfines, una congregación de pájaros aislados. ¿No parecemos papeles guiados por el dios de los vientos? Se siente un enriedo de líneas cruzadas tan lindo. Parecemos las briznas de pasto de un nido nuevo.

Del mar para el amigo de Juan
José Sosa escribió:
Una vez, en el mar, en medio de la felicidad de ser golpeado por las olas mientras sentía en el cimbronazo el mensaje cifrado de las olas, su lenguaje, su voz que se desplaza por el agua como la nuestra por el aire, una ola más fuerte se unió a una más pequeña y juntas me dieron un empujón que me hizo dar una vuelta carnero sin poder hacer pié, a una profundidad suficiente para verme envuelto en arena y espuma y tragar agua por todos los orificios de mi cabeza. Fue como asomar la cara al otro lado de la superficie de una piedra y abrir los ojos y descubrir adentro un mundo tan lleno de flores e insectos como este. Vislumbré formas oscuras serpeando detrás de la vida, y después el mar me depositó plácidamente sobre la arena. No sabía si estaba vivo o la muerte era soñar que se está vivo con tanta fuerza que la vida parece continuar donde la dejamos antes de morir, mientras en la verdadera realidad alguien llora nuestro viaje a la eternidad. Cuando ella murió sentí la curiosidad, el deseo insoportable de seguirla. Una sola cosa me ataba, me impedía emprender ese viaje a las selvas que el mar mensajero me había mostrado. Selvas que no están en el fondo del mar. Están en todos lados, bajo el espesor de la vida, del tamaño de un cabello. Ahora son dos, dos arpones clavados en mi corazón que me impiden seguir la corriente en la que ella nada bajo un nuevo aspecto, más libre.
A continuación, una nota de Juan:
¿Qué pasa cuando un arpón de corazón es el hueco de un arpón desvanecido, ausencia tan real para el deseo, aunque el hierro se haya licuado? ¿Qué pasa para el deseo sin tiempo si otro arpón se sitúa en ese hueco? ¿Es una o son dos heridas diferentes? ¿Pueden para el deseo dos cosas persistir en el mismo lugar al mismo tiempo? ¿Tapa la presencia la ausencia que dejó la ida de un arpón que ocupaba el mismo hueco? ¿O el hueco es otro? ¿Hay jerarquías en ese caso? ¿O sólo algo distinto, como son distintos el amor a la mujer del amor a los hijos?

De Juan y su amor por su anterior mujer
-Juan.
-Tatiana.
-La seguís queriendo.
-¿A quién?
-A ella.
-¿A mi hija?
-A tu mujer.
-Uno sigue sintiendo algo.
-No te vayas por las ramas. No me interesa uno. Quiero saber vos, no uno. ¿La querés más que a mí?
-Son situaciones diferentes.
-Con ella te casaste.
-Sabés que ya no me importan
los papeles.
-A mí sí.
-No quiero hablar de eso ahora.
No me presiones. Por favor.

De la culpa, según el amigo de Juan
José Sosa dice:
Durante un tiempo empecé a estar mejor. Hacer el amor dejó de ser solamente una satisfacción para un cuerpo con el alma ausente. Estas vacaciones conseguí que la culpa no empañe lo que podría llamar una melancólica voluptuosidad pagana. Ahora se me exige una responsabilidad que pone en evidencia las cuestiones que se agazapaban en las sombras de una vida serena que está destinada a terminarse. Es una lástima. Me bautizaron en la culpa y no hay retorno. Tuve la suerte de estar en el paganismo durante mi primer año de vida. Después dos mil años de cristiandad me cubrieron la cara con una sombra licuada en el agua de la pila bautismal. Al ponerme debajo del cura mi madre me estaba diciendo: un solo amor, un contrato que lo avale, el sexo para tener hijos, nada de detenerse en algún punto del camino. Ahora que ya cumplí y podría dejar de lado la herencia para hacer una vida más salvaje al lado de mi paraíso con forma de mujer, ella me exige ponerle un cerco al jardín, cortar la maleza, obtener un título de propiedad, tener un hijo para que la herede.

De la belleza de los cercos
No entiendo por qué José Sosa le teme a los cercos. Hay algunos tan lindos. Están esos con maderas blancas con forma de espadas que no impiden al pasto extenderse en orificios abiertos entre las baldosas color cremita de la vereda. O esos señoriales, de lanzas apretadas, que parecen decir “zona tabú destinada a los jefes de la tribu”. O están esos muros bajos con tranquera a la entrada. O esos ligustros con formas abultadas a los que la separación entre las hojas les da la apariencia de objetos no del todo consistentes.

Del casarse o no casarse
Si Juan no se casa conmigo es que no me quiere. Porque con la mujer anterior se casó. Entonces no es cierto que no le importan los papeles. Pero yo no puedo obligar a Juan. Así que sólo me queda meter mis cosas en una valija, porque no son más que tres o cuatro cositas, e irme ante la primera señal de desamor. Me voy a llevar mis toallitas, que son la muestra de mi suciedad, las bombachitas y los corpiños, me llevo algún solero, el peine, los polvos que me pongo en la cara para que no se me noten las ojeras de mis noches de insomnio y para estar linda cuando hacemos el amor aunque Juan no se de cuenta. Me llevo también lo que tengo puesto y lo demás lo mando por correo a casa de mi mamá, para que no me haga bulto. Me tomo un taxi y me voy a un hotel que pago con los ahorros que me quedaron de la caja donde Graciela me depositaba el sueldo. Ay, se me cayeron unas lágrimas en el papel. Se me va a correr la tinta.

De Juan metiéndose en mi intimidad
Encontré a Juan hojeando mi diario. Me puse colorada. Le grité que estaba invadiendo mi privacidad.
Vos leés mis notas, dijo.
Mentira, dije.
Si no cómo sabías que mi amigo se llama José Sosa, me dijo.
Está bien, le dije, pero entonces sos un vengativo.
Esta libreta estaba encima del escritorio, me dijo.
Aunque sea así tendrías que haber pedido permiso, le dije.
Perdoname, me dijo.
Bueno, le dije.

De las macetas como jaulas para flores
Las macetas, esas jaulas para flores. Tienen un recuerdo de bosque. Son prolongaciones, brotes de tierra, que nos usan para escalar hasta espacios aéreos, aparentemente olvidadas de su origen. Cuando se multiplica en macetas la naturaleza no parece idem. Los hombres no nos parecemos a nuestros ancestros. Somos y no somos y somos otra cosa. Pero siempre hay un hilo de hormigas negras tendido entre las vegetaciones agrestes, los jardines y las macetas. Ellas saben que en el fondo son lo mismo.

De una proposición de Juan
-Tatiana.
-¿Sí, Juan sin Tierra?
-¿Querés casarte conmigo?

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